Más Allá de la Nouvelle Vague: La Huella de Jacques Rozier

“Jacques Rozier, figura singular de la Nouvelle Vague, dejó un legado influyente en cineastas como Justine Triet y Sophie Letourneur. Su enfoque espontáneo, rechazo a guiones rígidos y amor por la improvisación lo hacen único. El BAFICI (1-13 abril) le dedicará una esperada retrospectiva para redescubrir su obra.”

Por Laura Santos

Ilustración: Laura Santos

Jacques Rozier, una de las figuras más singulares y menos reconocidas de la Nouvelle Vague, dejó un legado que aún resuena en el cine contemporáneo. A pesar de su escasa filmografía, su influencia es innegable: cineastas como Justine Triet o Sophie Letourneur han heredado su aproximación desinhibida y espontánea al cine, demostrando que el espíritu de Rozier sigue vivo en las generaciones actuales. Su capacidad de capturar la vida con una mezcla de ligereza y profundidad, su rechazo a la rigidez de los guiones cerrados y su amor por el azar y la improvisación han convertido su cine en una experiencia única dentro del panorama cinematográfico francés.

Por eso, la retrospectiva que le dedicará el próximo BAFICI, del 1 al 13 de abril, resulta tan acertada y es, sin duda, una de las propuestas más esperadas y atractivas del festival. Será una oportunidad inmejorable para redescubrir la obra de un cineasta que desafió las convenciones y cuyo legado sigue inspirando nuevas formas de hacer cine.

Desde sus primeras incursiones en el cine, Rozier demostró una inquietud estética y una libertad narrativa que lo alejaron de las fórmulas convencionales. Su ópera prima, Adieu Philippine (1962), es un ejemplo claro de su estilo distintivo. En esta película, las vacaciones, los viajes y los encuentros se convierten en pequeños mundos donde los personajes pueden, aunque sea momentáneamente, escapar de las exigencias de la sociedad. Rozier se interesa por esos espacios intermedios, por los momentos de tránsito donde la identidad y el deseo pueden fluir libremente. Esta obra, que sigue a dos jóvenes parisinas y a un aspirante a cineasta en un viaje de verano a Córcega, es un testimonio de su capacidad para capturar la espontaneidad y la frescura de la juventud.

Rozier comparte con otros cineastas de la Nouvelle Vague un profundo interés por la autenticidad, pero su enfoque es único en su énfasis en la improvisación y en la construcción de un cine que parece brotar del azar. Mientras que figuras como Jean-Luc Godard o François Truffaut jugaron con las convenciones narrativas, Rozier llevó este principio aún más lejos, creando películas que parecen desarrollarse con la misma imprevisibilidad de la vida misma. En Du côté d’Orouët (1973), por ejemplo, la estructura narrativa es mínima, dejando que la película fluya como un diario de vacaciones. La película sigue a tres jóvenes mujeres en un viaje a la costa atlántica, y lo que emerge es un retrato íntimo y ligero, donde los pequeños detalles cotidianos adquieren una textura casi documental. Este compromiso con la espontaneidad y la improvisación no significaba falta de rigor. Al contrario, Rozier era meticuloso en la forma en que construía sus películas, permitiendo que el azar se convirtiera en una herramienta para revelar verdades más profundas. Su cine es una exploración de lo efímero, de esos momentos fugaces en los que la vida parece detenerse y todo es posible. En Maine Océan (1986), esta fascinación por los encuentros fortuitos se hace evidente en una historia que entrelaza los destinos de varios personajes en un viaje en tren. La película, con su tono desenfadado y su mezcla de géneros, reafirma el talento de Rozier para capturar lo absurdo y lo poético de la existencia cotidiana.

A pesar de la marginalidad en la que se encontró a lo largo de su carrera, el cine de Rozier ha sido reivindicado en las últimas décadas por cineastas y críticos que reconocen su carácter visionario. Su influencia puede verse en cineastas contemporáneos como Justine Triet, cuya aproximación lúdica y desprejuiciada al cine dialoga con el trabajo de Rozier. Triet, en películas como La bataille de Solférino (2013) o Victoria (2016), adopta una estética cercana al documental y privilegia la improvisación para dotar de autenticidad a sus relatos. De manera similar, Sophie Letourneur ha sabido capturar el espíritu de Rozier en su cine, explorando las dinámicas de grupo y la espontaneidad en películas como La vie au ranch (2010) o Enorme (2020).

