“Las Vegas, espejismo de gloria pasada”
Por Franco Alvés
En un mundo que vive fascinado con lo nuevo, con lo inmediato, con lo que brilla aunque no tenga fondo, The Last Showgirl aparece como una anomalía tierna, melancólica y profundamente conmovedora. La película de Gia Coppola no busca el artificio, no se refugia en el sarcasmo ni en la nostalgia como postura estética: se zambulle de lleno en el ocaso de un mundo de lentejuelas, plumas y espejos rotos. Es la historia de Shelly, una mujer que dedicó tres décadas de su vida a ser showgirl en el show Le Razzle Dazzle, y que, al saber que su espectáculo será cancelado, entra en una crisis existencial tan íntima como devastadora.
Pero lo que The Last Showgirl plantea va mucho más allá del drama de una artista enfrentada al final de su carrera. La película se articula como una elegía para quienes han sido sistemáticamente subestimados, ignorados o malinterpretados. Es, en su núcleo, una reflexión sobre el valor que le damos al trabajo que no deja huella visible, a las formas de resistencia que se expresan desde el cuerpo, el brillo y la entrega diaria a un oficio ninguneado por una industria en constante mutación.
El relato transcurre en apenas dos semanas, pero ese lapso basta para que Shelly se enfrente no sólo al cierre del espectáculo que fue su vida, sino también al reencuentro con una hija a la que entregó en adopción dentro de su propia familia. El vínculo entre madre e hija no está definido por los clichés del drama ni por grandes gestos emocionales, sino por silencios incómodos, intentos torpes de cercanía, y un abismo que ninguna de las dos sabe cómo llenar. Es en estos momentos donde la película encuentra su corazón: en la contradicción entre el deseo de dar amor y la incapacidad de encarnarlo de forma reparadora. Coppola estructura su película como una coreografía emocional: los tiempos son pausados, los silencios se expanden y los momentos de ternura son fugaces, pero dejan marcas imborrables. La mirada que propone hacia sus personajes no es compasiva ni crítica, sino hondamente comprensiva. Se trata de mujeres que han formado una familia alternativa en los camarines, entre bastidores, en las rutinas nocturnas. Mujeres que se acompañan en la caída sin dramatismo, con la resignación cómplice de quien sabe que lo verdaderamente valioso no puede sostenerse para siempre. Shelly es el punto gravitacional de esta constelación: una figura cuya lucha no es por mantenerse vigente, sino por justificar ante sí misma el sentido de una vida entera dedicada a una forma de belleza que ya nadie quiere ver. La película, sin necesidad de subrayarlo, plantea una pregunta lacerante: ¿qué sucede con quienes sostienen tradiciones que el tiempo considera obsoletas? ¿Qué pasa con las guardianas de memorias colectivas que ya no importan a nadie más?
En ese tránsito del deslumbramiento al vacío, The Last Showgirl no cae en la trampa de glorificar el pasado ni demonizar el presente. Su gesto más radical es otro: rescatar del olvido a una figura que, como tantas, fue usada por el sistema y luego descartada. No se trata de una historia de redención ni de un regreso triunfal, sino de un inicio tardío: un alumbramiento doloroso pero liberador. No es un “comeback”, sino la primera vez que alguien mira de verdad. Es esa mirada, limpia de cinismo y plagada de humanidad, la que sostiene toda la película. Una mirada que desmantela estereotipos sin proclamas, que encuentra dignidad en la fragilidad y que logra, milagrosamente, que un personaje como Shelly no se desvanezca al apagarse los focos. Porque aunque el telón baje y el show se acabe, ella permanece. Brilla incluso en la oscuridad. Y eso, en tiempos de consumo efímero y olvidos instantáneos, es un acto de resistencia feroz.

Titulo:The Last Showgirl
Año: 2024
País: Estados Unidos
Director: Gia Coppola