“Notas sueltas sobre el rodaje de PR1NC3S4, de Raúl Perrone”

18/9/19 22:49

Raúl

Hola Paulo, ¿cómo va? Necesito hablar con uste.

19/9/19 8:45

Paulo

Hola Perro, estoy sin celular desde hace tres semanas. ¿Qué contás?

19/9/19 11:05

Raúl

Uy, estás complicado. bueno, no entro mucho por acá. Si te veo conectado te hablo, abrazo.

19/9/19 13:19

Paulo

Dale, si querés adelantame algo… yo también entro poco pero por ahora es mi único modo de comunicación a distancia. quizás estos días consiga un celu y te llamo, ¡abrazo!

 

15/10/19 21:25

Raúl

Hola Paulo, ¿tenés celu? Tengo q hablar con vos.

Paulo

Hola Perro. Si, lo recuperé. 

Raúl

¿De línea no?

Paulo

Celular.

Raúl

Bancá.

Así comenzó nuestra conversación, como si nada, por el Messenger de Facebook. Y continuó unos minutos más tarde por teléfono, con un Perrone exultante. Esta vez no me llamaba para hablarme como a un periodista de la nueva película que estaba por comenzar a filmar, sino para invitarme a ser parte de ella, como uno de sus actores protagónicos. “¿Te animás a hacer un papel en la película?”, me soltó sin filtro. Era el rol de un samurai y me había elegido porque había visto en algún lado unas fotos mías con el pelo largo. Según me explicó, mi cara, mi cabellera y mi postura daban con el fisic du rol del personaje. Le dije que sí, sin pensarlo, supongo que llevado por el entusiasmo de trabajar con un director al que admiro y por el desafío de actuar por primera vez en una película. Creo que acepté su invitación como quien acepta una invitación a jugar. Además, un samurai sanguinario sacado de un film de Kurosawa y perdido en los suburbios de Ituzaingó era un papel que ningún actor o intento de serlo se hubiera negado a hacer. Y yo tampoco. 

Unas semanas antes, casualmente, había visto el largometraje El prof3s1on4l, un documental de Martín Farina sobre el rodaje de CUMP4RSIT4 (2016), que tenía como protagonista al propio Perrone, su director. Farina lo mostraba en plena acción, mientras hablaba de cine o planificaba en su casa las próximas jornadas de trabajo, le daba indicaciones a los actores en el set, organizaba rápidamente la puesta en escena según sus posibilidades en cada locación, observaba con atención el desarrollo de las situaciones o diseñaba con el camarógrafo la composición y los movimientos del siguiente plano. Lo mostraba como un trabajador incansable, un cineasta muy imaginativo y económico (al tener la capacidad de hacer mucho con muy poco), un artista de mirada pictórica, poética y experimental, aunque bastante quejoso. En su artículo El prof3s1on4l: Filmar para ver (publicado en Página12 en octubre de 2019), el crítico Horacio Bernardes daba en la tecla al señalar algo que el film de Farina dejaba en evidencia: “La batalla de Perrone es otra: cómo dar con el encuadre justo, cómo hacerse entender por actores y miembros del equipo y, tal como él parecería vivirlo, cómo lograr que esa manga de inútiles no le hunda la película. ¿O es que Perrone actúa del Perro, su otro yo protestón y mala onda?”. 

¿Podría decirse entonces que hay dos Perrones? Estaría el cineasta independiente, prolífico y talentoso, un poco fóbico eso sí, que casi nunca sale de Ituzaingó, que nunca viaja en avión (ni siquiera a la Viennale, en Austria, ni a ningún otro de los festivales donde le dedicaron retrospectivas o lo invitaron a competir con sus obras) y que sin embargo investiga, arriesga y prueba cosas nuevas en cada una de sus películas, todo el tiempo, desde el principio de su trayectoria, pero mucho más decididamente durante los últimos años, a partir de P3nd3jO5 en 2013 y hasta este nuevo film de samurais inédito, en el que viaja hacia el pasado del cine japonés y lo reinterpreta incorporándole elementos del presente. Ese es el Perrone que conozco y me inspira con su perseverancia (su lema pareciera ser: “Siempre para adelante, a pesar de todo”) desde 1998, cuando estrenó 5 pal’ peso en el Cine Cosmos y lo entrevisté por primera vez como periodista en un bar aledaño que él usaba como oficina de prensa. 

