“Donde el tiempo se pliega”

Por Natalia Llorens

En un año repleto de películas esperadas, Sound of Falling se alza como uno de esos casos infrecuentes en los que las expectativas no solo se cumplen, sino que se desbordan. Ya en la fila para ingresar a la sala se hablaba con insistencia de cómo Cannes le había “robado” a último momento la película a la Berlinale, lo que no hizo más que multiplicar la expectativa del público. La cinta que Cannes se quedó sin culpa no es una historia como las demás. Es un gesto cinematográfico que desafía el tiempo y la linealidad, una meditación lírica y lúgubre sobre la memoria, la infancia, la muerte y, sobre todo, la experiencia femenina a lo largo del siglo XX. Nada en Sound of Falling responde a una lógica convencional. No hay una narración que se despliegue con estructura reconocible, ni un orden cronológico que nos facilite el tránsito por sus imágenes. Lo que se nos ofrece es una textura, una atmósfera, un estado perceptivo que obliga a los sentidos a afinarse. Cuatro niñas (Alma, Erika, Angelika y Lenk) habitan una misma granja en el este alemán, pero lo hacen en tiempos distintos, en décadas distintas, en mundos que se superponen y se espejan sin que medie explicación. La cámara, siempre inquieta, se desliza entre ellas, confundiendo los siglos y revelando las repeticiones, los ecos, los patrones que ligan unas existencias a otras.

La película no cuenta una historia: convoca un estado. Y en ese estado, el pasado no es lo que ya pasó, sino lo que persiste, lo que tiñe el presente con sus capas invisibles. Los objetos, los muros, el río que atraviesa los campos como una vena viva: todo parece llevar la huella de lo que fue. Todo está cargado de presencias que ya no están pero que aún pesan. Hay un trabajo emocional, casi espiritual, en la manera en que Sound of Falling nos sumerge en este tiempo suspendido, que no fluye sino que reverbera. La mirada infantil, esa mirada a la vez inocente y brutal, es el punto de entrada a esta coreografía espectral. Las niñas no narran, no explican: sienten. Perciben. Se mueven entre juegos, silencios, dolores no dichos, y una forma de sabiduría muda que solo el cine más hondo puede llegar a sugerir. La película les da voz no tanto en sus palabras, sino en sus cuerpos, en sus pausas, en la densidad emocional de cada escena. Y desde allí se despliega una experiencia que es, más que nada, sensorial. Casi como un perfume o un recuerdo que uno no sabe de dónde viene, pero que nos captura.

Sound of Falling es también una película de fantasmas, aunque sin apariciones explícitas. Lo que hay son presencias sin cuerpo, emociones sin nombre, herencias sin explicación. Las mujeres de esta familia, las que viven, las que vivieron, las que vendrán,  forman una cadena invisible que atraviesa la historia como una corriente subterránea y así no juzga ni señala, pero deja que sus imágenes sugieran una verdad incómoda: que la opresión, la tristeza, y el desamparo femenino no son hechos aislados ni errores del pasado, sino estructuras que persisten, que se renuevan con nuevos rostros, con nuevas formas de silencio. Y, sin embargo, no todo es desolación. En los juegos, en los gestos, en la ternura secreta entre hermanas, hay también pequeños oasis de belleza, momentos en los que la vida asoma con una luminosidad frágil pero intensa. No es una película fácil, ni busca serlo. Pero en esa dificultad, en esa apuesta por una forma libre y abierta, reside su potencia. Sound of Falling se atreve a no complacer, a no dar respuestas, a arriesgarlo todo en la construcción de un mundo poético que se sostiene por su propia lógica.

Hay resonancias de otros grandes cineastas: la melancolía matérica de Tarkovski, el ascetismo de Dreyer, la crudeza de Haneke, los silencios de Bresson, incluso el temblor místico de Malick. Pero lo que impacta es que, pese a todos esos ecos, la voz que se escucha aquí es nueva. La directora, que hasta hace poco trabajaba como bailarina de fuego en un circo,  ha encontrado una forma de decir que le pertenece por completo. Una forma que se siente inevitable, como si estas imágenes no pudieran haber sido de otro modo. Pocas veces una segunda película de un director irrumpe con tanta claridad, con tanta contundencia. Hay en Sound of Falling una voluntad radical de crear algo único, de confiar en el poder del cine para hacer visible lo invisible, para escuchar lo que no se dice. En su dimensión más profunda, es una obra sobre cómo las vidas de las mujeres quedan inscriptas en la materia: en la tierra, en las piedras, en los gestos repetidos, en los cuerpos que heredan no solo una biología, sino una historia.

Titulo: Sound of Falling

Año: 2025

País: Alemania

Director: Mascha Schilinski