“Desde Caligari decidimos, al igual que en 2024, no realizar cobertura del festival. No por indiferencia ni desinterés, sino por respeto al cine. Porque el cine, para nosotros, es un espacio para pensar, no una feria de entretenimiento. Y porque el festival, tal como está planteado, no ofrece condiciones mínimas para un ejercicio crítico. Su lógica actual no convoca a la reflexión ni al diálogo, sino a la condescendencia. En ese contexto, participar sería aceptar el juego de la complacencia, donde todo se celebra y nada se discute.”
El Festival Internacional de Cine de Mar del Plata comienza hoy y, una vez más, se presenta como un acto de inercia institucional antes que como un acontecimiento cinematográfico. En la conferencia de prensa realizada en el cine Gaumont hace unas semanas, los directores Gabriel Lerman y Jorge Stamadianos fueron recibidos por una sala llena de periodistas que aplaudían sin pausa. Aplausos de compromiso, de costumbre o de supervivencia por una acreditación o el sueño de ser invitados a ser jurados, poco importa. Lo significativo es que esa ovación no celebraba una programación sólida ni una visión curatorial, sino el simple hecho de que el festival siga existiendo. Y eso, en sí mismo, ya es un síntoma de decadencia: cuando un festival se aplaude solo por seguir respirando, el cine deja de ser el centro. La programación de esta edición confirma que no hay ninguna idea detrás. No hay una línea conceptual, una mirada sobre el presente ni un intento de ordenar la avalancha de títulos bajo un criterio que permita pensar algo más allá de la mera acumulación. El festival se presenta como un rejunte de películas existentes, conseguidas con urgencia o con suerte, sin una mano que las articule. Todo festival es una lectura del mundo a través del cine; este parece, más bien, una lista aleatoria. En la confusión de títulos y nombres, inevitablemente habrá películas valiosas, las hay incluso en los peores festivales del planeta, pero lo que define a un buen festival no es la casualidad de aciertos, sino el pensamiento que las conecta.
Se repite como lema el “renacer del esplendor”. Una consigna vacía que suena más a deseo de marketing libertario que a programa cultural. En nombre de ese supuesto esplendor, los directores adelantaron las fechas del festival para no coincidir con el Día de Acción de Gracias, bajo la ingenua idea de que eso permitiría la llegada de estrellas de Hollywood. Ninguna vendrá, por supuesto. En otras partes del mundo, los festivales que no pueden atraer a Hollywood, o que no les interesa hacerlo (que son la mayoría) eligen una dirección: curadurías que se concentran en cinematografías emergentes, en discursos políticos, en cine de género, en disidencias, en nuevos lenguajes.
Durante la presentación, los directores afirmaron que “hay muchas guerras en el mundo y eso se refleja en el cine”. Es una frase acertada, pero que el propio festival intenta desmentir: en su programación no hay una sola película que aborde el conflicto palestino-israelí ni ninguna otra que dialogue directamente con las tensiones políticas y humanitarias que marcan el presente. Desde Caligari decidimos, al igual que en 2024, no realizar cobertura del festival. No por indiferencia ni desinterés, sino por respeto al cine. Porque el cine, para nosotros, es un espacio para pensar, no una feria de entretenimiento. Y porque el festival, tal como está planteado, no ofrece condiciones mínimas para un ejercicio crítico. Su lógica actual no convoca a la reflexión ni al diálogo, sino a la condescendencia. En ese contexto, participar sería aceptar el juego de la complacencia, donde todo se celebra y nada se discute.
No puede ignorarse el marco institucional que alimenta esta deriva. El presidente del INCAA, Carlos Pirovano, ha demostrado un desprecio sistemático por el cine argentino y por las políticas culturales que le dan sustento. Ese desprecio se traduce no solo en recortes presupuestarios, sino también en una estética del desinterés. Los videos institucionales del festival, realizados con inteligencia artificial, condensan ese mal gusto. En ese marco, los directores del festival se lamentaron públicamente por tener “solo el 20% del dinero que realmente necesitamos”. La frase es tragicómica. Lo es porque, aunque el festival lleva años de dificultades financieras, este gobierno profundizó el desfinanciamiento hasta niveles insostenibles. Pero también porque el problema principal no es la falta de dinero, sino la falta de criterio. La pobreza presupuestaria puede generar creatividad; la pobreza curatorial, solo mediocridad. Un festival con recursos limitados pero con visión puede ser intenso, urgente, necesario. Uno con dinero pero sin idea es solo un evento más. Mar del Plata, hoy, es el ejemplo inverso: sin dinero y sin idea.
Sin embargo, el festival sobrevivirá a esta gestión. Lo hará porque tiene una historia y un sentido que trascienden la coyuntura. El desastre actual pasará, como pasan todas las mediocridades institucionales. Y entonces habrá que reconstruir desde los escombros, no para volver al esplendor, sino para recuperar el pensamiento.
En estos días, Carlo Chatrian (ex director de la Berlinale y uno de los curadores más lúcidos del panorama contemporáneo) dijo algo esencial: “El público busca una mirada, una narrativa que le diga por qué una película importa. Los festivales y las salas deben ofrecer contexto, conexión, sentido. Eso puede marcar la diferencia”. Su diagnóstico no podría ser más pertinente. Esa es la salida. Revalorizar la figura del curador, formar nuevos espectadores a los cuales devolverles un sentido de pertenencia, y rescatar la dimensión colectiva del cine.
Suscríbete ahora y obtén acceso ilimitado a Caligari / Subscribe now and get unlimited access to Caligari