Trump ha defendido públicamente la idea de que la crueldad es un recurso útil para “disuadir”. Bajo ese principio, la separación de familias se reinstauró con renovado vigor. Padres y madres son apartados de sus hijos, quienes son clasificados como “no acompañados” y enviados a centros de detención sin que se garantice la reunificación. Este sadismo institucional no es un error ni un exceso, sino parte de una estrategia política que busca enviar un mensaje: venir a Estados Unidos puede costar la familia, la infancia, incluso la vida. La magnitud del proyecto represivo es sostenida con cifras astronómicas. El presupuesto destinado a operaciones migratorias y a la expansión de ICE supera los ciento setenta mil millones de dólares. No se trata de un conjunto de medidas improvisadas, sino de una maquinaria industrializada de exclusión, con cárceles, campos de detención y despliegues militares. La frontera ya no es solo una línea geográfica: es un laboratorio donde se prueban nuevas formas de control social, luego exportadas a otros ámbitos.
La película dialoga directamente con este contexto. En ella, la represión no es episódica, sino permanente. La traición de Perfidia, que decide colaborar con las autoridades para salvarse, refleja cómo el poder estatal fragmenta resistencias, ofreciendo salidas individuales a cambio de desarticular proyectos colectivos. Es una metáfora de cómo, en la realidad, la represión migratoria busca sembrar desconfianza, debilitar la solidaridad comunitaria y sustituir el apoyo mutuo por la supervivencia individual. El salto temporal de dieciséis años que plantea el film enfatiza la continuidad de esta violencia. Bob, convertido en un exrevolucionario derrotado, vive con su hija en un mundo donde nada esencial ha cambiado. La violencia migratoria persiste, la militarización se intensifica, los centros de detención siguen operando. Lo que se hereda no es solo la memoria de la represión, sino también su normalización. Willa, la hija, simboliza a las nuevas generaciones que crecen en un entorno donde la hostilidad hacia los migrantes es parte del paisaje, y que deberán decidir si resignarse o resistir.
Lo fascinante de One Battle After Another es que evita convertir a los revolucionarios en héroes perfectos. Son torpes, desorganizados, a menudo ridículos. Sin embargo, su lucha persiste. Esa insistencia, esa capacidad de seguir peleando “una batalla tras otra”, es el corazón político de la película. Anderson parece sugerir que la resistencia no se mide en victorias definitivas, sino en la capacidad de persistir frente a un sistema diseñado para desgastar y destruir. En la actualidad, con Trump redoblando su proyecto de deportaciones masivas y buscando incluso eliminar la ciudadanía por nacimiento a hijos de inmigrantes, la película se lee como un comentario inmediato. El grotesco Lockjaw refleja las pulsiones racistas y autoritarias que marcan el presente político. Lo que en la pantalla se muestra como sátira, en la vida real adopta formas de discursos presidenciales, órdenes ejecutivas y operativos policiales. Lo grotesco ya no es solo caricatura: es la normalidad política de un país que ha convertido la migración en sinónimo de amenaza. One Battle After Another no ofrece soluciones fáciles. Tampoco presenta utopías revolucionarias. Lo que muestra es la persistencia de un sistema de violencia estructural y, al mismo tiempo, la necesidad de resistir aunque el horizonte parezca imposible. El cine de Anderson se convierte así en un acto político: al evitar situarse en un tiempo preciso, logra hablar de todos los tiempos, incluido el nuestro. Y al hacerlo, nos recuerda que la hostilidad hacia los migrantes no es un episodio pasajero, sino una herida abierta que atraviesa generaciones. La película plantea una pregunta incómoda: si la violencia migratoria es estructural y perpetua, ¿qué papel nos corresponde? Anderson no responde, pero sugiere que la única opción es no dejar de luchar. Aunque la resistencia sea torpe, aunque las victorias sean parciales, aunque la represión parezca infinita, lo único intolerable es la pasividad.