LOUIS MARCORELLES: “¿Acaso el cine alguna vez alcanzó una especie de estado de gracia, que hoy ha perdido?”
JACQUES RIVETTE: “Sí… pero dado que está perdido, no vale la pena hablar al respecto.”.
—Sight and Sound, Autumn 1963.
La carrera de Jacques Rivette ha implicado el exorcismo de las consecuencias de la “caída en desgracia” del cine. Ha implicado la realización de dos películas, cuyos méritos residen menos en su estado finalizado que en su esencia conceptual; difícilmente calificarían a su creador para la gloria eterna. Paris nous appartient (1959), sufre de una angustia atribuible al poder atávico ejercido sobre el joven director por el cine de Angel Face y Beyond a Reasonable Doubt, dos películas sobre las que Rivette escribió críticas para Cahiers du Cinema. La otra, La religieuse (1964), incorporó en cierta medida dentro de su estructura este atavismo, canalizando el resultado en una declaración artística; su organización formal redujo la histeria de Paris nous appartient a una sobriedad generada por el fatalismo. Si L’amour fou (1968) sitúa a Rivette entre los mejores directores en cualquier lugar, es debido a la complejitud de este exorcismo; al igual que en Made In USA (1967) de Godard, esa película maldita ejemplar, los fantasmas de Hitchcock, Lang y Preminger, que han acechado al Nuevo Cine Francés durante los últimos diez años, finalmente han sido sepultados por L’amour fou. La tradición clásica ha sobrevivido a sus usos; pero Rivette rechaza esa tradición, paradójicamente, solo porque absorbió sus principios, recibió con agradecimiento todo lo que tenía que ofrecer.
Se podría decir de Paris nous appartient que Rivette malinterpretó los temas que propuso, negó su contenido por su diseño formal. Lo que llama la atención de inmediato es la relación de Rivette con Preminger, tanto temáticamente (la inversión de la libertad/restricción y su necesaria aceptación de la ilusión), como estilísticamente (la observación objetiva de la acción). Pero, paradójicamente, la relación se demuestra por su mal uso. En el Preminger de Bonjour Tristesse (1957), por ejemplo, la tragedia se logra mediante una aceptación final de la responsabilidad universal y un sentido agudo de pérdida. El estilo de Preminger permite que sus personajes, dentro de sus límites, forjen sus propios destinos, aceptando siempre la posibilidad de respeto y sus consecuencias, así como permitir al espectador formarse su propia opinión sobre la acción. Pero, en Paris nous appartient, Rivette comete el error de Jean Seberg en la película de Preminger; desde un balcón, observa a sus personajes a través de unos prismáticos, consolándose con la creencia de que esta es una objetividad necesaria. Sin embargo, Preminger está un paso más allá, observando el acto de observación, mientras que Rivette está consumido por la libertad ilusoria de la elección individual. Sin nadie que lo observe (excepto el espectador impotente), finge ofrecernos una realidad en un universo donde los personajes pueden forjar sus propios patrones de pensamiento y comportamiento, mientras que todo lo que vemos de hecho es una esquematización de este comportamiento, una burla, por bien intencionada que sea, de la síntesis de ética y estética de Preminger.
El error de Rivette, en última instancia, es su enfoque de la técnica formal; su objetivo declarado era un cine dialéctico, un “cine-debate”, y por lo tanto un cine sin una estructura narrativa lineal, cuyo núcleo era una situación, reduciendo así la autonomía del director. Pero el dilema de los personajes es, de hecho, seguir un cierto camino lineal dentro del paradigma cerrado, cuando su situación debería permitirles elegir, adoptar ciertos patrones de comportamiento como más justificables que otros, y gradualmente desarrollar un método de acción cuyo objetivo sea una verdadera libertad (La Chinoise).
Paris nous appartient es una película dictada por el estado de ánimo, por una cierta actitud adoptada por Rivette antes de la realización; así, es una película esquemática, y preludia la posibilidad de una dialéctica solo en el nivel más superficial. Los personajes son forzados a ciertos roles; el paralelismo entre la situación de la película y los ensayos para Pericles nos lleva a comprender los roles alegóricos de la película, el hecho, por ejemplo, de que Anne iguala a Marina, emblemática de la inocencia y la esperanza constantemente renovada. Gerard Gozlan tiene razón cuando resume la película en un diálogo entre Philip y Terry hacia el final; “¿Adónde vamos?” “Oh, ya veremos” (1). En lugar de un intento de Rivette de equilibrar su dramaturgia, de presentar una coherencia incluso en el nivel más tenue, sufrimos un tono de vacilación y frenesí, que se traduce en una estasis dramática, proporcionando un contraste irónico, desafortunadamente, con los paralelismos temáticos de Pericles y Metropolis. Por miedo a la manipulación formal, Rivette negó la posibilidad del cine democrático, que habría postulado como la antítesis de ‘El ambiente del gaullismo, amenazador y triunfante’ (2), el estado de ánimo que, admite, dio origen a la película misma.
