Retratos fantasmas (2023), de Kleber Mendonça Filho

“Parte del mar”

Por Andrés Brandariz

El cine es el arte fantasmático por excelencia: desde su creación, el poder de capturar las imágenes en movimiento, de presenciar algo a la vez que está ausente, fascina y asusta. En una edición del festival con especial énfasis en la memoria, el papel decisivo del cine a la hora de plasmarla en imágenes y sonidos, y el impacto directo de la censura en la desaparición de este acervo cultural e identitario, Retratos Fantasmas viene a sintetizar estos aspectos y establece fuertes relaciones de intertextualidad con muchas de las películas de la programación (pienso en Las Ausencias, de Juan José Gorasurreta; Procopiuk, de Diego Lumernan, e incluso propuestas como Sobre todo de noche de Víctor Iriarte y Cerrar los ojos de Víctor Erice).

Estructuralmente, Retratos Fantasmas se organiza como un fluir de la conciencia, que Kleber Mendonça Filho comienza en territorio autobiográfico -con imágenes de sus rodajes de juventud en casa de su madre, una influencia siempre benéfica en sus aventuras con el cine- para devenir una historiografía subjetiva sobre el cine como institución en Brasil, desde aquella adolescencia en la cual empezó a soñar con las películas hasta la actualidad. El recorrido de las grandes salas en Brasil resulta es muy similar al de nuestro país: espacios grandes y generosos que formaban el gusto y la cultura populares, con grandes marquesinas que parecían retroalimentarse de la vida ciudadana; la censura de la dictadura de Castelo Branco, y el proyectorista como salvavidas del cine, siempre pasible de convertirse en espacio de resistencia; la decadencia de las grandes salas y su reemplazo por templos evangelistas, un culto reemplazado por otro; el resurgimiento gradual de esas mismas salas como centros culturales, en los cuales Dario Argento comparte cartelera con Glauber Rocha y podemos encontrarnos a Lucrecia Martel en alguna butaca de la sala oscura.

Si el recorrido que traza Mendonça Filho nos expone imágenes que invitan a la desesperanza (las salas abandonadas, en pésimas condiciones edilicias, son de una tristeza desoladora), también decide clausurar en una nota optimista. En una escena ficcionada, que protagoniza él propio director con un taxista que le pregunta por su relación con el cine, acontece un pequeño milagro: el conductor le revela que tiene el poder de desaparecer completamente. Escéptico al principio, Mendonça Filho no tarda en descubrir que el taxista no miente: efectivamente, tiene el poder de desaparecer. El director se coloca el cinturón, creyendo y temiendo a la vez. Una metáfora juguetona que concluye con gracia este recorrido personal por el cine como espacio y horizonte, siempre tan a punto de perderse como de renacer.