Clara se pierde en el bosque (2023), de Camila Fabbri

Un estribillo rockero y sentimental

Por Juan M. Velis

 

En la ópera prima de la escritora y actriz Camila Fabbri (que viene de ser estrenada en el Festival de San Sebastián y se podrá ver en la inminente edición del Festival de cine de Mar del Plata), se nos invita a zambullirnos en la interioridad problemática de Clara (Camila Peralta), una joven treintañera que, en medio de un viaje a la casa de campo de la familia de su pareja (Agustín Gagliardi), empieza a ser asaltada por recuerdos brumosos, angustiantes y a la vez nostálgicos de su adolescencia. Es que la protagonista es sobreviviente de la trágica noche incendiada del 30 de diciembre de 2004, cuando en el boliche conocido como República Cromañón murieron casi doscientos jóvenes que habían ido a escuchar a una de las bandas más populares del momento (Callejeros), representativa del género del rock barrial (o chabón).

 

Por eso, cuando en una de las primeras escenas Clara le sube el volúmen a uno de los himnos de los primeros discos de Intoxicados mientras viajan en auto por la ruta camino al campo, su rostro dibuja una sonrisa de satisfacción tan sensible y franca como la mueca ambigua y dislocada que desarma su semblante inmediatamente después. No puede sostener la alegría que le invoca el hecho de recordar aquellos retazos eternizados de la adolescencia. Porque el humo tóxico del pesado recuerdo la empieza a asfixiar al punto tal de tener que encontrar rápidamente un pretexto para desnudar el trauma, y exorcizarlo: luego de escuchar un mensaje de audio de su amiga Martina, que le comenta algo vinculado con la maternidad, se nos revela que Clara está recolectando material testimonial (principalmente audios de WhatsApp) para tramar una suerte de memoria colectiva audiovisual sobre aquellos años, empañados por el desgraciado suceso del 2004. Su novio, Miguel, que va manejando, aparta por un instante su vista de la carretera y voltea a Clara para juzgarla sutilmente evidenciando en su expresión cierta estupefacción por la fascinación de ella al entonar los versos de ese hitazo de comienzos de siglo. No reconoce la voz de “Cristian ‘el Pity’ Álvarez”, como le señala ella enfáticamente. “Re rollinga era yo”, subraya unos segundos después. Miguel vuelve la vista al frente, casi inexpresivo. Clara todavía ni llegó al supuesto “bosque” que anuncia el título, y ya la podemos notar perdida y desconectada dentro de ese laberinto zigzagueante que son las relaciones humanas.

 

La película de Fabbri avanza de manera paulatina mientras articula las escenas de Clara y la familia de su pareja (su madre, el hermano con su novia, su sobrino) en esa aburrida pero majestuosa casa de campo, con fragmentos de registros visuales y sonoros sobre resonancias de la infancia, la adolescencia, la pasión juvenil, el rock barrial de aquellos años, el descontrol, la aventura… Los contrastes son evidentes, y ante ese escenario la realizadora decide forzar el tono híbrido entre ficción y documental: las imágenes de archivo que recuperan vivencias, experiencias y hasta escenas de recitales en vivo de los 90-2000, irrumpen en ese bosque y esa laguna que la reconectan a Clara con emociones que surgen como inexorables repeticiones turbulentas. Pero el conflicto dramático se acentúa inclusive más cuando la idea de la maternidad se hace más presente, densifica los repliegues de su introspección y la llevan a Clara a confrontar a su novio -y hasta a la familia de éste-, que casi nunca tuerce su expresión fría e inmutable (salvo cuando recuerda un trauma penumbroso personal, que por supuesto también tiene que ver con incendios).

 

De este modo, Clara se pierde en el bosque va tramando y entretejiendo tópicos y capas de sentido que no reposan en el mero efecto de contraste documentalizante que se genera por la superposición de material de archivo, con relatos dolientes de mensajes de audio, y escenas en la casa de campo y alrededores; el tema de la maternidad complejiza el asunto y hace emerger algunas preguntas: ¿es posible superar y exorcizar realmente esos traumas constitutivos de la identidad a través de esos registros -Clara lo complementa con grabaciones de una camarita digital que lleva consigo al viaje-? ¿Cómo atravesar a conciencia el duelo para poder considerar nuevos objetivos y proyecciones a futuro (la idea de formar una familia, tener hijxs)? ¿Es todo esto inevitable o acaso son ideas que surgen repentinamente como una imposición social implícita ligada al hecho de conocer a la familia del novio -y trabar un vínculo fugaz pero tierno y sincero con el sobrinito-? Lo cierto es que son interrogantes tajantes que podemos hacer(nos), sobre todo si nos sentimos aunque sea mínimamente identificadxs con ciertas características del período socio-histórico al que la trama alude en los momentos de recuerdo y remembranza.

 

Habría que reiterar que la película de Fabbri es “nostálgica”, pero, insistimos: hay algo del caos interno de la protagonista, reflejado en la expresión siempre ambigua y sensible de su protagonista, que nos conduce más hacia el terreno de la disyuntiva introspectiva por “lo que vendrá” (la tan temible incertidumbre por la proyección a futuro, en principio en términos emocionales y vinculares). Aquellas imágenes -imaginarios- neblinosas, de tiempos de guitarras gastadas, estribillos sentimentales explosivos y un ferviente clima de futbolización rockera, son el pretexto perfecto para evidenciar que Clara necesita revitalizar su vida, a partir de que escucha a su amiga de la infancia hablar tan seriamente del hecho de ser madre. Y seguramente lo logrará, porque el subtexto de la película no es necesariamente pesimista (por eso convendría evitar ciertas adjetivaciones que, a veces, son ineludibles: como “nostálgico” o “melancólico”). En una escena, el hermano de Miguel agarra una guitarra y se pone a tocar El Rey (canción del primer álbum de Intoxicados) y Clara -ella sola, con su entusiasmo al cantar, el brillo en sus ojos y agitando los brazos- transforma ese momento anodino de media tarde familiar en un ritual improvisado que adhiere aunque sea un poco de emoción a ese clima de -por momentos- insoportable quietud.

 

Clara se pierde en el bosque (2023) es un retrato transparente y cálido de unx millennial que por momentos naufraga y por momentos rumbea esas instancias que -se supone- son cruciales en nuestra vida. Una joven de poco más de 30 años como la propia Camila Fabbri (sobra resaltar lo obvio de los tintes autobiográficos del relato) que se permite asumir la complejidad de dos asuntos tan cotidianos como enrevesados: la idea de tener que crecer y considerar seriamente ideas -deseos- como ser madre, y la idea de tener que recordar siempre la añoranza y la angustia de momentos de la primera juventud, en donde las ganas de querer cantar tu canción favorita a viva voz y sin que importe más nada aparece como un llamado providencial que no conviene dejar pasar. Que hay que seguir alimentando. A lo mejor se trata de poder encontrar un cierto equilibrio, otro aspecto que no falta -desde lo formal, lo dramático, lo narrativo- en esta interesante primera incursión de la joven directora.

Titulo: Clara se pierde en el bosque

Año: 2023

País: Argentina

Director: Camila Fabbri