Sin embargo, parece como si la técnica de la película contradice la intención declarada de Rivette de evitar una manipulación innecesaria y “falsa” por parte del director. Consideremos por un momento algunos aspectos del simbolismo de la película; los pequeños y infantiles dibujos de criaturas feroces que cubren las paredes de la habitación de Philip, sus “demonios”. Para demostrar la locura del personaje, Rivette recurre a una técnica respaldada por el cine narrativo clásico, el decorado como agente activo en el método de “caracterización”. En otros lugares, el estado de ánimo dicta y, por lo tanto, restringe el potencial simbólico; el énfasis en la apertura y cierre de puertas, por ejemplo, la vacilación de los personajes que precede a esto, el encuadre de ellos individualmente o en grupos en habitaciones, pasillos o cabinas telefónicas se enfatiza hasta el punto del ritualismo. La mise-en-scène espacial específica de Rivette (el ordenamiento de los personajes dentro del encuadre que opera en un vacío, puntualizado por ciertos segmentos acentuados del decorado, como las fotografías de guerra y destrucción, los demonios de Philip, etc.), refuerza el elemento gratuito en este ritual.
Sin embargo, reconocer la apertura indiscriminada de puertas es reconocer el primer esfuerzo tentativo por parte de Rivette para lograr la autonomía de la película misma, una autonomía de la trayectoria, por la naturaleza inherentemente aleatoria de la estructura. Paris nous appartient instiga, en el trabajo del director, la narrativa como callejón sin salida, como el doble retroceso; al menos, es evidente que esta era la intención. Pero paradójicamente, es precisamente la naturaleza aleatoria de la película la que impide la demostración de la contingencia narrativa, al impresionar en el espectador la subordinación del evento contingente a un oscurecimiento definitivo; cada personaje, cada relación. Y así se niega el efecto positivo de la contingencia, la posibilidad de lo bueno.
Así que uno se ve obligado a presenciar este patrón determinista deshaciéndose, y no puede encontrar consuelo en la imagen final ambigua, ni en la afirmación a nivel de guion de la búsqueda continua de la misteriosa música de guitarra, encarnación artística de una salvación espuria. Al intentar escapar de la naturaleza esencialmente espectacular (léase dictatorial) del cine formal practicado por Hollywood, nos enfrentamos a una forma más insidiosa de lo espectacular, pura mala fe, un insulto a la representación de la realidad, a la cual toda ficción tiene una obligación, la de justificación y aceptación. En Paris nous appartient, la paranoia de los personajes refleja, en otra dimensión más seria (la moralidad de la mise-en-scène), el método de Rivette mismo.
El universo de Jacques Rivette es un universo violento; de asesinato, sexo, sadismo, locura y suicidio. La diferencia del cine estadounidense en este aspecto es que Rivette hace que la violencia sea completamente consonante con una realidad reconociblemente común, despojando el aura romántica del género de Hollywood. Sin embargo, quedan similitudes, y de esta manera es fácil reconocer Paris nous appartient como un film noir francés, con su énfasis en el entorno como paisaje psicológico. Nino Frank ha escrito sobre el film noir: ‘Es la acumulación de estos planos realistas sobre un tema extraño lo que crea una atmósfera de pesadilla’ (3). Pero Rivette ha acumulado lo extraño mediante una reducción completa de la linealidad, mediante la abolición del motivo de acción que distingue al western o la película de gangsters. El único motivo para los actos de violencia en las películas de Rivette es la condición psíquica perturbada, que golpea gratuitamente en su búsqueda paranoica de identidad y una forma de vida adecuada.
Pero, para crear un elemento moral, la representación de un mundo violento y contingente debe equilibrarse con la representación de las posibilidades de libertad. Mi crítica de Paris nous appartient se basa en la naturaleza gratuita de sus obsesiones, la elipsis autoconsciente de su forma, su total introversión, su negación de cualquier vida fuera de sí misma. En La Religieuse, Rivette sintetizó sus obsesiones personales con una referencia universal, esta vez mediante el dominio de los paradigmas familiares premingerianos de la libertad y la inhibición, mediante la inversión de normas y la presentación simbólica aceptada.
