Basura, arte y cine

Por Pauline Kael

Traducción de Fermín Muñoz.

FUENTE: Harper’s, febrero de 1969.

I

Como esos héroes cínicos que alguna vez fueron idealistas antes de descubrir que el mundo estaba más podrido de lo que les habían hecho creer, casi todos somos personas desplazadas, “muy lejos de casa”. Cuando nos sentimos derrotados, cuando imaginamos que quizás ahora podríamos conformarnos con “el hogar” y lo que representa, ese hogar ya no existe. Pero existen las salas de cine. En cualquier ciudad en la que nos encontremos, podemos meternos en un cine y ver en la pantalla a nuestros viejos conocidos: nuestros antiguos “ideales” que envejecen al igual que nosotros y ya no parecen tan ideales. ¿Dónde podríamos avivar mejor el fuego de nuestro masoquismo que en películas podridas proyectadas en palacios decadentes, chillones y ruinosos, en ciudades que se confunden unas con otras, con el cine y el anonimato como denominador común? Las películas, un arte vulgar y corrupto para un mundo vulgar y corrupto, encajan con lo que sentimos. El mundo no funciona como decían los libros escolares, y somos diferentes a lo que nuestros padres y maestros esperaban que fuéramos. Las películas son nuestra expresión barata y fácil, el arte taciturno de los desplazados. Porque nos sentimos abatidos, nos hundimos en el tedio, nos relajamos en la irresponsabilidad, y tal vez sonreímos un instante cuando el pistolero alinea a tres hombres y los mata con una sola bala, algo que no nos resulta más “real” que el cuento infantil del sastre valiente.

No necesitamos que nos digan que esas son fotografías de actores interpretando personajes. Lo sabemos, y a menudo sabemos mucho más sobre los actores y los personajes que interpretan, y sobre cómo y por qué se hizo la película, de lo que sería coherente con la ilusión teatral. Hitchcock nos provocó matando temprano en Psicosis a la única estrella con nombre en el cartel, una jugada que nos sorprendió no solo por la rapidez del asesinato o su modo, sino porque rompía una convención comercial y era, en ese sentido, una broma con lo que el público ha aprendido a esperar. Rompió las reglas del juego cinematográfico, y nuestra reacción demostró cuán conscientes somos de las consideraciones comerciales. Cuando las películas son malas (y en las partes malas de las buenas películas), nuestra conciencia de la maquinaria y nuestro cinismo sobre sus fines y valores se vuelve particularmente alienante. El público le responde directamente al falso y condescendiente The Detective; hay gemidos de desaliento en La leyenda de Lylah Clare, y, de vez en cuando, una risita desesperada. Todos conocemos bien esa depresión barata que se instala en nosotros cuando nuestras esperanzas y expectativas se ven nuevamente frustradas. La alienación es el estado más común del público cinematográfico informado, y aunque tiene sus recompensas peculiares —una especie de placer de coleccionista en los pequeños logros—, anhelamos ser sorprendidos, no por una suspensión de la incredulidad ni por una alienación brechtiana, sino por el placer, algo que uno pueda llamar bueno sin sentir asco de sí mismo.

Una buena película puede sacarte de tu abatimiento, de esa desesperanza que a menudo te invade al entrar en una sala; una buena película puede hacerte sentir vivo otra vez, en contacto, no simplemente perdido en otra ciudad. Las buenas películas hacen que te importe, que vuelvas a creer en las posibilidades. Si en algún rincón del mundo del entretenimiento hollywoodense alguien logra atravesar con algo que te habla, entonces no todo está corrupto. La película no tiene que ser grandiosa; puede ser tonta y vacía, y aun así ofrecerte la alegría de una buena actuación, o el placer de una buena línea. El ceño fruncido de un actor, un gesto subversivo mínimo, un comentario obsceno dicho con una expresión de falsa inocencia, y el mundo cobra un poco de sentido. Sentado ahí, solo o dolorosamente solo porque quienes te acompañan no reaccionan como tú, sabes que debe haber otros —quizás en ese mismo cine o en esa misma ciudad, seguro en otras salas, en otras ciudades, ahora, en el pasado o el futuro— que reaccionan como tú. Y como el cine es la forma de arte más total y envolvente que tenemos, esas reacciones pueden parecer las más personales, y tal vez las más importantes, imaginables. El romance del cine no está solo en esas historias y esas personas en la pantalla, sino en el sueño adolescente de encontrar a otros que sientan lo mismo que tú sobre lo que han visto. Y los encuentras, claro que sí, y se reconocen de inmediato porque hablan menos de las buenas películas que de lo que aman en las malas.

II

Se habla tanto hoy en día del arte cinematográfico que corremos el riesgo de olvidar que la mayoría de las películas que disfrutamos no son obras de arte. The Scalphunters, por ejemplo, fue una de las pocas películas estadounidenses entretenidas del año pasado, pero, por muy hábil que sea, difícilmente podría llamársela una obra de arte, si es que ese término quiere seguir teniendo algún significado útil. O, para tomar un ejemplo realmente burdo, una película tan toscamente realizada como Wild in the Streets —ensamblada a fuerza de saliva, histeria y oportunismo— puede, sin embargo, ser disfrutable, aunque sea casi un ejemplo clásico de una película no artística. ¿Qué hace que estas películas —que no son obras de arte— resulten agradables?

The Scalphunters era más entretenida que la mayoría de los westerns en gran parte porque Burt Lancaster y Ossie Davis eran particularmente graciosos juntos; parte del placer de la película consistía en tratar de entender qué los hacía tan divertidos. Burt Lancaster es un tipo extraño de comediante: lo distintivo de él es que su comedia parece surgir de su fisicalidad. En papeles serios es un actor poco distinguido y demasiado visiblemente esforzado, pero tiene un talento aparentemente natural para la comedia, y no hay nada más contagioso que un actor que puede relajarse ante la cámara como si realmente estuviera pasándola bien. (George Segal a veces parece tener ese don de una simpatía maravillosa, y Brigitte Bardot irradiaba eso en ¡Viva María!). De algún modo, la alquimia de personalidades en la dupla Lancaster-Davis —otro actor poderosamente gracioso, con una presencia física imponente— funcionó, y el director Sydney Pollack mantuvo el control justo para que no se excediera.

¿Y Wild in the Streets? Es una película descaradamente cutre en apariencia, pero eso juega a su favor en lugar de ir en su contra, porque es inteligente en muchos aspectos en los que películas mejor hechas no lo son. Se ve como otros productos recientes de American International Pictures, pero es como leer una tira cómica que se ve igual que la del día anterior, y sin embargo, en esta nueva hay expresiones sorprendentes en los rostros y algunos globos de diálogo realmente ingeniosos. No hay ni un rastro de sensibilidad en el dibujo ni en las ideas, y hay algo particularmente gracioso en el ingenio sin ningún tipo de gracia; puede disfrutarse de un modo especialmente burdo —como un ingenio “pop”. La idea de base es trillada —una especie de Eso no puede pasar aquí con jóvenes drogados como una nueva raza de fascistas—, pero se trata en el estilo paranoico de los editoriales sobre la juventud (incluso comienza culpando a los padres de todo). Y una idea barata que es tan actual y extendida tiene un encanto casi lunático, una especie de alegría pesadillesca. Hay un deleite que tiene la gente con la idea de los jóvenes drogados como monstruos que los amenazan —los diarios fusionándose con Village of the Damned. Aprovechando y explotando este tipo de histeria para una fantasía satírica, el guionista Robert Thom ha usado lo que está disponible y es evidente, pero lo ha hecho con el suficiente tono burlón y estilo como para hacerlo gracioso. Añade pinceladas de caracterización y líneas ocasionales que no están ahí solo para hacer avanzar la trama, y esos detalles generan conexiones extrañas que hacen que la película se vuelva casi juguetona en su paranoia (y en su deleite con su propia inteligencia).

Si uno va a ver Wild in the Streets esperando una buena película, probablemente se horrorice, porque la dirección es torpe, la música banal y muchas de las ideas del guion apenas están desarrolladas, y casi todos los detalles están mal resueltos (el director de casting eligió actores secundarios y extras que tienen décadas más de lo que deberían para sus roles). Es un trabajo de montaje de cine barato, pero tiene intérpretes genuinamente graciosos que aprovechan sus oportunidades y lanzan sus buenas líneas como bumeranes: Diane Varsi (como una Geraldine Page aún más ida) interpretando un colapso mental con una convicción tan silenciosa que parece realmente una parodia del mundo “normal”; Hal Holbrook con su rostro inexpresivo y actoral que resulta opaco y sin interés en plano general pero que, en primer plano, revela diminutos cambios de expresión, ligeros tensamientos en las facciones que parecen pensamientos en movimiento; y Shelley Winters, por supuesto, y Christopher Jones. No es tan terrible —puede que incluso sea un alivio— que una película no tenga el aspecto del arte; hay cosas mucho peores, estéticamente hablando, que la vulgaridad simpática, la mediocridad desenmascarada que busca una ganancia rápida, en películas sin pretensiones artísticas. Desde I Was a Teen-Age Werewolf, pasando por las fiestas playeras hasta Wild in the Streets y The Savage Seven, American International Pictures ha vendido una mercancía barata que, en su falta de arte y su manera descarada y a veces graciosa de ofrecer acción, nos recuerda que uno de los grandes atractivos del cine es que no tenemos que tomarlo demasiado en serio.

Wild in the Streets es una rareza —un caso límite, especial, de una película que resulta entretenida porque algunas personas talentosas tuvieron la oportunidad de hacer algo en American International que las compañías más respetables estaban demasiado nerviosas para intentar. Pero aunque yo no disfrute una película tan obvia y mal hecha como el gran éxito de American International The Wild Angels, es fácil entender por qué les gusta a los chicos y por qué gusta también en otros países. Sus razones son, básicamente, las mismas por las que todos empezamos a ir al cine. Con el tiempo, puede que queramos algo más, pero las audiencias que han tenido que abrirse paso entre el grueso acolchonado burgués de películas caras para llegar a la acción disfrutan del desafío al “buen gusto” que ofrecen las películas baratas que se aferran a los materiales crudos. En algún nivel básico, les gusta que las películas estén hechas de manera barata, disfrutan de la tosquedad; es un respiro, unas vacaciones del comportamiento correcto, del buen gusto y de las respuestas obligadas. Los espectadores del burlesque aplauden con educación a la bailarina erótica y grácil, pero enloquecen por la grosera y torpe que sacude sus grandes caderas por el escenario. Para eso van al burlesque. Personalmente, espero un mínimo razonable de finura, y películas como El planeta de los simios, The Scalphunters o The Thomas Crown Affair me parecen entretenimiento mínimo aceptable para una velada relajada. Son, para usar un lenguaje tradicional y sensato, “buenas películas” o “buenas malas películas”: pulidas, razonablemente ingeniosas, bien realizadas. No son arte. Pero son casi el máximo de lo que estamos recibiendo actualmente del cine estadounidense, y no solo estas, sino también películas mucho peores, son tratadas como “arte” —y están empezando a ser tomadas en serio en nuestras escuelas.

