Por Kristine Balduzzi
En esta obra, el cineasta Antonin De Bemels desafía las fronteras de lo figurativo y lo abstracto, empleando su propio cuerpo como lienzo y pincel. Los movimientos que despliega en pantalla no solo se entrelazan, sino que se transforman en formas abstractas que lentamente dominan el encuadre, mientras que el fondo blanco del lienzo se convierte en un campo de batalla donde lo humano y lo artificial, lo singular y lo replicado, lo atrapado y lo liberado se enfrentan y se funden. Este contraste entre el cuerpo en movimiento y la quietud del fondo genera una tensión visual que capta la atención del espectador desde el primer instante.
Este espectáculo unipersonal es más que una simple performance; es un viaje introspectivo hacia las profundidades de la identidad, donde el artista no solo se representa a sí mismo, sino que también se deconstruye, se multiplica y se enfrenta a sus propias contradicciones. La combinación de video y música crea un ambiente hipnótico, donde la lucha interna de De Bemels se convierte en una danza cósmica, recordándonos a la complejidad divina de Shiva o a la caótica armonía de un enjambre de abejas.
La referencia a los musicales de Busby Berkeley aporta una dimensión adicional, sugiriendo que esta obra es, en esencia, un musical contemporáneo para la era digital, donde la repetición y la simetría visual se convierten en vehículos para explorar la dualidad de la existencia humana. De Bemels logra fusionar el arte visual y la música en una experiencia sensorial total, dejando al espectador atrapado en una red de movimientos, sonidos y emociones que resuenan mucho después de que la pantalla se apaga. Con esta obra, el cineasta no solo desafía las expectativas, sino que también redefine el espacio entre el arte performativo y el cine experimental, creando una obra que es tanto un espectáculo visual como una profunda reflexión filosófica.