Este es quizás el aspecto más importante de La Religieuse, especialmente en relación con la evolución artística de Rivette; su completo dominio de los modos dramáticos del cine tradicional estadounidense, su figuración simbólica clásica de la experiencia. El principal elemento de la puesta en escena en La Religieuse es su utilización del espacio dramático (un arte de Rivette que sin duda se derivó de las películas de Lang); una consideración de esta utilización explicará lo que quiero decir.
La escena inicial establece el tono de la película; la entrega de Suzanne Simonin al convento de Longchamps. Filmada en colores oscuros y austeros, la escena sugiere una represión intensa con sus sombras en forma de barrotes. La desnudez cruda de las habitaciones y pasillos de los diversos conventos funciona excelente en el nivel del decorado, tanto funcional como simbólicamente del vacío, la árida vida espiritual. Sin embargo, la respuesta se invierte por Rivette en su dirección de las escenas alrededor del convento menos reprimido de Santa Mme de Chelles. En una escena, Mme de Chelles se sienta con Suzanne al borde de un pozo en los terrenos del convento y la abraza, consolándola por sus desgracias anteriores. El entorno, el jardín fresco y natural, sugiere una nueva libertad para Suzanne, pero las dos figuras descansando precipitadamente contra el pozo y la sensualidad del abrazo desequilibran esta primera reacción. En la tradición de Preminger, Rivette respeta su narrativa lo suficiente como para no desequilibrarla con la intrusión del manipulador; permite al espectador reaccionar en el nivel que elija.
Porque, mientras Suzanne está “libre” a través de su constante (y constantemente abortada) búsqueda de expresión individual, Mme de Chelles (y más tarde, el padre Lemoine) están constreñidos por sus demandas sexuales, por su incapacidad para lograr una libertad que, si bien no siempre se expresa, está latente en Suzanne. Notamos la cama con dosel en la que Suzanne está durmiendo cuando Mme de Chelles intenta entrar furtivamente) expresa sus naturalezas individuales en relación con su situación mutua, el nivel metafórico de la escena yuxtapone los roles de los personajes sin perturbar la narrativa de ninguna manera. Imágenes similares definen de manera más aguda las circunstancias de los “encarcelados”; Mme de Chelles colapsada contra la puerta cerrada con llave del dormitorio de Suzanne, con el largo pasillo extendiéndose detrás de ella. El padre Lemoine visto apretujado detrás de los barrotes del confesionario.
Imágenes como estas contradicen cualquier visión simplificada de los personajes o las situaciones presentadas en la película, e ilustran muy claramente la estética en la que se fundamenta la mise-en-scene. Si, en Paris nous appartient, las situaciones de la “narrativa” están concebidas intelectualmente y, por lo tanto, provocan la incómoda respuesta que a menudo se siente cuando la alegoría se presenta como realidad, el tema de La Religieuse es contundente a través de su subordinación a los gestos de los personajes y los actos dentro de las situaciones narrativas. En la carrera de Rivette, La Religieuse representa la respuesta clásica a la mise-en-scene, y como tal, un desarrollo en el intento del director de borrarse casi por completo detrás de su material. En un artículo sobre Eva, de Joseph Losey, Michel Mourlet hace una distinción entre dos concepciones antitéticas de la mise-en-scene; una representando ‘la dramaturgie naturelle en relief’, donde la actitud del director hacia su película se transmite a través de la naturaleza inherentemente simbólica de su ficción, elevando el acto individual y la situación particular a un plano universal, y la otra representando ‘la dramaturgie en creux’, donde, en palabras de Mourlet, ‘por coquetería intelectual, lo que es inútil o accesorio se destaca, los tiempos débiles se cultivan, la expresión voluntariamente no significativa’. Se podría imaginar que esta es una distinción estética común, si no fuera por la hostilidad hacia el cine estadounidense, que aparentemente es tan generalizada.
