Tal vez en la escena más (o menos) impactante de la película, Ángel visita a un medio hermano de más de sesenta años que vive sin muchas limitaciones económicas. Allí, por primera vez, se queda sin palabras. La cámara capta esa incomodidad, ese vacío de sentido, y por contraste nos hace revivir la efervescencia de los cumpleaños anteriores, donde todo era risa, música y celebración. La escena no tiene un propósito dramático evidente, pero logra algo más sutil: nos muestra lo que Ángel no puede decir. A lo largo de la película, que dura poco más de tres horas, lo que se impone no es la espectacularidad del drama ni el afán de encajar en un molde narrativo. Aquí no hay especulación, ni momentos de clímax fabricados. La película trasciende su condición de fin para convertirse en un medio, un dispositivo cinematográfico que crea el espacio propicio que da lugar a un vínculo indisoluble y profundamente real.
Comparaciones con Boyhood de Richard Linklater son inevitables, pero también insuficientes. Si aquella película construía una ficción (acartonada) a partir del paso real del tiempo, El príncipe de Nanawa hace algo más honesto y radical: abraza el tiempo como materia prima, sin imponerle una forma preestablecida. No hay aquí un diseño cerrado, sino una apertura constante a lo inesperado, a lo imperfecto, a lo humano. El trabajo de Clarisa Navas y su equipo, especialmente de Lucas Olivares, va mucho más allá de lo técnico. Su presencia en la vida de Ángel es afectiva, ética y política. En más de una ocasión, la directora se muestra en pantalla discutiendo con sus colaboradores qué filmar, reflexionando sobre los límites del proyecto. Las dudas y tensiones que surgen en ese diálogo sirven para recordar que filmar también es una forma de intervenir en el mundo, de asumir una responsabilidad. Pero además de esas cuestiones éticas, lo que resalta es la entrega física, emocional y política de una cineasta que pone el cuerpo. Clarisa Navas no se esconde detrás de la cámara: aparece, escucha y se involucra. Se deja afectar por lo que filma, y esa presencia transforma la película. Poner el cuerpo aquí no es solo estar, sino estar con. Significa ser parte de una vida ajena sin apropiársela, acompañar sin borrar ni dirigir, sostener sin imponer. En una escena, la directora acompaña a Ángel en un momento de duda y frustración, y no ofrece respuestas, sino presencia. Su cuerpo está ahí, como lo estuvo todos esos años, aceptando los altibajos del vínculo, las tensiones, las distancias y las cercanías. Esa implicación encarna una forma de hacer cine que rechaza la mirada antropológica. En cambio, abraza una ética del cuidado, del estar presente, del construir algo en conjunto. La directora no observa desde afuera: se deja interpelar. Y en esa entrega, hay algo profundamente político.