Es absurdamente egocéntrico llamar arte a cualquier cosa que disfrutemos —como si no pudiéramos entretenernos si no lo fuera; y es igualmente absurdo dejarnos engañar por la publicidad prestigiosa y costosa creyendo que recibimos arte por nuestro dinero, cuando ni siquiera lo pasamos bien. Yo sí la pasé bien con Wild in the Streets, lo cual es más de lo que puedo decir de Petulia o 2001: Odisea del espacio o de muchas otras películas muy elogiadas. Wild in the Streets no es una obra de arte, pero tampoco creo que lo sean Petulia ni 2001, aunque Petulia tenga esa estética caleidoscópica y “moderna” y 2001 ese look de nuevas técnicas que, combinado con ideas “vanguardistas” o “serias”, a menudo pasa por arte cinematográfico.

III

Aclaremos algunos malentendidos. Las películas desbaratan el enfoque escolar que valora cuánto cumplió el artista con sus intenciones. Cualquiera sea la intención original de los guionistas y del director, suele ser suplantada, una vez comenzada la producción, por la intención de hacer dinero —y la industria juzga la película según cuánto cumpla con esa intención. Pero si pudiéramos ver las “intenciones del artista”, probablemente desearíamos no haberlo hecho. Nada mata más el disfrute que el avance implacable de una película hacia el cumplimiento de un propósito evidente. Esta es, de hecho, casi una característica definitoria del director mediocre, en contraste con un artista.

La intención de ganar dinero suele ser demasiado obvia. Una de las comedias más dolorosas de nuestro tiempo es asistir a clases de cine en escuelas secundarias, donde los estudiantes pueden, con bastante agudeza y precisión, interpretar los giros de la trama de una película mediocre como manipulaciones diseñadas para provocar ciertas respuestas, mientras el docente intenta explicar todo en términos de un “artista creativo desarrollando su tema”, como si las condiciones en que se realiza una película o el mercado al que está dirigida fuesen irrelevantes, como si el último producto de Warner o Universal debiera analizarse como un poema lírico.

Las personas que recién comienzan a interesarse “en serio” por el cine siempre le preguntan a un crítico: “¿Por qué no hablás más sobre la técnica y ‘lo visual’?” La respuesta es que la técnica cinematográfica estadounidense es, por lo general, más cercana a la tecnología, y por lo tanto no es muy interesante. Las películas de Hollywood a menudo se ven como el estudio que las produjo —tienen un estilo de estudio. Muchas películas actuales de Warner son ruidosas y tienen un aspecto de fealdad alegre; las de Universal, un desenfoque barato fruto de procesos de ahorro de costos, y así sucesivamente. A veces incluso parece haber un espíritu que pertenece al estudio. Podemos hablar de las comedias de Paramount de los años treinta, del entretenimiento familiar de la Twentieth Century Fox de los cuarenta, de las comedias en CinemaScope de los cincuenta, o del brillo de la MGM clásica, del mismo modo en que hablamos de caramelos o autos antiguos. Estas películas se ven parecidas, se mueven igual, tienen motores similares debido a las políticas del estudio, el tipo de material que compraban, las ideas que imponían, cómo hacían escribir, dirigir, fotografiar las películas, los laboratorios donde se procesaban las copias y, por supuesto, el conjunto de estrellas del estudio, para quienes a menudo se compraba y moldeaba el material y que dominaban la producción.

En algunos casos, como en Paramount durante los años treinta, el estilo del estudio era sencillo y bastante cutre, y ahora su producción —esas comedias con Mary Boland, Mae West, Alison Skipworth o W.C. Fields— se ve mejor por ello. Aquellas comedias económicas no eran lentificadas por iluminación sofisticada ni por el ornamento de los “valores de producción”. Para ser disfrutables, las películas no necesitan un alto nivel de artesanía: el ingenio, la imaginación, un tema novedoso, buenos actores, una buena idea —ya sea por separado o combinados— pueden compensar con creces la falta de conocimientos técnicos o de presupuesto.

La artesanía que Hollywood siempre ha usado como argumento de venta no solo tiene poco que ver con el arte —el uso expresivo de la técnica—, sino que probablemente tampoco tenga mucho que ver con el verdadero atractivo comercial. Una película aburrida como The Naked Runner de Sidney Furie es técnicamente competente. La espantosa Half a Sixpence es técnicamente asombrosa. Aunque el gran público ha respetado históricamente el derroche de recursos (tanto que un crítico que no se impresionara con el dinero y esfuerzo detrás de Dr. Zhivago podría ser reprendido por sus lectores), quienes disfrutan The President’s Analyst, The Producers o The Odd Couple no parecen molestarse por su torpeza técnica o fealdad visual. Y por el contrario, las costosas técnicas pulidas de películas vacías como A Dandy in Aspic pueden arruinar el disfrute, porque semejante despilfarro resulta moralmente desagradable. Si uno compara películas que le gustan con otras que no, la artesanía típica de los grandes estudios rara vez es un factor decisivo. Y si uno compara una película que le gusta de un director competente —como John Sturges, Franklin Schaffner o John Frankenheimer— con otra que no le gustó del mismo autor, probablemente la técnica tampoco haya sido el factor clave. Después de dirigir The Manchurian Candidate, Frankenheimer hizo otro thriller político, Seven Days in May, que, como dirección, fue mucho más segura. Al verla, uno podía disfrutar del pulido sentido del espectáculo de Frankenheimer. Pero el material (Rod Serling adaptando a Knebel y Bailey) era una versión seria (es decir, cuadrada) de The Manchurian Candidate. Me cuesta recordar imágenes de Seven Days in May; a pesar de su brillante técnica, lo único claro es el rostro ansioso y desesperado de Ava Gardner —esa sonrisa ambigua que uno no sabía si eran hoyuelos o tics. Pero The Manchurian Candidate, pese a su puesta en escena irregular y a menudo apenas adecuada, sigue siendo vívida gracias al guion. Partía de una ironía política que todos pensaban (“Si Joe McCarthy trabajara para los comunistas, no podría estar haciéndoles un favor mayor”) y la llevaba al absurdo, con extravagancias, ocurrencias y diálogos no secuenciales (de George Axelrod a partir de Richard Condon) que resultaban ambiguos y graciosos de una forma vulgar pero liberadora.

La técnica apenas merece ser discutida a menos que se use para algo que valga la pena: por eso la mayoría de las teorías sobre el “nuevo arte” de los comerciales televisivos son absurdas. Los efectos son impersonales —hábiles, a veces ingeniosos, pero vacíos de arte. Es por su vacío que los comerciales llaman tanto la atención con sus ángulos de cámara y cortes rápidos —y por eso la gente queda impresionada con “el arte” detrás de ellos. Hoy en día, muchas películas se hacen bajo los parámetros que el espectador de televisión aprendió a aceptar. A pesar de lo que se dice sobre la respuesta “visual” de los jóvenes, la influencia de la TV ha hecho que las películas sean menos imaginativas y complejas en lo visual. La televisión es un medio muy ruidoso y sus espectadores se acostumbraron a una mala calidad de imagen, a la falta de detalle visual, a lo obvio en la composición, y a sistemas de color simplificados y deformados. Los movimientos de cámara y cortes rápidos de Finian’s Rainbow —una de las mejores grandes producciones recientes— son como los “visuales” de los comerciales: un disfraz para un contenido estático, más preocupados por evitar el aburrimiento que por expresar algo.

Hoy en día, muchos comienzan sus carreras como directores haciendo comerciales —lo que, si uno lo piensa, podría ser una especie de resumen de una oración sobre el futuro del cine estadounidense.

No quiero decir que no exista la técnica cinematográfica o que la artesanía no contribuya al placer del cine, sino simplemente que la mayoría del público, si disfruta de las actuaciones, la historia o los diálogos, no nota ni le importa qué tan bien hecha está la película. Y como no les importa, un éxito convierte al director en “genio” y todos hablan de su brillante técnica (es decir, la técnica de atrapar al público). En la breve historia del cine, probablemente nunca hubo un grupo tan extraordinariamente talentoso como el de los directores italianos actuales, y no solo los más famosos o Pontecorvo (La batalla de Argel), Francesco Rosi (El momento de la verdad) o los jóvenes prodigios Bertolucci y Bellocchio, sino decenas más, como Elio Petri (Aún se matan los viejos) o Carlo Lizzani (Los cuatro violentos). Esta última demuestra más comprensión del movimiento visual y más talento cinematográfico que cualquier película hecha este año en Estados Unidos. Pero ¿podría uno recomendarla a personas que no sean cinéfilos devotos? No estoy seguro, aunque la disfruté enormemente, porque Los cuatro violentos es un policial de género. Y puede ser una forma de esteticismo —perder de vista por qué la gente va al cine, especialmente al cine extranjero— que un crítico diga: “Su manejo de multitudes y escenas callejeras es soberbio” o “tiene una gran secuencia de persecución semidocumental”. Y sí, las tiene. Pero es, básicamente, una película derivada de nuestros viejos filmes de gangsters, y por más bien hecha que esté, cuesta convencer a personas educadas de que vayan a ver una cinta con una actuación deslumbrante de Gian Maria Volonté basada en Paul Muni y James Cagney. Presumiblemente esperan algo distinto del cine que un policial que muestra imágenes de decadencia urbana moderna y está dirigido de forma brillante.

Si una película solo resulta interesante por su técnica, no vale la pena hablar de ella excepto con estudiantes que puedan aprender algo observando cómo trabaja un buen director. Y hablar de una película como El graduado en términos de técnica es, sinceramente, una broma de mal gusto. A este nivel, la técnica no tiene importancia estética; no se trata de lograr lo que uno se propone, sino de encontrar lo que resulte aceptable. Una película así debe discutirse desde lo que el público disfruta en ella, o se está hablando en un idioma inventado —como si se analizara el “arte” de los comerciales. En los más grandes artistas del cine, donde hay una unidad entre técnica y tema, no hace falta hablar demasiado de técnica: está subsumida en el arte. Uno no quiere hablar de cómo Tolstói logró sus efectos, sino de la obra misma. No se quiere hablar de cómo lo hace Renoir, sino de lo que hizo. Claro que uno puede separar forma y contenido para fines de análisis, pero eso es una función secundaria, académica, y difícilmente algo necesario en la crítica. Desarmar la obra importa menos que tratar de verla en su totalidad. El crítico no necesita demostrar que sabe cómo fue hecha; lo importante es transmitir lo nuevo y bello de la obra, no cómo fue fabricada —eso ya está, más o menos, implícito.