Se relaciona, por supuesto, con la concepción simbólica del mundo representada por Hollywood, que se ha denominado un ‘simbolismo creado sintagmáticamente’; es decir, incorporado dentro de la estructura lineal de la película y surgido del potencial simbólico del material visualizado por el director. Es un simbolismo limitado, pero no completamente estático; considera, por ejemplo (uno entre muchos), la graduación de rojos en All That Heaven Allows de Douglas Sirk. Sin embargo, la reacción que provoca es que crea una tensión artificial en la relación de la ficción con la experiencia cotidiana. Los niveles de significado amenazan con absorber esa experiencia debido a la estructura formal inherente que impone una afirmación artística fácil mediante la exclusión completa de lo contingente. En última instancia, tal simbolismo solo puede existir dentro de una estructura inclusiva que, aunque proporciona una formalización del caos de la experiencia, roza lo irreal debido a la dimensión paradójica excesivamente marcada.
La opinión de Rivette sobre La Religieuse es breve; ‘Utilicé… los métodos tradicionales de rodaje, y me aburrí mucho’. La película demostró que había aprendido bien sus lecciones, pero el logro es siempre tan limitado como lo sea la estética viable. Sin embargo, solo Paris nous appartient y La Religieuse podrían haber hecho posible L’amour fou.
L’amour fou trata sobre el ensayo de una obra de teatro y el colapso de un matrimonio. El personaje central, Sébastien, está ensayando una producción de Andrómaca, de Racine, con su esposa Claire interpretando el papel principal. Cerca del comienzo de los ensayos, ella abandona la producción, alegando claustrofobia ante la presencia de un equipo de televisión filmando los procedimientos y entrevistando a los artistas; es reemplazada por la ex esposa de Sébastien, Marta. A medida que los ensayos continúan, Claire se vuelve progresivamente más paranoica; gratuitamente, ella tiene relaciones sexuales con un ex amante, mientras que Sébastien es infiel con una actriz del teatro. Finalmente, después de un fin de semana durante el cual Claire y Sébastien, encerrados en su departamento, se entregan a una orgía de sexo y destrucción, ella aborda un tren y lo deja.
En esencia, L’amour fou parte de una situación; no hay una trama preestablecida, de hecho, la película fue filmada día a día, tras discusiones entre el director, técnicos y actores, con solo un evento determinado en mente, la partida final de Claire. El aspecto revolucionario de L’amour fou está evidentemente en la concepción de la estructura narrativa, y la deslumbrante paradoja que implica es la de una película en la que existe la posibilidad de que la obra misma contradiga al autor. Esto es posible gracias a la dinámica de la estructura y al movimiento hacia el borrado por parte del director. La importancia de la película radica en su participación en estas dos áreas, la narrativa y el simbolismo, y es en torno a estas áreas que se centra la siguiente discusión.
Hemos visto que en Paris nous appartient y La Religieuse, Rivette estaba avanzando hacia el auto-ocultamiento. Al prescindir del impulso narrativo clásico en Paris nous appartient, como he tratado de mostrar, no tuvo éxito en su experimento porque reemplazó una tiranía por otra; la linealidad de la narrativa fue superada por la totalidad del estado de ánimo, lo que redujo el énfasis en la representación de una realidad contingente a proporciones absurdas. En La Religieuse, Rivette desapareció detrás de la estructura de la obra; permitió que la película, hasta cierto punto, estableciera sus propias conexiones, con el campo limitado, al integrar la cualidad intrínsecamente simbólica de la situación narrativa. Con ello formuló una dialéctica sobre la naturaleza de la libertad y la represión.
Pero en L’amour fou, el director casi ha desaparecido, en la medida de lo posible; esto se logra mediante una investigación, dentro de la estructura misma de la película, sobre la relación entre el naturalismo y la estilización, y su interacción dialéctica. En su totalidad, las escenas en el teatro están filmadas en 16 mm y luego ampliadas para la pantalla de 35 mm, mientras que las escenas de la vida personal de Claire y Sebastien están filmadas en 35 mm. Mientras que las secuencias de 16 mm están intensamente “dirigidas”, con su evidente trabajo de cámara en mano y el grano de la película, las secuencias en 35 mm son casi totalmente estáticas y discretas. La idea de Rivette era lograr un efecto vertiginoso de “en abismo” (para usar la expresión de Gide); lo que se experimenta es la relación entre elementos cinematográficos en varios niveles. Existe la relación entre los actores en L’amour fou y sus roles en la película, entre los personajes y sus roles en Andrómaca, entre los participantes en los ensayos de Andrómaca y el equipo de televisión, entre el trabajo del equipo de TV y las secuencias en 35 mm, y entre Rivette y el público, es decir, entre la Vida y el Cine. Aquí se nos presentan las consecuencias de la “objetividad” cinematográfica, tal como se ejemplifica, por ejemplo, en el trabajo de directores como Lang y Preminger, extrapolado a su máximo grado. La estructura de la película surge orgánicamente de la interacción entre los elementos individuales, pero lo importante aquí es el papel relativamente menor desempeñado por el director como coreógrafo de todos los aspectos. Con L’amour fou, Rivette cierra el círculo completo; desde su trabajo crítico, cuyo centro es la apoteosis del autor, hasta su propia dirección, cuyo núcleo es el auto-ocultamiento. Cine y autor se sintetizan.
