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Silver Haze (2023), de Sacha Polak

Ikea kitchen sink

Por Agustín Acevedo Kanopa

Silver Haze no demora mucho en mostrar sus credenciales de película que quiere trascender el realismo kitchen sink para ser algo más poético y elevado. Hagamos un recuento de las primeras escenas: cámara lenta, detalles de una mano llena de quemaduras enrollando un joint de hachís, un hombre cogiendo con una máscara de gas, flores dejadas sobre el alambrado lindero de un terreno reducido a escombros, globos rojos en un fondo gris.

La cámara acompaña a Franky y a su familia disfuncional en su caótico día a día, un acontecer lleno de actos naturalizados de violencia y problemas atados con alambre que si no fuera por el tono solemne que rodea al film podría rivalizar con los de los habitantes de la serie Shameless. La información va dosificada y de a poco vamos armando el puzzle de la historia familiar: Franky (Vicky Knight) es la sobreviviente de un incendio en un bar, un trágico evento que posiblemente haya sido ideado por la amante de su padre, con quien desapareció sin dejar rastro. La idea de fuego adquiere la dimensión de un leit motiv en tanto las emociones recurrentes que rodean a todos los personajes del film: seres que quieren compartir su calor pero siempre están a punto de quemar a todo lo que tocan, el fino límite entre el golpe y la caricia, el cariño y la puteada.

La cámara ama las heridas de Franky. Le gusta ese tono brilloso y liso que terminan tomando los queloides ocasionados por el fuego, en contraposición al tono más opaco y poroso de la piel regular. Cada vez que puede la cámara captura esas heridas con poca profundidad de campo, dejando todo lo demás en un neblinoso bokeh, como si quisiera deslizarse y patinar sobre su superficie. Este uso del obturador se corresponde con los movimientos de cámara que parecerían obedecer a un vaivén flotante que alterna entre rostros, palabras y objetos. Un ejemplo notorio de esto se da ya en el comienzo mismo del film, cuando la familia nos es presentada en un almuerzo navideño. Ahí, la cámara se embarca en un vals que va meciéndose de un lado a otro, como si esta decisión técnica tuviera un correlato narrativo, en el que no hay nada prefijado, en donde lo que hay frente a nosotros es “la vida tal cual es”.

No hay nada inherentemente malo con estas decisiones estéticas, incluso podría decirse que la relación contenido/forma es lógica en sí. El problema que se percibe, a lo largo que avanza Silver Haze, es que la directora Sacha Polak se esfuerza demasiado. La película apuesta a un tenor acumulativo de desgracias, como si cada clavo martillado sobre el cajón de esa vida desgraciada le confiriera un estatus mayor de realismo. Y esta sensación se va profundizando con las elecciones estéticas, siempre demasiado auto obligadamente arty, como si la directora estuviese pensando en cada plano si aquella still llegaría a ser el utilizada en el catálogo de algún festival de turno. Florence (Esme Creed-Miles), la chica problemática de quien se enamora Franky al comienzo del film, recién salida del hospital por un intento de autoeliminación, al preguntársele qué le pasó dice “I got a broken heart”. Todo su arco de posible manic pixie dream girl que ayuda a la protagonista a volver a querer se disuelve al mostrarla como alguien demasiado borderline para ser querible. Sin embargo, en el trayecto vemos los destellos de su trastorno de personalidad en, por ejemplo, un rapto de erotismo que la lleva a hacer un pseudo striptease al son de Vitamin C, de Can. Sé que puede parecer quisquilloso, pero el detalle de la canción es sólo una muestra de esta autoconciencia bastante molesta de Silver Haze: Florence no se rinde a la seducción de una canción grasa o común (como los personajes hiperquinéticos de American Honey), lo hace con un hito hiper cool liderado por la voz de Damo Suzuki y el resto de los integrantes de una formación krautrock de Dusseldorf (que también se usa en esa película de referencia británica  que es Morven Callar).

La mayoría de la película sufre de esta pomposidad disfrazada de realismo social, de suciedad filmada a lo Malick, que a pesar de su buen corazón termina por generar efectos contrarios.

Más allá de estas decisiones estéticas (que el lector de esta nota podría acusar como capricho de quien escribe) hay un quilombo total con las líneas narrativas. Silver Haze quiere hablar de un montón de temas. Primero está el misterio de quién incendió el bar en el que casi moría la protagonista; después está el drama del padre abandónico y la vida marcada -literalmente- por el fuego; después la relación de amor tumultuoso y autodescubrimiento de nuevos intereses sexuales y el no apoyo familiar; y después el aftermath de ese vínculo caótico y violento y la posterior historia de una nueva familia alternativa a conformarse. La película va por uno y otro de esos temas y nunca llega a cerrar ninguno, y más allá de que este es el problema más evidente del film, también termina siendo uno de los pocos asuntos que lo salva de sus propias aguas. Hay, en esta plétora de temas e ideas que nunca cierran, un dejo, ahí sí efectivo, a “la vida tal cual es”, que termina por funcionar en su no linealidad. Lo más rescatable del film es, de esta manera, la idea de lo familiar como algo mutable, algo que sólo funciona como adición, como placas tectónicas con sus fallas, grietas, abismos y magma volcánico a punto de emerger. Silver Haze es mejor cuando los personajes casi no dicen nada, o cuando dicen cosas como “pasame el vaso de agua”; cuando la cámara se toma un descanso y simplemente filma algo sin ningún trazado ulterior; o cuando las metáforas dan aire para que la vida suceda ahí sobre el lente.

Titulo: Silver Haze

Año: 2023

País: Países Bajos

Director: Sacha Polak

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