Rozier también anticipó muchas de las preocupaciones del cine moderno en su interés por los márgenes y por los personajes que habitan espacios transitorios. Sus películas no buscan grandes resoluciones ni finales cerrados; en su lugar, ofrecen una mirada abierta y flexible, en la que la vida se despliega con toda su imprevisibilidad. En un panorama cinematográfico donde la obsesión por la estructura y la planificación domina, la obra de Rozier sigue siendo un recordatorio de que el cine también puede ser un espacio de libertad, de juego y de descubrimiento. El cine de Rozier es un cine de resistencia. En una industria cada vez más dominada por lo predecible y lo formulado, su trabajo recuerda la importancia de lo inesperado, de lo imperfecto, de lo que escapa al control. A través de su amor por el azar y su negativa a someterse a las convenciones narrativas tradicionales, Rozier ha dejado una marca indeleble en la historia del cine. Su influencia, aunque sutil, sigue viva en aquellos cineastas que se atreven a filmar con la misma libertad y ligereza que él. Y es precisamente en esa libertad donde reside su verdadero legado.

En sus películas, el viaje y la deriva no son simples dispositivos narrativos, sino estados del espíritu. En Adieu Philippine, los jóvenes protagonistas parecen atrapados entre un mundo en desaparición y otro que aún no se define, mientras que en Maine-Océan, los encuentros fortuitos revelan la riqueza de lo imprevisible. Rozier entendió que la autenticidad cinematográfica no se encuentra en la perfección, sino en la capacidad de capturar lo efímero. Por eso, su cine respira con una frescura inusual: es una invitación constante a la aventura, al error, al instante único que nunca se repetirá. El carácter lúdico de su cine se ve reflejado en su forma de trabajar. Rozier no imponía un guion estricto ni buscaba controlar cada gesto de sus actores. En cambio, creaba un ambiente en el que lo espontáneo podía emerger con naturalidad. Este método, que lo emparenta con cineastas como Jean Rouch y la tradición del cinéma vérité, le permitió capturar momentos de verdad que pocos directores han logrado con tanta autenticidad. La improvisación y la interacción con los espacios reales eran herramientas fundamentales en su cine, y a través de ellas lograba un realismo que no dependía de la mímesis, sino de la vibración de lo vivido.

Su fascinación por lo marginal también se manifestaba en sus elecciones temáticas. Le interesaban aquellos personajes que no encajaban del todo en los relatos convencionales del cine francés. Jóvenes en tránsito, turistas, músicos errantes, marineros, trabajadores precarios, todos ellos formaban parte de su universo. Rozier no los miraba desde la distancia, sino que compartía con ellos la incertidumbre de la existencia. Sus películas, de esta manera, se convierten en espacios de tránsito, en los que todo es pasajero y en los que el movimiento constante impide cualquier tipo de conclusión definitiva. Además, su sentido del humor lo distingue de otros cineastas de la Nouvelle Vague. Mientras que muchos de sus contemporáneos exploraban la angustia existencial o el desencanto político, Rozier prefería abordar la realidad con ligereza, sin que esto implicara falta de profundidad. Sus personajes, aunque a menudo enfrentan conflictos o situaciones difíciles, nunca pierden un cierto espíritu lúdico. Este tono desenfadado, que podría parecer opuesto a la seriedad con la que el cine suele abordar lo “importante”, es precisamente lo que lo hace tan singular.

Es posible que la relativa invisibilidad de su cine en comparación con la de otros directores de su generación se deba, en parte, a su negativa a adaptarse a los ritmos de la industria. Sus películas tardaban años en completarse, y su proceso de producción no seguía las normas establecidas. Esta independencia le permitió mantenerse fiel a su visión, pero también dificultó su acceso a un público más amplio. Sin embargo, aquellos que descubren su cine encuentran en él un soplo de aire fresco, una alternativa a la rigidez del cine más tradicional.

Hoy en día, cuando el cine parece cada vez más sometido a exigencias comerciales y narrativas convencionales, la obra de Rozier cobra una relevancia renovada. Su cine nos recuerda que las historias pueden contarse de otra manera, que el azar y la imperfección no son enemigos de la narrativa, sino que pueden convertirse en su mayor virtud. En un mundo obsesionado con el control y la previsibilidad, Rozier sigue siendo un cineasta esencialmente libre, cuya mirada nos invita a redescubrir el placer de lo inesperado.