Inevitablemente, sin embargo, el auto-ocultamiento no puede ser total, ni siquiera con el cine verité, al que L’amour fou se aproxima en muchos aspectos (el trabajo de cámara en mano del equipo de televisión de André Labarth). En el cine, como en las otras artes, la acción creativa implica moralidad, y cada toma, cada gesto, cada elemento de montaje está inexorablemente vinculado a una cierta concepción moral de la relación entre el Arte y la Vida. Pero el avance que ha logrado Rivette es desde una concepción tradicional de la relación (la creencia en la autonomía condicional de la obra de arte) hacia una concepción que crea estructura al enfatizar la disonancia, que crea arte al fusionarlo, en gran medida, con la realidad que encarna.
En la idea principal de L’amour fou se puede percibir una cierta estructura interna flexible, el paralelismo entre el arte (Andrómaca) y la vida (la vida personal de Claire y Sebastien) simbolizado dentro de la película misma. Las imágenes de apertura y cierre de la película son las mismas: el escenario en blanco del teatro, detrás del cual se pueden escuchar los sonidos de los actores esperando la actuación. El escenario es la metáfora de la estructura básica de la película, el vacío llenado por el movimiento y el gesto, así como relacionado con la propia concepción de Racine de Sebastien, el escenario como espacio dentro del cual los personajes definen su ser.
El paralelismo con el cine estadounidense se presenta una vez más, en la concepción hollywoodense de la relación entre arte y realidad. El trabajo de un director como Cukor es sintomático aquí; su continua preocupación temática (Philadelphia Story – A Star is Born) con la dicotomía entre vida y espectáculo tiene su eje firme en un movimiento inverso. Sus películas son paradigmas donde los dos roles dentro de cada personaje ayudan dialécticamente en el continuo proceso de auto-definición. Pero es un método paradigmático, una manipulación formal, cuya estética es viable solo cuando es aplicable simultáneamente a la experiencia; está constantemente en peligro de volverse restrictivo en su forma rigurosa. Este es un dilema del cual Rivette evidentemente estaba muy consciente; y L’amour fou está patente en rebelión contra tal formalización espuria.
Así, la narrativa se reduce a un esqueleto; en una entrevista, Rivette se refirió a la construcción de su película como basada en ciertos ‘pivots narrativos’ (6), elementos dentro de la situación alrededor de los cuales se improvisan constantemente situaciones en expansión. Paradójicamente, el método de flashback no obstaculiza este énfasis en lo contingente; no define la trayectoria, sirviendo solo como base para la investigación de la verdad a partir de una posición fija en el presente.
La forma básica de estos ‘pivots narrativos’ consiste en situaciones que reflejan en la realidad las situaciones ficticias de Racine. La frase de Breton que Rivette tomó como título de su película es un comentario evidente sobre las relaciones apasionadas condenadas que Racine nos presenta, “¿puedo saber si amo o si odio?” — La pregunta exasperada de Hermione refleja la condición de Claire y Sebastien en su fusión de emociones antitéticas, en los intrincados patrones de sexo y violencia alternativos experimentados en la película. Pero Rivette ha dicho de las situaciones narrativas; ‘el principio era dejar que las cosas vinieran por sí mismas, sin forzarlas nunca, estar allí como testigo’ (7). Ciertas acciones de los personajes tienen tanto una relación elíptica con la situación central como conservan su fuerza como una contingencia en su desviación de la subordinación rigurosa de los eventos a un esquema total. Las escenas donde Claire, por capricho, intenta comprar un cachorro pequeño, similar a uno visto en la portada de un disco, es un ejemplo. Como expresión de sus instintos maternos frustrados, la acción es de relevancia temática; una causa de la tensión en el matrimonio es la ausencia de hijos. Pero aún así no tiene una relevancia esquemática obvia para la narrativa. Su equilibrio reside en una integración dentro de áreas enormemente contingentes. Como dice Rivette, da testimonio de un personaje, en lugar de dictar una determinada concepción simbólica.