Así como hay buenos actores —posiblemente grandes— que nunca se convirtieron en estrellas porque no tuvieron la suerte de recibir el papel adecuado (Brian Keith es un ejemplo notable), también hay buenos directores que nunca obtuvieron los guiones ni los elencos que podrían haber hecho su reputación. La pregunta que se hace la gente al considerar ver una película no es “¿Cómo está hecha?”, sino “¿De qué trata?”, y es una pregunta perfectamente legítima. (La siguiente —a veces la primera— suele ser: “¿Quién actúa?”, y también es válida.) Uno no necesita creer en una película para disfrutarla, pero sí necesita interesarse. (Así como también necesita interesarse por el material humano. ¿Por qué habría de ver otra película con James Stewart?) No quiero ver otro épico de samuráis de la misma manera que no quiero leer Kristin Lavransdatter. Aunque es concebible que un director verdaderamente grande pueda hacer interesante cualquier tema, hay muy pocos artistas así en el cine, y si trabajaran sobre temas poco prometedores, no estoy seguro de que realmente disfrutaríamos el resultado, aunque admiráramos su arte. (Reconozco la grandeza de ciertas secuencias de Eisenstein, pero es una admiración fría.) Los muchos brillantes directores italianos que trabajan dentro de un marco comercial en películas de crimen y acción, obviamente, no tendrán mayor relevancia si no consiguen trabajar con un tema que nos importe. Irónicamente, los éxitos checos aquí (La tienda de la calle mayor, Los amores de una rubia, Trenes rigurosamente vigilados) son celebrados por sus técnicas, que en realidad son bastante simples y limitadas, cuando en verdad lo que conmueve al público es su humanidad, la modestia y decencia de sus actitudes y un poco de humor de corral. Tal vez incluso respondan precisamente por la simplicidad de sus técnicas.

IV

 

Cuando somos niños, aunque hay categorías de películas que no nos gustan —los documentales, por lo general (porque se parecen demasiado a la escuela), y por supuesto las películas hechas especialmente para niños—, para cuando podemos ir solos al cine ya hemos aprendido a evitarlas. A menudo los adultos menosprecian a los niños cuando estos dicen haber disfrutado una película; los adultos con poca empatía se apresuran a señalar aspectos del argumento o del tema que el niño no comprendió, y es muy fácil humillarlo de esta manera. Pero uno de los grandes méritos de las artes eclécticas como la ópera y el cine es que ofrecen tantas clases y combinaciones posibles de placer. Uno puede quedar fascinado por Leontyne Price en La forza del destino sin haber repasado el libreto, o embelesado por La flauta mágica incluso si sí lo hizo. Y una película puede disfrutarse por muchas razones que tienen poco que ver con la historia o con las sutilezas (si las hay) del tema o los personajes. A diferencia de las artes “puras”, que a menudo se definen por lo que solo ellas pueden hacer, el cine es un arte abierto e ilimitado. Probablemente todo lo que puede hacerse en una película puede hacerse de otra manera, pero —y esto es lo milagroso y útil del cine— el cine puede hacer casi todo lo que puede hacer cualquier otro arte (ya sea solo o en combinación), y puede asumir algunas de las funciones de la exploración, el periodismo, la antropología, o de casi cualquier rama del conocimiento. Vamos al cine por la variedad de lo que puede ofrecernos y por su maravillosa capacidad de darnos, fácil, barata (y normalmente indoloramente), lo que otras artes también pueden brindar. Es un arte maravillosamente conveniente.

En culturas donde las películas extranjeras lo son de verdad, el cine se consume de forma mucho más primitiva que en su país de origen; puede disfrutarse como una especie de guía turística, o como iniciación en la forma de vida de otros, o de maneras que quizás no imaginamos. El cinéfilo sofisticado y experimentado puede olvidar lo nuevo y asombroso que le resultaban esos mundos proyectados en la pantalla cuando los descubrió por primera vez, y puede olvidar cuántas cosas percibe y recibe un niño, muchas veces por primera vez. Incluso adultos que han visto muchas películas pueden considerar “genial” una película simplemente porque los introduce a un tema que no conocían; así, muchos espectadores reaccionan ante Portrait of Jason o The Queen con tanta ingenuidad como un niño. Les parecen maravillosas. Los argumentos más trillados y los gags más gastados pueden resultar asombrosos para un niño, del mismo modo en que el tráfico de autopista en una película melodramática de bajísimo presupuesto puede parecer mágico para un aldeano que nunca ha visto un auto. Un niño puede incluso disfrutar de una película como Jules et Jim por su espíritu lúdico, sin comprenderla como lo harían sus padres, del mismo modo en que nosotros podemos disfrutar una película italiana como comedia sexual aunque en Italia se considere una crítica social o una sátira política. A Jean-Luc Godard le gustaba la película Pal Joey, y supongo que un miserable musical estadounidense como Pal Joey puede parecer bueno en Francia, ya que no se me ocurre ni un solo buen número de danza interpretado por bailarines franceses en una película francesa. Los franceses disfrutan lo que no pueden hacer, y nosotros disfrutamos los estudios franceses sobre los sufrimientos del amor adolescente, que parecerían cursis si se hicieran en Hollywood. Una película como Las señoritas de Rochefort demuestra cómo incluso un francés talentoso que adora los musicales americanos puede malinterpretar sus convenciones. Pero sería tan absurdo decir que el director Jacques Demy no puede amar los musicales estadounidenses porque no entiende sus convenciones como decirle a un niño que no pudo haber disfrutado El planeta de los simios porque no entendió sus referencias irónicas al juicio Scopes.

Cada tanto, leo informes antropológicos sobre cómo ciertas tribus prealfabetizadas reaccionan ante el cine; pueden, por ejemplo, alterarse porque no entienden adónde fue el actor cuando sale del encuadre, o responder con entusiasmo al ruido y la congestión de la vida urbana —que, en la lógica de la historia, debían mostrar la despersonalización extrema de la vida moderna— pero que a ellos les parece graciosa o incluso alegre. Cada cultura tiene su forma particular de disfrutar el cine. Hace unos años, los nuevos “tribalistas” en nuestro país respondieron a las fantasías recargadas de Julieta de los espíritus usándola como vehículo para alucinar. Algunos ya habían tenido un “viaje” con , pero Julieta, que convenientemente (y quizás no del todo por accidente) estaba filmada en un color eléctrico y psicodélico, se volvió popular por eso. (El color era espantoso, como en los peores musicales de la MGM —así que cabe preguntarse sobre la calidad de esos viajes.)

El nuevo tribalismo en la era de los medios no es necesariamente enemigo del comercialismo; es un derivado directo del mismo y su aliado, quizás incluso su instrumento. Si una película tiene suficiente fuerza, los críticos y columnistas que inicialmente se aburrieron son capaces de darle otra oportunidad, hasta que, en el segundo o tercer visionado, descubren que los afecta “visceralmente” —y una película grande y costosa probablemente lo haga. Se dice que 2001: Odisea del espacio se volvió popular entre los jóvenes (que tienen el poder de convertirla en fenómeno); y se dice que la película “te coloca” —lo cual se considera una recomendación. A pesar de algunas voces disidentes —he escuchado que 2001 “te da un mal viaje porque las imágenes no encajan con la música”—, la campaña promocional ha sido notablemente eficaz entre estudiantes. “Las tribus” se conectan tan rápido que estudiantes universitarios separados por miles de kilómetros “ya han oído” qué buen viaje es 2001 incluso antes de que llegue a su ciudad.

Usar películas para “viajar” tiene tanto que ver con el arte cinematográfico como usar una de esas comedias de Doris Day y Rock Hudson para sacar ideas de decoración del hogar —una forma anterior de colocarse. Pero sí resulta relevante, si queremos entender el cine, separar —aunque sea con fines de discusión— el modo en que usamos personalmente una película (para aprender a vestirnos, a hablar con más elegancia, a hacer una entrada triunfal o incluso qué tipo de cafetera comprar, o para despegarnos en una fantasía romántica o un viaje) de lo que la hace una buena o una mala película, porque, por supuesto, podemos usar películas malas tan fácilmente como las buenas, quizás incluso más fácilmente para fines no estéticos como catálogos de compras o disparadores psicodélicos.

 

V

Generalmente nos interesamos por las películas porque nos gustan, y lo que nos gusta de ellas tiene poco que ver con lo que pensamos como arte. Las películas a las que respondemos, incluso en la niñez, no comparten los mismos valores que la cultura oficial apoyada en la escuela y en el hogar de clase media. En el cine vemos tanto lo bajo como lo alto de la vida, mientras David Susskind y los críticos moralistas nos reprenden por no preferir lo que ellos creen que deberíamos, películas “realistas” que serían buenas para nosotros — como Un racimo de uvas secas (A Raisin in the Sun), donde podríamos aprender la lección de que una familia negra puede ser tan aburrida como una familia blanca. El público acepta mucha basura, pero es bastante difícil hacernos hacer fila para la pedagogía. En el cine queremos otro tipo de verdad, algo que nos sorprenda y que resuene en nosotros como gracioso, exacto o quizá asombroso, tal vez incluso asombrosamente bello. Encontramos pequeñas cosas incluso en películas mediocres o malas — José Ferrer tomando su bebida con una pajilla en Enter Laughing, el rostro duro, aterrador y muy americano de Scott Wilson que atraviesa las pretensiones de A sangre fría con toda su cinematografía sombría y elaborada. Tenemos, y aún recordamos, la sorprendente profundidad de sentimiento de Tony Randall en Las siete caras del doctor Lao, a Keenan Wynn y Moyna Macgill en la escena del lunch de The Clock, a John W. Bubbles en la pista de baile en Cabin in the Sky, la inflexión que Gene Kelly dio a la frase “Soy un joven en ascenso” en Du Barry Was a Lady, o a Tony Curtis diciendo “con avidez” en Sweet Smell of Success. Aunque el director haya sido responsable de sacarlas a la luz, lo que más nos conmueve y recordamos es el material humano. El arte de los intérpretes permanece fresco para nosotros, su belleza tan bella como siempre. Hay tantas cosas que recibimos — la secuencia de la resaca ingeniosamente diseñada para la pantalla CinemaScope en The Tender Trap, la atmósfera de las oficinas de periódico en The Luck of Ginger Coffey, el automat enloquecido en Easy Living. ¿Realmente necesitamos mentir y cambiar las cosas a términos falsos — como quienes deben decir que Sophia Loren es una gran actriz, como si su actuación la hubiera hecho una estrella? ¿No preferiríamos verla a ella antes que a mejores actrices porque es increíblemente encantadora y probablemente el mejor modelo que el mundo haya conocido? Hay grandes momentos como Angela Lansbury cantando “Little Yellow Bird” en Dorian Gray. (No creo haber tenido nunca un amigo que no apreciara también a esa chica y esa canción.) Y hay pequeños momentos absurdamente acertados — en Saratoga Trunk cuando Curt Bois le dice a Ingrid Bergman: “Eres muy hermosa,” y ella responde: “Sí, ¿no es afortunado?” Esos momentos tienen una relación más cercana con el arte que lo que los maestros nos decían que era verdadero y bello. No es que las obras que estudiamos en la escuela no fueran a menudo grandes (como descubrimos después), sino que lo que los maestros nos decían que admiráramos (y si los textos actuales son indicativos, todavía les dicen a los estudiantes que las admiren por eso) era generalmente tan falso, embellecido y moralista que los momentos que podrían haber sido placenteros, purificadores y también subversivos, quedaron cubiertos.