Pero también, según me quedaba claro después de ver el documental, tendría la oportunidad de conocer y quizás sufrir en carne propia al Perrone de pocas pulgas, al director quisquilloso y gruñón, al hombre orquesta que lleva el guión técnico anotado con todo detalle en su memoria (y en un papel manuscrito que guarda en un bolsillo y consulta muy de vez en cuando), y por ende no soporta pérdidas de tiempo, preguntas inoportunas ni distracciones de ninguno de sus colaboradores, sean técnicos o intérpretes. “¿Me vas a tratar como a los actores en el rodaje de CUMP4RSIT4?”, le pregunté por teléfono, medio en broma y medio en serio, recordando la escena del film de Farina donde le pide a un actor que simplemente cruce corriendo frente a cámara. Algo extremadamente sencillo que se transforma inesperadamente en una comedia de malentendidos, discusiones y retomas. “Nada que ver. Vos sabés de cine. Vos seguro que lo vas a disfrutar”, me respondió. Y para mi, ese comentario fue algo premonitorio. 

En los días siguientes le mandé unas fotos que me pidió, personificando a un samurai en diferentes poses y con distintos peinados. Me preguntó si tenía un kimono y me indicó que viera o repasara una serie de películas de los años ’50 y ’60 dirigidas por Akira Kurosawa y otros cineastas japoneses. Su idea era recrear un tiempo remoto y contar una historia desde la mirada simultánea de tres personajes antagónicos. Una geisha, un samurai y un ladrón envueltos en una trama de crímenes, locura, decadencia moral, mentiras y venganzas. Una especie de “Rashomon” silente en el oeste del conurbano, con un ambiente húmedo y lluvioso, espacios abandonados, pastizales, pantanos, montes y edificios de monoblocks en ruinas como escenarios actuales de una época lejana llena de pesimismo y devastación. Fue muy bueno volver a ver todos esos films, especialmente “Harakiri” (1962), de Masaki Kobayashi, porque en todos ellos encontré un modelo de actuación y conducta similar, una postura física, un andar y un forma particular en la mirada, todo ello relacionado con la cultura centenaria de una élite guerrera y con creencias profundamente arraigadas –aunque en decadencia- sobre la lealtad, la dignidad y el honor. 

Mirando con atención todos esos films creo que aprendí, al menos, a moverme con el ritmo sereno y el carácter firme de un samurai. Para Perrone, el ejemplo a seguir era el gran actor japonés Toshiro Mifune, especialmente en las películas que hizo junto a Kurosawa. Una de las escenas interpretadas por él que más me interesó es la del duelo final en Yojimbo (1961), cuando su personaje se acerca despreocupado y con cierta altivez a su contrincante, moviendo un palillo entre sus labios y con las manos escondidas dentro de su kimono. Ese film me permitió ver que mi personaje podía ser una incógnita, una especie de duda tanto para el espectador como para mis propios compañeros. Podía encarar a un samurai imprevisible, con una expresividad marcada y reacciones sorpresivas. Todo un desafío para cualquier persona como yo, con una mínima experiencia actoral.

Una o dos semanas después, entre octubre y diciembre de 2019, filmamos PR1NC3S4,  junto a los actores Débora Nishimoto, Matías Tamanaha y Juan Manuel Soria, dos camarógrafos, una vestuarista, maquilladora y directora de arte todo terreno, un asistente de dirección y varios productores, ayudantes y extras. Muchos de ellos eran estudiantes de cine de un taller gratuito que Perrone dicta desde hace años en Ituzaingó. Rodamos durante siete u ocho viernes seguidos en diferentes espacios de esa ciudad donde transcurre su vida y casi toda su filmografía. Las escenas principales sucedían en el interior y los alrededores de dos edificios de monoblocks en ruinas, el vivero municipal, una fábrica abandonada y la Casa de la Cultura del municipio. Nos juntábamos generalmente a las 10 de la mañana en Fax, un bar ubicado frente a la plaza y a media cuadra de la estación Ituzaingó del ferrocarril Sarmiento. Y de ahí salíamos en uno o dos autos, según el día, para alguna locación específica. 

La fórmula de Perrone era filmar pocas horas durante pocos días, de manera intensa, casi sin pausas ni retomas y con una única detención para almorzar, pero con una semana de descanso entre cada jornada. Durante todo ese tiempo libre, Perrone podía ver lo que había filmado con tranquilidad, en su casa, pensar en cada imagen, realizar las primeras pruebas de montaje, hacer modificaciones al guión, darle indicaciones específicas a los actores y producir los medios necesarios para volver a filmar en la jornada siguiente.