La estructura narrativa de L’amour fou se alía con la idea de Rivette sobre el papel del actor, especialmente en comparación entre el teatro y el cine. Para Rivette, el teatro es un mecanismo repetido incesantemente por el actor, mientras que el cine está constantemente en busca de “la sorpresa sabía del azar” (como escribió en una crítica de Angel Face de Preminger). Con el énfasis obvio en el gesto y movimiento del actor, debido a la ausencia de discurso formalizado y la consiguiente dependencia de la improvisación, esto es importante. También refleja el papel de Sebastien en la película, su timidez ante la contingencia y su arrogancia frente a la seguridad del orden.
Pero el área que se preocupa fundamentalmente por la desaparición del orden narrativo es la calidad simbólica de la película. Así como la sintaxis cinematográfica se crea mediante la progresión dramática, la simbología surge simultáneamente, floreciendo a medida que la película toma forma. Porque si no existe ninguna forma preordenada, la calidad simbólica de situaciones, eventos o gestos no puede ser organizada. Y la aparición de la contingencia (asumiendo, naturalmente, un simbolismo periférico propio) complica aún más el proceso; las situaciones se vuelven simbólicas por su no desarrollo, o, alternativamente, por su progresión. Todo esto implica un aumento de la modalidad objetiva de la película; Rivette pone énfasis en el público, son libres de percibir la dinámica misma de la arquitectura simbólica de la película. Así, la sugerencia simbólica impregna la película; de la misma manera que la psicología del personaje en Racine solo es analizable a través del lenguaje, la película de Rivette solo es abordable a través de la calidad simbólica inmanente de las imágenes. Los ejemplos abundan en la película; la locura de Claire, que resulta en su abrazo y rechazo simultáneos de la realidad, se demuestra mediante su constante recaída en posiciones fetales, mientras se agacha en las esquinas del apartamento. Esta posición física será adoptada finalmente por Sebastien, cuando la locura de su esposa se transfiera a él; al final de la película, se agacha en el suelo, escuchando repetidamente las grabaciones histéricas hechas por Claire en su soledad, de discursos de Andromaque, ruidos de tráfico, los latidos de su corazón. Otro ejemplo extraordinario ocurre justo antes de que Sebastien regrese al teatro después de su orgía en el apartamento. Tenemos un primer plano de su rostro observando a Claire, luego se mueve fuera del encuadre, y la cámara se posa en un gran agujero en la pared hecho anteriormente con un hacha. El movimiento, que implica una irresponsabilidad, transmite el gran vacío en el matrimonio causado por su actividad, pero lo importante es la atención ascética que Rivette ha dedicado a la composición de cada toma de la película, para poder impartir tal sugerencia a un gesto totalmente contingente y ordinario.
Un principio similar rige la decoración de la película. Principalmente, Rivette nos muestra personajes aislados contra un espacio en blanco (el teatro, el apartamento de Claire y Sebastien), expresión del vacío que intentan llenar en sus relaciones personales y una clara continuación de los “laberintos” de Paris nous appartient. Nuevamente, las propiedades simbólicas del decorado siempre son inmanentes en lugar de enfatizadas; considera, por ejemplo, el tapiz de palmeras en una esquina del apartamento, con sus connotaciones de un paraíso fuera del alcance de los protagonistas.
El logro de L’amour fou radica en su reorganización de los modos de forma narrativa; en este sentido, sitúa a Rivette junto a Godard, aunque quizás debería decirse que estos dos directores están explotando variaciones de la técnica narrativa y la forma simbólica comprendidas por Rossellini y Buñuel hace algunos años. El próximo proyecto de Rivette es una película de doce horas de duración, que, según me dicen, no quiere que nadie vea particularmente; en la concepción de la idea, al menos, se puede considerar como una extensión perfectamente lógica de las técnicas experimentales ya en funcionamiento en L’amour fou. Cuando se le preguntó si consideraba posible un cine revolucionario, dio esta respuesta: “creo que un cine revolucionario solo puede ser un cine ‘diferencial’, un cine que cuestione el resto del cine”
Junto a películas como Made in USA y Deux ou trois choses que je sais d’elle de Godard, L’amour fou representa precisamente ese cine “diferencial”, el cine que, al cuestionar el propio medio, representa el elemento verdaderamente progresivo en el arte.