¿Vos querés a alguien en el mundo? Sobre El príncipe de Nanawa, de Clarisa Navas

En el cine documental hay obras que se proponen registrar un proceso, una transformación, una vida. Y luego otras que logran ir más allá convirtiéndose en parte esencial de esa vida que retratan. El príncipe de Nanawa, de Clarisa Navas, es una de esas películas excepcionales. No solo documenta el crecimiento de un niño a lo largo de casi una década; sino que también celebra la complicidad, la escucha y el acto cinematográfico como forma de acompañamiento amoroso y sostenido.

Por Mauro Lukasievicz

En el cine documental hay obras que se proponen registrar un proceso, una transformación, una vida. Y luego otras que logran ir más allá convirtiéndose en parte esencial de esa vida que retratan. El príncipe de Nanawa, de Clarisa Navas, es una de esas películas excepcionales. No solo documenta el crecimiento de un niño a lo largo de casi una década; sino que también celebra la complicidad, la escucha y el acto cinematográfico como forma de acompañamiento amoroso y sostenido. Todo comienza de forma simple, casi anecdótica: durante una investigación en el mercado fronterizo de Nanawa, una pequeña ciudad paraguaya frente a Clorinda, en Argentina, Clarisa Navas conoce a Ángel Stegmayer, un niño de nueve años cuya desfachatez e inteligencia brillan ante la cámara. En lugar de ser un entrevistado más, Ángel toma la palabra con firmeza para defender el guaraní, su lengua materna, y con una frase inolvidable “soy paraguayo y soy un argentino independiente” marca el inicio de una relación singular, profunda y transformadora entre cineasta y protagonista. Desde ese encuentro, el proyecto evoluciona hacia algo mucho más ambicioso: un seguimiento de casi diez años que traza la historia de Ángel, su familia, su entorno y los cambios sociales de una región marcada por la informalidad económica, la migración constante y la convivencia de culturas. A lo largo del proceso, el documental se va desprendiendo de las convenciones del género para volverse también una película sobre el propio acto de filmar, sobre cómo una cámara puede ser un puente y a veces también una grieta entre las personas. 

Dividida en dos partes, ofrece primero un retrato vitalista, desprolijo y encantador de la infancia de Ángel. La cámara, muchas veces en sus propias manos, registra imágenes borrosas, torpes y hermosas que revelan tanto como ocultan. Su mirada infantil, a veces ingenua, otras veces lúcida, va armando el primer relato de la película: una niñez alegre en medio de un contexto duro, donde el juego y el afecto conviven con las ausencias, el trabajo precoz y los secretos familiares.

Pero es en la segunda mitad donde la película se termina de desplegar. Con la llegada de la pandemia y el cierre del puente que une Paraguay y Argentina, se produce una fractura en el entorno de Ángel. El mercado se paraliza, la informalidad crece, y con ello también las tensiones internas del protagonista, que ya tiene quince años. El adolescente que emerge ante la cámara es más complejo, mide de qué forma exponerse, es más consciente del peso de la vida. Hay silencios donde antes había palabras, dudas donde antes había certeza. La relación con la directora también se transforma: Clarisa deja de ser solo una observadora amigable y pasa a ser parte activa de la historia, una presencia con la que Ángel discute, se enoja, pero también se refugia. En esta transformación, la cámara deja de ser un mero dispositivo de registro para convertirse en una herramienta de vínculo. No solo observa: participa, escucha, acompaña. Su persistencia en el tiempo, su atención amorosa, su capacidad para adaptarse a las emociones cambiantes de su protagonista, hacen que el cine se vuelva aquí una herramienta poderosa. La imagen deja de ser solo representación para ser también forma de cuidado. En manos de Navas, la cámara no invade: espera, duda, respira al ritmo del otro.

Tal vez en la escena más (o menos) impactante de la película, Ángel visita a un medio hermano de más de sesenta años que vive sin muchas limitaciones económicas. Allí, por primera vez, se queda sin palabras. La cámara capta esa incomodidad, ese vacío de sentido, y por contraste nos hace revivir la efervescencia de los cumpleaños anteriores, donde todo era risa, música y celebración. La escena no tiene un propósito dramático evidente, pero logra algo más sutil: nos muestra lo que Ángel no puede decir. A lo largo de la película, que dura poco más de tres horas, lo que se impone no es la espectacularidad del drama ni el afán de encajar en un molde narrativo.  Aquí no hay especulación, ni momentos de clímax fabricados. La película trasciende su condición de fin para convertirse en un medio, un dispositivo cinematográfico que crea el espacio propicio que da lugar a un vínculo indisoluble y profundamente real.

Comparaciones con Boyhood de Richard Linklater son inevitables, pero también insuficientes. Si aquella película construía una ficción (acartonada) a partir del paso real del tiempo, El príncipe de Nanawa hace algo más honesto y radical: abraza el tiempo como materia prima, sin imponerle una forma preestablecida. No hay aquí un diseño cerrado, sino una apertura constante a lo inesperado, a lo imperfecto, a lo humano. El trabajo de Clarisa Navas y su equipo, especialmente de Lucas Olivares, va mucho más allá de lo técnico. Su presencia en la vida de Ángel es afectiva, ética y política. En más de una ocasión, la directora se muestra en pantalla discutiendo con sus colaboradores qué filmar, reflexionando sobre los límites del proyecto. Las dudas y tensiones que surgen en ese diálogo sirven para recordar que filmar también es una forma de intervenir en el mundo, de asumir una responsabilidad. Pero además de esas cuestiones éticas, lo que resalta es la entrega física, emocional y política de una cineasta que pone el cuerpo. Clarisa Navas no se esconde detrás de la cámara: aparece, escucha y se involucra. Se deja afectar por lo que filma, y esa presencia transforma la película. Poner el cuerpo aquí no es solo estar, sino estar con. Significa ser parte de una vida ajena sin apropiársela, acompañar sin borrar ni dirigir, sostener sin imponer. En una escena, la directora acompaña a Ángel en un momento de duda y frustración, y no ofrece respuestas, sino presencia. Su cuerpo está ahí, como lo estuvo todos esos años, aceptando los altibajos del vínculo, las tensiones, las distancias y las cercanías. Esa implicación encarna una forma de hacer cine que rechaza la mirada antropológica. En cambio, abraza una ética del cuidado, del estar presente, del construir algo en conjunto. La directora no observa desde afuera: se deja interpelar. Y en esa entrega, hay algo profundamente político.

Porque en tiempos donde filmar muchas veces se convierte en una operación extractivista, El príncipe de Nanawa propone otra lógica que explora una sensibilidad profundamente humana, una historia de amistad y de descubrimiento mutuo, un documento social y al mismo tiempo, un diario íntimo. En tiempos donde lo inmediato y lo espectacular suelen imponerse, esta obra reivindica la paciencia, la continuidad, la escucha. Al final del recorrido, el niño que conocimos ya no es el mismo. Nosotros tampoco. El príncipe de Nanawa no solo narra la historia de Ángel, sino que se sumerge en ella, capturando con singular sensibilidad el devenir frenético y deslumbrante, pero también angustiante y desafiante, de lo que está hecha la vida.