Mientras duró el rodaje nunca recibí, pedí ni leí el guión, nunca conocí el título de la película o el nombre de mi personaje. Llegaba a Ituzaingó sin saber absolutamente nada de lo que íbamos a hacer. Ni qué escena filmaríamos ni con quiénes. Todo era una continua y desafiante sorpresa. Como un juego. Y me encantaba. Me entregué ciega y completamente al método Perrone: no me decía nada y yo tampoco preguntaba. Me gustaba jugar con la incertidumbre, no saber de dónde venía ni hacia dónde iba mi personaje, y dejarme llevar por lo que él me pedía, inesperadamente, en cada ocasión. Esas dudas sobre el argumento y el devenir de los personajes, la omisión continua de ciertas informaciones, se convertían paradójicamente en un acierto en la dirección de Perrone, porque ayudaban a generar mayor verosimilitud y espontaneidad en las reacciones y la gestualidad de los actores frente a cada situación, algo que ningún ensayo sistemático hubiera podido lograr. Lo bueno fue que llegamos a establecer una forma de comunicación casi silenciosa, basada en la confianza mutua, en la que no hacía falta que nos explicara demasiado para saber qué quería que hiciéramos en cada ocasión. Un día me tocó correr descalzo en un terreno baldío, blandiendo mi katana a través de una pequeña laguna de agua de lluvia llena de residuos, renacuajos, clavos, baldosas rotas, vidrios, botellas y latas oxidadas. Salí ileso. Otro día me entregó la cámara y me pidió que me filmara a mi mismo, tipo selfie, mientras corría por las habitaciones y los pasillos laberínticos de uno de los monoblocks abandonados, escondiéndome de un peligro acechante, aunque invisible. Al final, en la última jornada de rodaje, interpreté sin saberlo al personaje de otro actor que no podía venir ese día. Como llevaba una máscara y tenemos más o menos la misma altura, probablemente no se note la diferencia. Ese es uno de los rasgos que admiro de Perrone: no hay ausencias, errores, imprevistos u obstáculos que puedan detener sus rodajes. Todo lo que ocurre –sea bueno o malo- lo procesa y trata de transformarlo rápidamente para beneficio de la puesta en escena. Pero la filmación nunca se detiene. 

Perrone da pocas indicaciones durante el rodaje. Trabaja rápido, habla poco y casi nunca vuelve a filmar una misma toma. Confía mucho en su mirada, en el poder de sus encuadres y en las posibilidades narrativas y estéticas que le brindarán luego el montaje, el sonido y la música. “Sabe poner la cámara como nadie. Esté donde esté, en cualquier lugar, siempre encuadra bien”, me dijo Roberto Barandalla, su guionista en esta película y en varias otras, como Graciadió (1997) y La mecha (2003). A veces, en ciertos momentos un poco más distendidos, se lo podía escuchar pidiendo una silla, un vaso de jugo fresco o unos mates con edulcorante, proponiendo alguna broma o tomándole el pelo a alguien. Otras se lo podía escuchar quejándose por algún contratiempo o llamándole la atención a sus colaboradores cuando cometían errores o se distraían. Rueda poco tiempo y una vez por semana. Y, a pesar de todo, sabe cómo aprovechar cada jornada como si fuera la última. 

Su equipo de trabajo es el mínimo e indispensable. No más de 15 personas, con los actores incluidos. En un gran porcentaje son jóvenes entusiastas, aunque con poca experiencia. Futuros directores, productores y fotógrafos que se están fogueando técnica y artísticamente sobre la marcha. Aprenden en el terreno, de sus propios errores. De cierto modo, algunos rodajes de Perrone funcionan como una extensión práctica de sus talleres. Sigue dando clases mientras filma. Algunas personas como Pantera, su asistente de dirección, Olga, la peinadora, o Cinthia Parra, la directora de arte y vestuario (además de maquilladora, fx y fotógrafa fija), lo conocen desde hace tiempo y compartieron con él varias otras películas. Entre todos, sin embargo, forman una troupe muy eficiente en la que cada quien parece saber bien qué debe hacer y cómo. Perrone los conduce desde el silencio, confiando en su propia capacidad de entendimiento, apostando a su sentido común, a su entrega por el trabajo y a la pasión que todos sienten por el cine. Pero es implacable cuando se distraen o pierden el tiempo. 