Debido a la naturaleza fotográfica del medio y al bajo precio de la entrada, el cine tomó su impulso no de la seca imitación de la alta cultura europea, sino del espectáculo de ventanilla, del show del Lejano Oeste, del music hall, de la tira cómica, de lo tosco y común. Los primeros cortos de Chaplin aún parecen sorprendentemente lascivos, con chistes de baño, borracheras y odio al trabajo y a las formalidades. Y los tiroteos del western ciertamente no eran las nociones de arte que los maestros tenían, que en mis días escolares tendían más hacia la poesía didáctica y las estatuas “perfectamente proporcionadas” y que con los años evolucionaron hacia buenas historias, “buen gusto” y “excelencia” que puede ser más venenoso que las homilías y las figuritas delicadas porque entonces tenías una idea más clara de a qué te enfrentabas y era más fácil pelear. Y esto, claro, era de lo que escapábamos cuando íbamos al cine. Durante toda la semana esperábamos el sábado por la tarde y el santuario — el anonimato e impersonalidad de sentarse en un teatro, simplemente disfrutando, sin tener que ser responsables, sin tener que ser “buenos.” Tal vez solo quieres mirar a las personas en la pantalla y saber que ellas no te miran a ti, que no te van a criticar.

Quizá el placer más intenso del cine sea ese placer no estético de escapar de las responsabilidades de tener las respuestas correctas que nos exige la cultura oficial (la escuela). Y sin embargo, esta es probablemente la base mejor y más común para desarrollar un sentido estético porque la responsabilidad de prestar atención y apreciar es antiarte, nos pone demasiado ansiosos por el placer, demasiado aburridos para la respuesta. Lejos de la supervisión y la cultura oficial, en la oscuridad del cine donde no se nos pide nada y estamos solos, la liberación del deber y la restricción nos permite desarrollar nuestras propias respuestas estéticas. El disfrute sin supervisión probablemente no sea el único tipo que existe, pero puede sentirse como el único. La irresponsabilidad es parte del placer de todo arte; es la parte que las escuelas no pueden reconocer. No me gusta comprar “entradas duras” para una película “road show” porque odio tratar a una película como una ocasión especial. No quiero estar atado días antes; disfruto la informalidad del cine — ir cuando quiero, cuando estoy con ganas. Es la sensación de libertad respecto a la respetabilidad que siempre hemos disfrutado en el cine, llevada al extremo por American International Pictures y los westerns italianos de Clint Eastwood; están despojados de valores culturales. Podemos querer más de las películas que esta virtud negativa, pero conocemos la sensación desde la niñez cuando amábamos a los jugadores, proxenetas y las insinuaciones de groserías susurradas mientras pasaban los guardias. El atractivo del cine estaba en los detalles del crimen, la vida alta, las ciudades malvadas y en el lenguaje de los matones y niños traviesos; estaba en la sonrisa sucia de la chica de ciudad que alejaba al héroe de Janet Gaynor. Lo que nos atrae al cine en primer lugar, la apertura a experiencias otras, prohibidas o sorprendentes, y la vitalidad, corrupción e irreverencia de esa experiencia son tan directas e inmediatas y tienen tan poca conexión con lo que nos enseñaron que es arte, que mucha gente se siente más segura, siente que sus gustos se vuelven más cultivados cuando empieza a apreciar el cine extranjero. Un ejecutivo de fundación me dijo que estaba bastante molesto porque sus adolescentes habían preferido ir a ver Bonnie and Clyde en lugar de ir con él a Closely Watched Trains. Lo tomó como un signo de inmadurez. Creo que sus hijos hicieron una elección honesta, y no solo porque Bonnie and Clyde es mejor película, sino porque está más cerca de nosotros, tiene algunas de las cualidades de involucramiento directo que nos hacen importar las películas. Pero es entendible que para nosotros, como estadounidenses, sea más fácil ver arte en películas extranjeras que en las propias, debido a cómo pensamos, como estadounidenses, en el arte. El arte sigue siendo lo que creen los maestros, las damas y las fundaciones; es civilizado y refinado, cultivado y serio, cultural, bello, europeo, oriental: es lo que América no es, y es especialmente lo que las películas americanas no son. Aún así, si esos chicos hubieran elegido Wild in the Streets en vez de Closely Watched Trains también lo habría considerado una elección sana y honesta, aunque Wild in the Streets sea en muchos sentidos una película terrible. Conecta con sus vidas de manera inmediata aunque frívola, y si no vamos al cine por emoción, si incluso de niños aceptamos los estándares culturales de adultos refinados, si tenemos tan poco impulso que aceptamos el “buen gusto,” probablemente nunca realmente empezaremos a interesarnos por el cine. Nos volveremos como esas personas que “a veces van al cine americano para relajarse” pero cuando quieren algo más, se maravillan con lo colorido y artístico que es La fierecilla domada (The Taming of the Shrew) de Franco Zeffirelli, así como hace un par de décadas se impresionaban con Los zapatos rojos (The Red Shoes), de Powell y Pressburger, los Zeffirelli de su tiempo. O, si les gusta la sensación acogedora de elevación que dan las películas ligeramente caprichosas sobre gente tímida, generalmente hay una Hot Millions o algo polvoriento y algo aburrido del Este de Europa — alguna de esas películas ambientadas en la Segunda Guerra Mundial, pero tan alejadas de nuestra forma de pensar que parecen estar ambientadas en la Primera Guerra Mundial. Después, el espectador puede sentirse tan decente y virtuoso como si hubiera pasado la noche visitando a un viejo amigo sordo de la familia. Es una forma de llevar el cine de vuelta a la cultura aprobada del aula — a la gentileza — y las voces de los maestros y críticos se alzan para preguntar por qué América no puede hacer tales películas.

VI

El arte cinematográfico no es lo opuesto a lo que siempre hemos disfrutado en las películas, no se encuentra en un regreso a esa alta cultura oficial, es lo que siempre hemos encontrado bueno en las películas, solo que llevado más lejos. Es el gesto subversivo llevado un paso más allá, los momentos de excitación sostenidos por más tiempo y extendidos hacia nuevos significados. En el mejor de los casos, la película está totalmente informada por el tipo de placer que hemos estado obteniendo de fragmentos de películas. Pero estamos tan acostumbrados a buscar esos pocos buenos momentos en una película que no necesitamos perfección formal para deslumbrarnos. Hay tantas artes y oficios que intervienen en las películas y tantas cosas que pueden salir mal que no son un arte para puristas. Queremos experimentar esa euforia que sentimos cuando una película (o incluso un actor en una película) va más allá de lo que esperábamos y logra dar ese salto con éxito. Incluso una película como Les Carabiniers de Godard, insoportable de ver durante la primera hora, es emocionante para pensar después porque tiene una secuencia buena, la larga secuencia tipo postal hacia el final, que es tan increíble y brillantemente prolongada. La película ha estado arrastrándose y tropezando y luego sube a una cuerda floja y la camina, y sigue caminándola hasta que casi nos mareamos de admiración. Rara vez la cuerda floja se tensa tanto en las películas, pero debe haber una sensación de tensión en alguna parte de la película, aunque sea en el rostro de un actor secundario, no solo suspenso mecánico, o la película es solo más horas desperdiciadas. Es la película rara con la que realmente nos comprometemos, la película que nos mantiene tensos y atentos. Aprendemos a temer el “realismo” hollywoodense y todo lo que implica. Cuando, en la oscuridad, concentramos nuestra atención, nos volvemos frenéticos por eventos al nivel de la vida cotidiana que transcurren al ritmo de la vida cotidiana. Eso es el esfuerzo consciente por integridad de gente sin humor ni talento. Cuando vamos a una obra de teatro esperamos un lenguaje estilizado y elevado; el realismo aburrido de la calle es insoportablemente tedioso, aunque podemos escapar de la obra al bar más cercano para escuchar ese mismo lenguaje con alivio. Mejor la vida que el arte imitando la vida.

Si repasamos las películas que hemos disfrutado —incluso las que sabíamos que eran terribles mientras las disfrutábamos— lo que disfrutamos en ellas, la pequeña parte que era buena, tenía, de alguna manera rudimentaria, cierta frescura, algún indicio de estilo, algún rastro de belleza, algo de audacia, algo de locura. Está allí en la interacción entre Burt Lancaster y Ossie Davis, o, en Wild in the Streets, en Diane Varsi agitándose con su pandereta, en el leve tic de Hal Holbrook cuando huele problemas, en algunas líneas de Robert Thom; y tienen alguna relación con el arte aunque no parezcan lo que nos han enseñado como “calidad”. Tienen la alegría del juego. En una película mediocre o mala, las cosas buenas pueden parecer que surgen de la nada; mientras mejor sea la película, más parecen pertenecer al mundo de la película. Sin este tipo de juego y el placer que nos da, el arte no es arte, es algo castigador, como suele pasar en la escuela donde incluso las pequeñas bromas de los artistas se vuelven pesadas con la explicación.

Teniendo en cuenta esa simple y buena distinción de que todo arte es entretenimiento, pero no todo entretenimiento es arte, también podría ser buena idea recordar que si se dice que una película es una obra de arte y no la disfrutas, la culpa puede estar en ti, pero probablemente está en la película. Por la presión del dinero y la publicidad, muchos críticos descubren una obra maestra fresca cada semana, y existe esa esnobismo cultural, ese hambre de respetabilidad que determina la selección de las obras maestras anuales aún mayores. En las películas extranjeras lo que más se confunde con “calidad” es una imitación del arte cinematográfico anterior o una derivación de obras respetables y aprobadas en otras artes — como el pintor-heroé sufriente y demente de Hour of the Wolf que se embadurna el lápiz labial en una imitación de angustia expresionista. Recibido con patadas en las costillas, la prensa dice “arte” cuando “ay” sería más apropiado. Cuando se dice que un director es un artista (generalmente basándose en trabajos anteriores que la prensa no reconoció) y especialmente cuando escoge temas artísticos como el dolor de la creación, tiende a aplaudir su nueva obra mala. Así la prensa, intentando enmendar errores pasados, logra equivocarse todo el tiempo. Y así una película de revancha como La novia vestía de negro de Truffaut es tratada respetuosamente como si revelara la sensibilidad de un artista en cada plano. Los críticos que se reirían de Lana Turner actuando de femme fatale en otra película de Ross Hunter se emocionan cuando Jeanne Moreau lanza miradas significativas para Truffaut.

