“Entre Sombras y Soldados”
Por Laura Santos
Una obra que va más allá del típico documental sobre entrenamiento militar. En su ópera prima, el director peruano nos sumerge en la vida de los reclutas del ejército de su país, enfocándose en la rigurosa formación a la que son sometidos para convertirse en parte de las fuerzas de élite, destinadas a operar en una de las zonas más peligrosas de Perú: el Valle de los Ríos Apurímac, Ene y Mantaro (VRAEM), conocido por su alta producción de cocaína y la presencia de grupos guerrilleros y narcotraficantes. El documental no se limita a retratar el lado más duro y físico de la formación. Tizón, con su cámara siempre cercana y sensible, nos permite adentrarnos en las emociones, los miedos y las relaciones de los jóvenes reclutas. Sin centrarse en ningún individuo en particular, los muestra como un colectivo que comparte momentos de tensión, esfuerzo físico extremo, pero también de camaradería y vulnerabilidad. Desde el inicio, la cámara acompaña a los soldados novatos en su primera incursión en el mundo militar, desde el corte de cabello obligatorio, símbolo del abandono de su vida civil, hasta los entrenamientos más extenuantes, como los saltos en paracaídas y las marchas nocturnas en condiciones extremas.
La decisión de Tizón de mantenerse siempre cerca de sus sujetos, utilizando primeros planos y planos medios, crea una atmósfera de intimidad que es poco común en documentales de esta naturaleza. En lugar de enfocarse únicamente en la disciplina y el sufrimiento físico de los reclutas, el director opta por una aproximación más humanista, revelando sus conversaciones privadas, sus miedos y sus momentos de descanso. Uno de los momentos más conmovedores del film es cuando un recluta admite con franqueza su apego a su madre y cómo, a pesar de estar inmerso en un mundo de machismo y dureza, sigue buscando consuelo en ella. Estas confesiones, sumadas a las interacciones entre los jóvenes, muestran un lado más vulnerable y emocional que contrasta fuertemente con la imagen tradicional de un soldado endurecido por el entrenamiento. Uno de los puntos más destacados de Vino la noche es el uso del sonido y la imagen para crear contrastes emocionales. Las escenas de entrenamiento físico, acompañadas por el ruido ensordecedor de los aviones o los gritos de los comandantes, son seguidas por momentos de silencio profundo cuando los soldados se lanzan en paracaídas o se sumergen en las oscuras aguas durante la noche. Tizón logra que estos momentos de silencio sean tan poderosos como los más ruidosos, transmitiendo la soledad y la introspección que muchos de los reclutas deben sentir en esos instantes.
A lo largo del documental, vemos cómo los soldados se enfrentan a situaciones extremas: desde ser sometidos a entrenamiento bajo el agua helada, hasta la preparación para situaciones de combate en una de las regiones más peligrosas del país. Pero lo que realmente hace que la película destaque es la capacidad de Tizón para humanizar a sus sujetos, recordándonos que detrás de esos uniformes y ejercicios extenuantes, hay jóvenes con historias, emociones y sueños. La cámara sigue los movimientos de los soldados, a menudo temblando al ritmo de su respiración, lo que le otorga al espectador una sensación de estar presente, casi participando en los entrenamientos. En lugar de buscar encuadres limpios y perfectos, Tizón permite que los cuerpos, el equipo militar y el entorno interfieran en la composición, lo que refuerza la sensación de inmersión y proximidad con los soldados. Vino la noche no es solo un documental sobre el entrenamiento militar en Perú, sino una reflexión sobre la juventud, el sacrificio y la humanidad que subyace en una de las profesiones más duras del mundo. Paolo Tizón nos ofrece una obra que no solo retrata la brutalidad del entrenamiento militar, sino también la ternura, las relaciones y las motivaciones personales de los jóvenes que eligen este camino. Un documental profundamente íntimo y emocional, que deja una huella duradera en el espectador.