El director de Labios de churrasco es pragmático, austero e imaginativo. Trabaja con pocas personas, pocos planos, pocas horas de rodaje, pocas locaciones y pocas jornadas. Sin embargo, todo eso (que para otros podría parecer tan poco) para él es suficiente. La escasez pareciera sentarle bien. Y sabe administrar creativamente sus limitaciones. Quizás ese sea, para él, el mejor modo de hacer una película. Porque sabe con precisión cuáles son los límites del territorio (a nivel de producción, puesta en escena y relato) que puede transitar en cada nueva ocasión.

Extrañamente, pese a que la composición de los elementos en el encuadre es una de sus obsesiones, Perrone suele delegar la cámara con bastante frecuencia durante el rodaje. Si bien él mismo la ubica en el lugar adecuado, y luego mira y corrige el cuadro a través del visor, indicándole al camarógrafo qué debe registrar en cada caso, la mayoría de las veces deja la operación de la cámara en manos de sus colaboradores. Salvo por algunos planos secuencia que él mismo realizaba –algunos incluso con un celular-, la mayoría de las tomas estaban a cargo de Emanuel Echevarría, que operaba la cámara principal, la que estaba siempre más cerca de los actores, y Jorge, un estudiante de cine chileno radicado en Buenos Aires, que se ocupaba de una segunda cámara que capturaba las mismas acciones, pero desde otros ángulos, distancias y tamaños de plano. A ambos les exigía velocidad y concentración tal como se las exigía a los demás y a sí mismo. A veces se notaba en el aire cierto nerviosismo e incomodidad, especialmente cuando les pedía que ubicaran la cámara para registrar algo inesperado que, repentinamente, él parecía ver con claridad, y que si no era captado con rapidez podía disolverse en el aire, como un pensamiento pasajero. Muchas veces les indicaba posiciones de cámara o encuadres que a ellos les resultaban insólitos o incomprensibles. ¿Cómo podría Perrone o cualquier otro cineasta comunicar a sus colaboradores una idea o una sensación que se cruza fugazmente por su mente, en el mismo instante en el que ésta empieza a desvanecerse? ¿Cómo explicarles algo tan inasible como una intuición, un deseo, o una posibilidad narrativa azarosa cuya esencia empieza a disolverse en el preciso momento en que se la intenta poner en palabras? Es un desafío que comparten muchos directores: lo que para ellos se revela como una evidencia, como algo posible de captar en un abrir y cerrar de ojos, puede resultar sin embargo muy difícil de expresar o sencillamente muy complicado de comprender en el escaso tiempo que queda antes de que desaparezca. En otros casos, algunos directores no pueden, no quieren o simplemente desisten de buscar las palabras adecuadas para explicar por qué la cámara debe estar a tal distancia, tal altura o tal angulación en relación a los personajes. Frente a la posibilidad de ver cómo sus ideas se desvanecen mientras intentan explicarlas, muchos directores optan directamente por el sobrentendido. No es el caso de Perrone, que nunca se da por vencido, aunque no siempre tenga la paciencia necesaria ni encuentre las palabras justas para expresar las ideas repentinas que se le vienen a la mente. 

Ya pasaron varios meses y todavía no vimos la película terminada. Probablemente lo hagamos pronto en la casa de Perreone en Ituzaingó, donde hace años adaptó su garage y lo convirtió en un estudio de trabajo y microcine. Hasta ahora sólo pude ver algunas tomas sueltas en pequeñas pausas durante el rodaje, cuando él se detenía a evaluarlas en el visor de la cámara y todos nos arrimábamos en círculo a su alrededor, para observar lo que estábamos filmando. La mayoría de los planos que puede apreciar de ese modo me gustaron, especialmente por la personalidad de sus encuadres y su iluminación primitiva en claroscuro, estilo expresionista, en blanco y negro. También me gustaron la intensidad de las actuaciones, muchas veces imprevisibles y alocadas, y el carácter minimalista que logró imprimirle a la puesta en escena desde el arte, la fotografía y el vestuario. Ojalá sea una gran película. Pero más allá de la suerte que tenga en el futuro, cuando empiece a recorrer su camino de proyecciones, conservo como un tesoro la experiencia vivida, el aprendizaje del trabajo en equipo y la oportunidad única de jugar a ser un samurai en una película de Kurosawa, pero filmada por Perrone⚫

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