En las películas americanas lo que más se confunde con calidad artística es el éxito en taquilla, especialmente si se combina con una genuflexión a la importancia; entonces tienes “una película de la que la industria puede estar orgullosa” como Matar a un ruiseñor o ganadores del Oscar como West Side Story, My Fair Lady o Un hombre para la eternidad. Fred Zinnemann hizo una buena variante moderna de un western, The Sundowners, y casi nadie la vio hasta que la pasaron por televisión; pero Un hombre para la eternidad tenía apariencia de prestigio y la prensa se sintió honrada de elogiarla. No estoy seguro de que la mayoría de los críticos de cine consideren lo que realmente disfrutan como algo central para la crítica. Algunos parecen pensar que eso sería fiarse demasiado de sus propios gustos, ser demasiado personal en lugar de “objetivo” — confiar en los términos prefabricados de respetabilidad cultural y en el juicio consensuado (que, en un grado bastante chocante, puede ser organizado por publicistas que crean un clima de importancia alrededor de una película). Así como los directores, a medida que envejecen, anhelan lo que significaba la respetabilidad en su juventud y aspiran a propiedades culturales prestigiosas, también la prensa cinematográfica desea ser elevada en términos de los valores culturales de sus antiguas escuelas. Por eso, junto con la industria, aplauden actuaciones “tour-de-force” espantosas, películas basadas en éxitos teatrales “distinguido” o novelas premiadas, o películas “valiosas”, que hacen una “contribución” — películas con mensaje “serio”. Esto a menudo implica elogiar películas malas, aburridas o incluso elogiar en buenas películas lo peor de ellas.

Este último mecanismo puede verse en los honores otorgados a En el calor de la noche. Lo mejor de la película es ese momento cómico cuando Poitier dice, “Soy policía,” porque es una inversión de las expectativas del público y nos reímos con alivio encantado de que la película no será otro ejercicio autocomplaciente y moralista a la antigua usanza de Stanley Kramer. En ese punto el público cobra vida. La película es divertida en gran parte por la idea central de un Sherlock Holmes negro en un dibujo animado de Tom y Jerry de inversiones. El color de Poitier se usa para la comedia en lugar de para esa dimensión extra de ironía y patetismo que hacía que películas como To Sir, with Love fueran insoportablemente sentimentales. No interpreta muy bien al superdetective: es demasiado recto incluso cuando dice ese tipo de tonterías científicas sobre ser diestro o zurdo que habrían dejado a Basil Rathbone en un éxtasis de dicción precisa, parpadeo y cejas levantadas. Como Bogart en Beat the Devil, Poitier parece no estar en el chiste. Pero Rod Steiger compensó con una actuación cómica que fue aún más divertida por lo inesperada — no solo para la carrera de Steiger que había ido en otras direcciones, sino después de la apertura aparentemente seria del filme. Sin embargo, la prensa elogió la película como si fuera exactamente el tipo de filme que el público estaba tan aliviado de descubrir que no iba a ser (excepto en sus secuencias melodramáticas rutinarias llenas de valor falso y los clímax como Poitier abofeteando a un sureño blanco rico o siendo atacado por matones blancos; salvo eso, en sus peores partes). Cuando la vi, el público, tanto negro como blanco, disfrutó del chiste del detective negro astuto y supereducado explicándole las cosas al torpe y atrasado jefe de policía sureño. Este chiste racial es mucho más abierto e inofensivo que la habitual “ironía” de que Poitier sea tan bueno y tan negro. Por una vez es divertido (en lugar de embarazoso) que él sea tan superior a todos.

En el calor de la noche no es en sí una película particularmente importante; fotográficamente increíblemente viva, es una comedia-thriller entretenida y algo desordenada. El director Norman Jewison arruina el chiste final cuando Steiger hace de asistente de Poitier con sentimiento tierno, por lo que queda empalagoso, y es una lástima que un whodunit cuyo punto central es la demostración de la capacidad del detective negro para desentrañar lo que el jefe de policía blanco no puede, nunca quede claramente resuelto. Tal vez necesitaba un superdirector negro. (La película podría haber sido más que un whodunit animado si el detective hubiera resuelto el crimen no por medios “científicos” sino por un entendimiento de las relaciones en el Sur que el jefe blanco no tenía). Lo que lo hace interesante para mis propósitos aquí es que el público disfrutó la película por la vitalidad de su sorprendente juego, mientras la industria se felicitaba porque la película era “contundente” — es decir, coqueteaba con la seriedad y vomitaba ideas cálidas y valiosas.

Quienes pueden aceptar En el calor de la noche como la película socialmente consciente que la industria señalaba con orgullo, probablemente también acepten la forma en que la prensa atacó la película siguiente de Jewison, El caso Thomas Crown, como basura y fracaso. Incluso se podría jugar el mismo juego que se hizo con En el calor de la noche y convertir el frívolo Crown en un ejercicio sub-fascista porque, claro, Crown, el superhombre que se vuelve criminal por aburrimiento, es el hijo corrupto de El manantial y de Raffles. Pero eso es tomar demasiado en serio las fantasías brillantes de verano: no hemos tenido una película de fantasía de ejecutivo junior en mucho tiempo y atacar este retorno del género de ladrones caballeros mundanos de Ronald Colman y William Powell políticamente es no tener sentido del humor sobre el pequeño fascista romántico-adolescente que llevamos dentro. Parte de la diversión del cine es que nos permite ver cuán tontas son muchas de nuestras fantasías y cuán compartidas están. Un entretenimiento romántico ligero como El caso Thomas Crown, basura sin disfraz, es el tipo de película mala pero chic que (uno habría pensado) nadie podría ser engañado para pensar que era arte. Verla es como tumbarse al sol pasando revistas de moda y, como solíamos decir, sentirse rico y hermoso más allá de tus sueños más salvajes.

Pero no es fácil aceptar lo que uno disfruta en las películas, y si una generación mayor fue persuadida para descartar la basura, ahora una generación más joven, con la prensa y las escuelas detrás, ha comenzado a hablar de la basura como si fuera realmente arte muy serio. Los periódicos universitarios y la nueva prensa en todo el país están llenos de una hilarante nueva forma de escolasticismo, con estudiantes usando su educación para inventar razones impresionantes para disfrutar platos muy simples y tradicionales. Aquí hay una comunicación de Cambridge a un periódico de Boston:

Al Editor:

The Thomas Crown Affair es fundamentalmente una película sobre la fe entre las personas. En muchos sentidos, me recuerda a una especie de fábula antigua actualizada, o cuento, sobre una prueba definitiva de fe. Es una película sobre un romance (fíjese en el título), con una subtrama de un robo bancario, y no al revés. La sutileza del filme está en cómo la trama externa se usa como matriz para desarrollar motivos serios, de manera similar a como funcionaba Heat of the Night.

Aunque Thomas Crown es un personaje atractivo y fascinante, Vicki es la protagonista. Crown es constante, predecible: busca el peligro personal para sentirse superior al sistema del que forma parte, y para hacer su vida, por lo demás demasiado cómoda, más interesante. Vicki está atrapada entre dos elementos opuestos dentro de ella, que, por conveniencia, llamaría masculino y femenino. A pesar de su glamour, al principio es básicamente masculina, en un trabajo tipo hombre, despiadada, en busca de prestigio y riqueza. Pero Crown hace aflorar lo femenino en ella. Su prueba es una prueba de su feminidad. Lo masculino responde al desafío. Allí reside la patética revelación final. Su egocentrismo no había cedido ante el de él.

En este contexto psíquico se explora la posibilidad de establecer la fe. El movimiento de la película se dirige hacia el enigma final de Vicki. Su ambivalencia es proporcional al peligro creciente para Crown. El suspenso reside en cómo ella responderá a su dilema, más que en si Crown escapará o no.

Considero que The Thomas Crown Affair es una película única y fascinante, soberbia en su diseño visual y técnico, y atrapante por el problema alegórico de la fe humana.

The Thomas Crown Affair es bastante basura aceptable, pero no deberíamos convertir lo que disfrutamos en falsos términos derivados de nuestro estudio de otras artes. Eso sería ser falso con lo que disfrutamos. Si fue moralista para una generación anterior de críticos sentir vergüenza por lo que disfrutaban y tener que despreciar el entretenimiento popular, es aún más moralista para una nueva generación de cineastas estar tan orgullosos de lo que disfrutan que usan su educación para tratar de colocar la basura dentro de la tradición académica aceptable. Lo que el chico de Cambridge está haciendo es una forma más astuta de esa elevación y falsificación de gente que habla de Loren como una gran actriz en lugar de una mujer hermosa y divertida. La basura no pertenece a la tradición académica, y esa es parte de la diversión de la basura: que sabes (o deberías saber) que no tienes que tomarla en serio, que nunca fue más que frívola, trivial y entretenida.

Es espantoso leer estudios académicos solemnes sobre Hitchcock o von Sternberg de gente que parece haber perdido de vista la razón principal para ver películas como Notorious o Morocco: que no estaban destinadas a ser solemnes, sino juguetonas, inventivas y un poco (a menudo deliberadamente) absurdas. Y lo que tienen de bueno, lo que las relaciona con el arte, es esa ludicidad y ausencia de solemnidad. Se habla ahora de la técnica de von Sternberg — su uso de la luz, el decorado y el detalle — y él es, por supuesto, un maestro del kitsch en estas áreas, un maestro de la artificiosidad estudiada y el exceso bello. Desafortunadamente, algunos estudiantes toman esta técnica como prueba de que sus películas son obras de arte, lo que creo es otra falsificación de lo que realmente les atrae: el glamur romántico y satisfactorio de su preciosa basura. Morocco es basura genial, y las películas son tan rara vez gran arte, que si no podemos apreciar la gran basura, tenemos muy poco motivo para interesarnos en ellas. El kitsch de una época anterior — incluso el mejor kitsch — no se convierte en arte, aunque sí puede volverse camp. Las películas de von Sternberg se volvieron camp incluso cuando todavía las hacía, porque a medida que el sentimiento romántico desaparecía de su basura — cuando se enamoró tanto de sus propios efectos bonitos que convirtió su material humano en piezas decorativas sin vida ni emoción — su estilo absurdo y trash fue todo lo que quedó. Ahora nos dicen en publicaciones respetables de museos que en 1932 una película como Shanghai Express “fue completamente malinterpretada como una aventura sin sentido” cuando, en realidad, fue completamente entendida como una aventura sin sentido. Y disfrutada como tal. Es una forma peculiar de locura cinematográfica cruzada con academicismo, este bajo nivel que se disfraza de alto nivel, comiendo un caramelo y limpiando un “problema alegórico de la fe humana” de tus dientes. Si siempre quisiéramos obras de complejidad y profundidad, no iríamos a ver películas de ladrones glamorosos y mujeres seductoras que cantan en cafés baratos; y si amamos Shanghai Express no fue por su intelecto, sino por el glorioso pecado de Dietrich diciéndole a Clive Brook: “Se necesitó más de un hombre para cambiar mi nombre a Shanghai Lily” y por el jefe oriental villano (¡Warner Oland!) lanzando la frase clásica: “La mujer blanca se queda conmigo.”

Si no negamos los placeres que ofrece cierto tipo de basura y aceptamos The Thomas Crown Affair como un ejemplo bastante justo de basura entretenida, entonces podemos preguntarnos si esta basura tiene alguna relación con el arte. Y creo que sí. Steve McQueen da probablemente su actuación más glamorosa y a la moda hasta ahora, pero aunque lo disfruto mucho, no llamaría su actuación arte. Es artística, sin embargo, y eso es justo lo que se necesita en este tipo de vehículo. Si hubiera tenido más suerte, si el guion hubiera dado lo que tristemente carece, ese tipo de diálogo sofisticado — el lenguaje sexy y cotidiano — que escritores como Jules Furthman y William Faulkner dieron a Bogart, y si el director Norman Jewison tuviera la ligereza de toque de Lubitsch, McQueen podría ser aclamado como un artista “pulido” y elegante. Incluso en este entorno defectuoso, hay una autoconciencia en su actuación que hace que su elegancia sea divertida. Y Haskell Wexler, el director de fotografía, se suelta con todo un arsenal de trucos, inundando la pantalla con su deleite por la belleza, filmando por todas partes y parodiando el material. Y los juegos de Pablo Ferro con la pantalla dividida al principio son juegos conscientes e ingeniosos diseñados para atraernos a mirar intensamente algo de poco interés. Lo que eleva esta basura, lo que la hace entretenida, es claramente que algunos de los involucrados, sabiendo que trabajaban con un guion tonto y superficial y una película que no trataba de nada serio, aprovecharon la oportunidad para divertirse. Si el director Norman Jewison hubiera podido construir una película en lugar de armar un collage de secuencias, Crown podría haber tenido la oportunidad de ser considerada una película de la clase y género de Trouble in Paradise de Lubitsch. No llega a eso porque para transformar este tipo de kitsch y convertirlo en arte se necesita esa gracia unificadora, esa formalidad y encanto que un Lubitsch podía dar a veces. Aun así, en esta película hay algunas notas de gracia en la ludicidad de McQueen, y en el trabajo de Wexler y Ferro. Trabajar con basura, sentirse libre para jugar, puede relajar a los actores y técnicos, así como ver basura puede liberar al espectador. Y como no obtenemos esta cualidad lúdica del arte mucho en el cine salvo en la basura, mejor relajémonos y disfrutémosla libremente por lo que es. No confío en nadie que no admita haber disfrutado en algún momento de su vida películas americanas basura; no confío en el gusto de quienes nacieron con tan buen gusto que nunca tuvieron que abrirse camino a través de la basura.

Hay un momento en Children of Paradise cuando el noble rico (Louis Salou) se vuelve contra su amante, la plebeya perlada Garance (Arletty). Se queja de que en todos sus años juntos nunca tuvo su amor, y ella responde: “Hay que dejar algo para los pobres.” No pedimos mucho a las películas, solo algo pequeño que podamos llamar nuestro. ¿Quién no ha ido alguna vez con diligencia a ver esa fina película extranjera y luego se ha metido en la basura americana más cercana? No solo somos personas educadas y con gusto, también somos gente común con sentimientos comunes. Y nuestros sentimientos comunes no son todos malos. Esperabas algo de vida en esa basura que estabas bastante seguro no encontrarías en la respetada “película de arte.” Ya habías descubierto hace tiempo que tampoco lo hallarías en ciertos tipos de películas americanas. La industria ahora adopta un tono neovictoriano, orgullosa de sus (pocas) películas “buenas y limpias” — que siempre son sus peores películas porque casi nada logra atravesar las superficies engreídas, y hasta el talento de los intérpretes se vuelve cursi y empalagoso. La basura de acción más baja es preferible al entretenimiento familiar sano. Cuando los limpias, cuando haces respetables las películas, las matas. La fuente de su arte, de su grandeza, está en no ser respetables.

 

VII

 

¿La basura corrompe? Un puritanismo chiflado aún florece en las artes, no solo en el enfoque de los profesores que quieren que el arte sea “valioso”, sino también en las altas esferas de la vida académica, con esos ideólogos que nos denuncian por disfrutar de la basura como si ese disfrute nos alejara del arte nuevo realmente perturbador y enfadado de nuestro tiempo y de alguna manera nos destruyera. Si tuviéramos que justificar nuestros placeres triviales y tontos, lo tendríamos difícil. ¿Cómo podríamos justificar la diversión de conocer a algunos personajes en película tras película, como Joan Blondell, la rubia descarada con corazón de oro, o esperar a que la heroína virtuosa, pequeña y de rasgos diminutos, diga su frase para poder escuchar la réplica de su novia dura y sarcástica (Iris Adrian era mi favorita)? O, cuando la película se volvía demasiado monótona, aparecía el interludio musical, introducido “con atmósfera” cuando policías y ladrones estaban juntos en un club nocturno de fantasía y todo se detenía mientras una chica cantaba. A veces era lo más encantador de la película, como Dolores del Río cantando “You Make Me That Way” en International Settlement; a veces rezumaba un sentimentalismo empalagoso, como “Oh Give Me Time for Tenderness” en Dark Victory, con la moribunda Bette Davis cantando junto a la cantante. Los placeres de esta clase de basura no son intelectualmente defendibles. Pero ¿por qué el placer necesita justificación? ¿Se puede demostrar que la basura nos insensibiliza, que impide a las personas disfrutar algo mejor, que limita nuestro rango de respuesta estética? Nadie que yo conozca ha proporcionado tal demostración. ¿Acaso incluso las películas de Disney o las de Doris Day nos hacen daño duradero? Nunca conocí a alguien a quien pensara que le hicieron daño, aunque me parece que sí afectan el tono de una cultura, que quizás —y no quiero ser irónico— nos envenenan colectivamente aunque no nos dañen individualmente. Hay mujeres que quieren ver un mundo en el que todo sea bonito y alegre y en el que el romance triunfe (Barefoot in the Park, Any Wednesday); familias que quieren que las películas sean una inspiración inocua, un buen ejemplo para los niños (The Sound of Music, The Singing Nun); parejas que quieren un humor rural y sencillo (A Guide for the Married Man) por el que aún van a espectáculos de Broadway. Estas personas son la razón por la que películas pulidas, trilladas y podridas hacen dinero; son la razón por la que tan pocas películas son buenas. Y de ese modo, esta terrible cultura conformista nos afecta a todos. Sin duda, limita y estrecha las oportunidades para los artistas. Pero esa no es la basura que normalmente se ataca. He evitado usar el término “basura inocua” para películas como The Thomas Crown Affair, porque eso me pondría del lado de los ángeles — contra la “basura dañina”, y honestamente no sé qué es eso. Es común que la prensa llame “brutalizadoras” a las películas de acción baratas y violentas, pero eso dice menos sobre efectos reales y demostrables que sobre los gustos quisquillosos de los críticos — quienes a menudo aprecian la violencia en contextos más caros y “artísticos” como Petulia. Es casi un prejuicio de clase, esta suposición de que las películas mal hechas, las que no tienen aspecto artístico, son malas para la gente.

Si hay un poco de arte en la basura buena y a veces incluso en la basura mala, puede haber más basura de la que generalmente se reconoce en algunas de las películas “artísticas” más aclamadas. Películas como Petulia y 2001 pueden ser no más que basura en los disfraces más recientes y modernos, usando “técnicas artísticas” para darle a la basura el aspecto de arte. El aspecto serio y artístico puede ser la última moda en basura cara. Todo ese “arte” puede ser lo que impide que películas como estas sean basura disfrutable; no son honestamente malas, son muy elaboradas y se toman en serio sus malas ideas.

Rara vez he visto una película más desagradable, más antipática (o más sangrienta) que Petulia, y supongo que su éxito comercial representa un triunfo de la publicidad — y no el simple hecho de poner anuncios. Es una película muy extraña y la gente puede, por supuesto, gustarle por todo tipo de razones, pero creo que muchos pueden disgustarla tanto como a mí y aun así sentir que deberían impresionarse; los educados y privilegiados ahora pueden ser más susceptibles a los medios masivos que el público general — ciertamente son más fáciles de alcanzar. La publicidad sobre Richard Lester como artista ha ido ganando un impulso extraordinario desde A Hard Day’s Night. Un éxito crítico que también es un éxito comercial convierte al director en un genio; es un mago que hizo dinero con arte. Los medios compiten vorazmente por historias cada vez más grandes, por piezas de “tendencia” y ensayos editoriales, porque una vez que comienza el proceso se considera noticia. Si Lester está “en la escena”, una revista que no lo ayudó a impulsarse siente que le han ganado la primicia. Petulia es la fiesta de “ven disfrazado como el alma enferma de América” y en la secuencia inicial llegan los invitados — víctimas ricas de accidentes de carretera con yesos y sillas de ruedas, como el espíritu del 76 que viene a la noche de estreno de la ópera. Es ciencia ficción de horror — un mundo nuevo y chillón con bailes de caridad en los que te invitan a “Bailar por la Seguridad Vial”.

Lester eligió San Francisco para su ataque a América justo como en How I Won the War eligió la Segunda Guerra Mundial para atacar la guerra. Es decir, parece un ataque frontal real a la guerra misma si atacas la guerra que mucha gente considera una guerra justa. Pero luego se concentró no en los problemas de esa guerra sino en los odios de clase entre oficiales y soldados británicos — que no defendían Londres ni bombardeaban Alemania, sino que estaban construyendo un campo de cricket en África. En Petulia, su carta de odio a América, traslada la novela, cambiando la localización de Los Ángeles a San Francisco, presumiblemente, otra vez, para enfrentar el gran desafío mostrando que incluso lo mejor que el país tiene para ofrecer está podrido. Pero luego esquiva el desafío que se plantea a sí mismo haciendo que San Francisco parezca Los Ángeles. Y si debe poner feriantes en Golden Gate Park e inventar excursiones dominicales para niños a Alcatraz, si debe inventar caricaturas tan absurdas del gasto épico y el comercialismo como moteles automatizados y televisores falsos, si debe proveer su propia fealdad, histeria y locura y usar filtros para destruir la hermosa luz de la ciudad, si, en resumen, debe falsear América para hacerla aparecer odiosa, ¿qué es lo que realmente odia? Es como un policía corrupto que incrimina a un sospechoso con pruebas falsas. Nunca descubrimos por qué: está demasiado interesado en hacer un caso llamativo como para examinar lo que está haciendo. Y los críticos parecen reacios a hacer preguntas que podrían exponerlos a la acusación de que todavía buscan significado en vez de, en el nuevo lenguaje, solo reaccionar a las imágenes — preguntas como por qué la película sigue yuxtaponiendo tomas de cirugía sangrienta con tomas de grupos de rock como Grateful Dead o Big Brother and the Holding Company y tomas de la guerra de Vietnam. ¿Qué se supone que deben hacernos estos pequeños montajes — hacernos sentir que incluso el héroe (un cirujano esforzado que salva vidas) está implicado en la guerra y que de algún modo la música popular contemporánea también está aliada a la destrucción y la muerte? (Pensaba que solo los moralistas soviéticos creían eso.) Las imágenes de Petulia no hacen conexiones válidas, están unidas para causar impacto y emoción, y no creo en el brillo de un método que equipara hippies, guerra, cirugía, riqueza, decadentes sureños, corridas de toros, etc. La mezcla de Lester es casi tan fraudulenta como Mondo Cane; Petulia explota cualquier material chocante que pueda juntar para darle falsa importancia a una historia sobre Holly Golightly y el Hombre del Traje Gris. El estilo de mosaico cortante y brillante de Petulia es una armadura que protege a Lester de la tarea del artista; este tipo de “estilo” ya no engaña tanto en la escritura, pero deja atónitos a los espectadores en el cine.

Los directores en apuros recurren a lo que les gusta llamar “estilo personal” — aunque lo impersonal que suele ser se puede ilustrar con Petulia — que no está editado en el estilo rítmico y de modulaciones gráficas asociado con Lester (y visto más distintivamente en su mejor editada, aunque no necesariamente mejor película, Help!) sino en el estilo del cirujano cinematográfico Anthony Gibbs, que fue su montador, y que le dio el mismo tipo de cortes que usó en The Loneliness of the Long Distance Runner y en su operación de rescate con Tom Jones. Este es, en gran parte de Petulia, el método de edición más loco y obvio jamás ideado; mantener al público saltando con cortes, yuxtaponer imágenes impactantes, cualquier cosa para la efectividad, solo hacerlo brillante — con el director aparentemente sin asumir responsabilidad por las conexiones implícitas. (El estilo de edición deriva de Alain Resnais, y aunque es discutible en sus películas, él lo usa responsablemente y no solo oportunistamente.)

Richard Lester, el director de Petulia, es una regañona estridente con ropas Mod. Considera una secuencia como aquella en la que la heroína golpeada hasta quedar hecha un desastre es sacada en ambulancia, mientras los hippies hacen comentarios estúpidos e insensibles. Es embarazoso recordatorio de los comentarios de gente mayor sobre los sub-pre-hippies juveniles de The Knack. Lester simplemente ha cambiado de villanos. ¿Está diciendo que América está tan podrida que hasta nuestros hippies son malignos? Sospecho que sí, pero ¿por qué? Lester tomó un camino a la moda y fácil para atacar a América, y debido a la guerra de Vietnam, algunas personas están dispuestas a aceptar los montajes sangrientos que les hacen sentir que todos somos culpables, ricos, violentos, malcriados, incapaces de relacionarnos, etc. Probablemente el director que hizo tres celebraciones de juventud y libertad (A Hard Day’s Night, The Knack, y Help!) ahora está desesperado por ampliar su rango y convertirse en un director “serio”, y esta es la nueva apariencia de la seriedad.

Es fácil burlarse de los ingredientes familiares de la basura — la heroína loca que roba una tuba (que no es como lo mejor de Carole Lombard sino como lo peor de Irene Dunne), el marido vagamente impotente y sin sentido, Richard Chamberlain (de vuelta a los ricos, blandos y débiles de David Manners), y Joseph Cotten como otro decadente sureño loco y vicioso soltando líneas malvadas. (Ni siquiera Victor Jory en The Fugitive Kind era mucho más cruel.) Lo terrible no es tanto esta basura convencional y débil, sino los intentos del director de convertirlo todo en arte chispeante y comentario ardiente; lo realmente horrible es la basura de sus ideas y efectos artísticos.

¿Hay algo de arte en esta película obscenamente autocomplaciente? Sí, pero en un formato así las pocas buenas ideas no brillan como en la basura más sencilla; tenemos que atravesar tanta desagradabilidad y exhibicionismo para llegar a ellas. Lester debería confiar más en sí mismo como director y dejar de hacer el truco del mago del cine, porque hay dirección buena y tensa en unas pocas secuencias. Sacó una buena actuación de George C. Scott y una secuencia de discordia post-matrimonial entre Scott y Shirley Knight que, aunque sobreactuada, no es tan visiblemente exagerada como el resto de la película. Empieza a sugerir algo interesante de lo que podría haber tratado la película. (Shirley Knight debería, sin embargo, dejar de tocarse el cabello como una avara con su tesoro de oro; ya es hora de que consiga otro objeto de utilería). Y Julie Christie es extraordinaria solo para verla — lasciva y ansiosa, expresiva y vacía, brillantemente facetada pero con algo central ausente, casi como si no hubiera mujer dentro.

VIII

 

2001 es una película que podría haber sido hecha por el héroe de Blow-Up, y es divertido pensar en Kubrick realmente haciendo todas las cosas tontas que quiso hacer, construyendo enormes decorados y equipos de ciencia ficción, sin siquiera molestarse en saber qué iba a hacer con ellos. Fellini también se había dejado llevar por el enfoque tipo “juguete de construcción” para hacer películas, pero su gran construcción de ciencia ficción, que se mostró al final de , fue abandonada. Kubrick tampoco hizo realmente su película, pero parece que no se da cuenta. A algunas personas les gusta el material de American International Pictures porque es bastante idiota y quizás a algunos les encanta 2001 solo porque Kubrick hizo todas esas cosas estúpidas, actuando una especie de fantasía de un loco súper fanático de la ciencia ficción. En cierto sentido, es la película amateur más grande de todas, incluso incluye la escena obligatoria de película amateur — la hija pequeña del director (con rizos) diciéndole a papá qué regalo quiere.

Hubo una pequeña secuencia antes del título en You Only Live Twice con un astronauta en el espacio que tenía un estilo más suelto y libre que 2001 — un momento atrevido que creo que fue más divertido que toda 2001. Tenía un elemento inesperado, el choque de encontrar la muerte en el espacio de forma lírica. Kubrick se deja llevar por la idea. El subtítulo secundario de Dr. Strangelove, que tomamos como satírico, “Cómo aprendí a dejar de preocuparme y amar la bomba”, ahora parece que no fue del todo satírico para Kubrick. 2001 celebra la invención de herramientas de muerte, como una vía evolutiva hacia un orden superior de vida no humana. Kubrick literalmente aprendió a dejar de preocuparse y amar la bomba; se ha convertido en su propia broma — el Herman Kahn de la teoría de juegos extraterrestres. El atractivo pesado y borroso de la película puede ser que saca a su público drogado de este mundo hacia una visión consoladora de un mundo espacial gracioso, controlado por mentes superiores y divinas, donde el héroe renace como un bebé angelical. Tiene el atractivo onírico de “en algún lugar sobre el arcoíris” de una nueva visión del cielo. 2001 es una celebración de la escapatoria. Dice que el hombre es solo un pequeño nada en la escalera hacia el paraíso, que algo mejor está por venir, y de todos modos está fuera de tus manos. Hay una inteligencia allá afuera en el espacio que controla tu destino de simio a ángel, así que solo sigue la losa. Eleva el vuelo.

Es una muy mala señal cuando un director de cine comienza a pensar en sí mismo como un creador de mitos, y este mito débil de un gran plan que justifica la matanza y termina con la resurrección ya ha existido antes. La línea argumental de Kubrick — que explica la evolución por una inteligencia extraterrestre — probablemente sea la trama más gloriosamente redundante de todos los tiempos. Y aunque sus intenciones pudieron haber sido diferentes, 2001 celebra el fin del hombre; esas hermosas nubes en forma de hongo al final de Strangelove no fueron accidente. En 2001: Una odisea del espacio, la muerte y la vida son lo mismo: no se marca ningún punto con la muerte de Gary Lockwood — ni siquiera se define el momento — y el héroe no descubre que los científicos en hibernación se han convertido en cadáveres. Eso es irrelevante en una película sobre las bellezas de la resurrección. Viaja para unirte a la inteligencia cósmica y regresa con una mente mejor. Y como el viaje en la película es el típico espectáculo psicodélico de luces, la audiencia ni siquiera tiene que preocuparse por llegar a Júpiter. Pueden ir al cielo en Cinerama.

No es casual que no nos importe si los personajes viven o mueren; si Kubrick ha hecho que su gente sea tan poco interesante, es en parte porque los personajes y sus destinos individuales simplemente no son lo suficientemente grandes para ciertos tipos de grandes directores de cine. Los grandes directores se convierten en generales en las artes; y quieren temas que estén a la altura de su nueva importancia. Kubrick ha anunciado que su próximo proyecto es Napoleón — que, para un director de cine, es el equivalente a Juana de Arco para una actriz. Los comentarios “salvajes” de Lester sobre la abundancia y la malestar, la banalidad inspiradora de Kubrick sobre cómo nos convertiremos en dioses a través de la maquinaria, son grandes pensamientos profundos del mundo del espectáculo. Esto no es un fenómeno nuevo en el mundo del espectáculo; pertenece a la tradición genial del teatro. Grandes empresarios, productores y directores que montan grandes espectáculos, incluso diseñadores de grandes decorados, tradicionalmente empiezan a jugar el papel de visionarios, pensadores y hombres con respuestas. Se vuelven demasiado grandes para el arte. ¿Es posible una obra de arte si la pseudociencia y la tecnología del cine se vuelven más importantes para el “artista” que el hombre? Esto es central para el fracaso de 2001. Es una película monumentalmente poco imaginativa: Kubrick, con su centrifugadora de 750,000 dólares y enamorado del hardware gigantesco y los paneles de control, es el Belasco de la ciencia ficción. Los efectos especiales — aunque sacados directamente del tablero de dibujo — son buenos, grandes y asombrosamente, detalladamente caros.

Hay algo más bueno en la película cuando Kubrick no se toma demasiado en serio — como el momento cómico cuando los vehículos espaciales planeadores comienzan su vals de Johann Strauss; es decir, cuando el director muestra un poco de sentido de la proporción sobre lo que está haciendo, y ve las cosas momentáneamente como cómicas cuando la película no se toma con tanta solemnidad idiota. El viaje psicodélico de luces no es de gran distinción; comparado con el trabajo de cineastas experimentales como Jordan Belson, es de tercera categoría. Si los grandes directores de cine merecen crédito por hacer mal lo que otros han estado haciendo brillantemente durante años sin dinero, solo porque lo han puesto en una pantalla grande, entonces los empresarios son más grandes que los poetas y el robo es arte.

IX

 

Parte de la diversión del cine está en ver “de qué habla todo el mundo”, y si la gente se aglomera para ver una película, o si la prensa nos engaña haciéndonos creer que lo hace, entonces irónicamente hay un sentido en que queremos verla, aunque sospechemos que no la vamos a disfrutar, porque queremos saber qué está pasando. Incluso si es la peor basura pomposa y exagerada de la que más se habla (y casi siempre lo es) y aunque ese hablar sea fabricado, queremos ver esas películas porque tanta gente cae en lo que se comenta que terminan haciendo realidad las mentiras de los publicistas. Las películas absorben material de la cultura y de otras artes tan rápido que algunas películas muy vendidas se vuelven cultural y sociológicamente importantes, sean buenas o no. Películas como Morgan!, Georgy Girl o The Graduate — películas estéticamente triviales que, sin embargo, por la manera en que algunas personas reaccionan a ellas, entran en el torrente sanguíneo nacional — se vuelven equivalentes culturales y psicológicos a ver una convención política — para observar qué está pasando. Y aunque esto tiene poco que ver con el arte cinematográfico, tiene mucho que ver con el atractivo del cine.

Un analista me dice que cuando sus pacientes no hablan de sus problemas personales inmediatos, hablan de las situaciones y personajes en películas como The Graduate o Belle de Jour, y hablan de ellos con tanto involucramiento personal como de sus propios problemas inmediatos. He sugerido en otro lugar que esta forma de reaccionar a las películas como psicodrama solía considerarse una manera prealfabetizada de reaccionar, pero que ahora los que se consideran “posalfabetizados” reaccionan como los prealfabetizados. Los estudiantes de secundaria y universidad que se identifican con Georgy Girl o con Benjamin de Dustin Hoffman no son tan diferentes de la taquígrafa que vivía y respiraba con la chica trabajadora Joan Crawford y se preocupaba por si ese chico rico realmente la haría feliz — y consideraba sus películas grandiosas. No ven la película como una película sino como parte de la telenovela de sus vidas. Las revistas de fans solían fomentar este tipo de identificación; ahora los medios masivos avanzados la fomentan, y quienes quieren vender a los jóvenes usan el lenguaje de “solo déjalo fluir sobre ti”. La persona que responde así no responde más libremente sino menos libremente y menos plenamente que quien es consciente de lo que está bien o mal hecho en una película, que puede aceptar algunas cosas y rechazar otras, que usa todos sus sentidos para reaccionar, no solo sus vulnerabilidades emocionales.

Aun así, nos importa lo que le importa a los demás — a veces porque queremos saber qué tan lejos estamos de las respuestas comunes — y si una película es importante para otros, nos interesa por lo que significa para ellos, aunque a nosotros no nos diga mucho. El pequeño triunfo de The Graduate fue haber domesticado la alienación y la dificultad de la comunicación, haciendo que de lo que Benjamin está alienado sea una tira cómica de clase media y mostrando absurdamente que no tiene nada que comunicar — lo que justo lo hace un héroe aceptable para el gran público. Si dijera algo o tuviera ideas, probablemente el público lo odiaría. The Graduate no es una mala película, es entretenida, aunque de una manera bastante pulida (el público está casi programado para reír). Lo sorprendente es que tanta gente se la tome tan en serio. Lo divertido de la película son las risas hacia ese chico tonto y sincero que quiere hablar de arte en la cama cuando la mujer solo quiere fornicar. Pero entonces la película comienza a halagar el narcisismo juvenil, glorificando su inocencia y haciendo que la mujer depredadora (y ahora loca) sea la villana. Comercialmente esto funciona: el chico torpe y sin palabras se convierte en un héroe romántico en quien el público proyecta todos esos sentimientos blandos y ya convencionales de “mira, sus padres no se comunican con él; mira, él quiere verdad y no falsedad,” y así. Pero la película se traiciona a sí misma y a su propio oficio, vende sus momentos cómicos que funcionan con el ritmo de un éxito de Broadway, para hacer la más vieja propuesta de película de todas — pedirle al público que se identifique con el simple que es la última versión del adolescente incomprendido y del chico puro del barrio. Es casi doloroso decirles a los chicos que han ido a ver The Graduate ocho veces que con una vez fue suficiente porque ya la vieron ochenta veces con Charles Ray, Robert Harron, Richard Barthelmess, Richard Cromwell y Charles Farrell. ¿Cómo convencerlos de que una película que vende inocencia es una obra muy comercial cuando claramente están en el mercado para comprar inocencia? Cuando The Graduate pasa a los tiernos despertares del amor, es solo la última versión de David and Lisa. The Graduate solo quiere tener éxito y eso es fundamentalmente lo que está mal en ella. Hay una pausa para la risa después de la mención de “Berkeley” que es una señal inequívoca de hambre de éxito; este tipo de cine cambia valores, cambia enfoques, cambia énfasis, cambia todo para una respuesta segura, el “don” de Mike Nichols es que deja que el público lo dirija; esto es demagogia en las artes.

Incluso la fornication entre generaciones es estándar en el género. Se remonta a Pauline Frederick en Smouldering Fires, y Clara Bow la tuvo con el novio de mamá Alice Joyce en Our Dancing Mothers, y en los cuarenta fue Mildred Pierce. Ni siquiera los términos son diferentes: en estas películas los adultos seductores son habitualmente sofisticados, mundanos y corruptos, los chicos básicamente inocentes, aunque no tan desanimados y vacíos como Benjamin. En sus actitudes básicas The Graduate es típicamente americano y nos lleva de regreso a antes de The Game of Love con Edwige Feuillere como la mujer mayor simpática y A Cold Wind in August con la simpática actuación de Lola Albright.

Lo interesante del éxito de The Graduate es sociológico: la revelación de lo emocionalmente accesible que es la juventud moderna a la misma manipulación de siempre. La recurrencia de ciertos temas en las películas sugiere que cada generación quiere que se le repita el romance en términos ligeramente nuevos, y por supuesto que es uno de los placeres del cine como arte popular que puede responder a esta necesidad. Y sin embargo, y sin embargo — no se espera que una generación educada sea tan blanda consigo misma, mucho más blanda que los obreros de fábrica del pasado que no volvían una y otra vez a las mismas películas, soñando absortos en sí mismos y pensando que esa fijación significaba que el cine había pasado a ser arte, y su arte.

 

X

 

Cuando uno es joven, las probabilidades de encontrar algo disfrutable en casi cualquier película son muy altas. Pero a medida que uno adquiere más experiencia, esas probabilidades cambian. Hace unos años vi una película que era la sexta versión de un material que no valía mucho desde el principio. A menos que uno tenga la mente atrofiada, las probabilidades empeoran cada vez más. No seguimos leyendo el mismo tipo de novelas manufacturadas —digamos westerns de bolsillo o thrillers detectivescos— toda la vida, y tampoco queremos seguir viendo eternamente películas sobre robos simpáticos perpetrados por pandillas cómicamente diversas. El problema con una forma de arte popular es que quienes quieren algo más están en una minoría desesperanzada en comparación con los millones que siempre lo están viendo por primera vez, o que buscan la tranquilidad y satisfacción de ver cómo se cumplen de nuevo las convenciones. Probablemente, gran parte del público adulto deja de ir al cine por esta razón: simplemente, ya lo han visto antes. Y probablemente por eso muchos de los mejores críticos de cine abandonan. Se equivocan cuando culpan al cine por volverse malo; lo que ocurre es que las probabilidades se vuelven tan malas, y ya no pueden soportar las muchas películas tediosas a cambio de unos pocos buenos momentos y pequeños sobresaltos de reconocimiento. Algunos se vuelven demasiado cansados, demasiado paralizados por la fatiga, como para responder a lo nuevo. Otros, que sí permanecen atentos, pueden volverse demasiado exigentes para los jóvenes que lo están viendo todo por primera vez cien veces. La tarea crítica es necesariamente comparativa, y los jóvenes no saben realmente qué es nuevo. Y a pesar de toda la charla sobre los medios y lo inteligentes que son los jóvenes, son increíblemente ingenuos respecto a la cultura de masas —quizás más ingenuos que generaciones anteriores (aunque no sé por qué). Tal vez ver tanta televisión no les ha hecho tanto bien como ellos creen; y cuando leo la apreciación de un joven intelectual sobre Rachel, Rachel y llego a “la pasión de la madre por las barras de chocolate es un símbolo soberbio del segundo advenimiento de la infancia”, sé que el autor aún está en su primera infancia, y me pregunto si alguna vez saldrá de ella.

Los gustos y hábitos cinematográficos cambian —aún me gusta en las películas lo que siempre me gustó, pero ahora, por ejemplo, realmente quiero documentales. Después de tantos años de historias interpretadas, rancias y estúpidas, con cada vez menos cosas para mí en ellas, estoy desesperado por saber algo, desesperado por hechos, por información, por rostros de no-actores y por conocer cómo vive la gente —por revelaciones, no por pequeños detalles del mundo del espectáculo elaborados para nosotros por mentes del espectáculo que los tomaron de las mismas películas de las que ya estamos hartos.

Pero el gran cambio está en nuestros hábitos. Si logramos hacernos una vida decente y útil, tenemos menos necesidad de huir de ella hacia esos placeres menguantes del cine. Cuando vamos al cine queremos algo bueno, algo sostenido; no queremos conformarnos con apenas un poco de algo, porque tenemos otras cosas que hacer. Si la vida en casa es más interesante, ¿para qué ir al cine? Y los cines frecuentados por verdaderos cinéfilos —esos desplazados perennes en cada ciudad, los solitarios y los perdedores— nos deprimen. Al escucharlos —y suelen oírse más que la banda sonora— mientras vitorean a los estafadores y abuchean a los policías, podemos compartir su desencanto, pero eso ya no basta para mantenernos interesados en policías y ladrones. Un poco de irreverencia no es suficiente. Si crecimos con el cine sabemos que el buen trabajo no está en continuidad con la tradición académica y respetable, sino con los destellos de algo bueno dentro de la basura, pero queremos que el gesto subversivo nos lleve al terreno del descubrimiento. La basura nos ha dado apetito por el arte.