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“Nada más relevante será dicho”. Sobre El caballo de Turín (A Torinói ló, 2011), de Béla Tarr y Ágnes Hranitzky”

Ilustración: El caballo de Turín (A Torinói ló, 2011). Por Gorda Miami

(Publicado originalmente en Revista Caligari, Año 1 – Número 3)

Por Mauro Lukasievicz.

 

«¡Si el tiempo retomara, el tiempo que ya fue…!

¡El Hombre está acabado, se acabó su teatro!».

Arthur Rimbaud.

Con el final de El caballo de Turín (A Torinói ló, 2011) y el anuncio por parte de su director de que se despedía del cine, entendimos que era el final de la esperanza tal como la conocíamos: toda esa avaricia y brutalidad humana y esa búsqueda incansable del supuesto éxito terminaron con ella. Pero no era el éxito lo que le interesaba a Béla Tarr. Los verdaderos acontecimientos no se forman con éxitos, impedimentos, trabas o decepciones, y los acontecimientos que integraban sus películas eran momentos sensibles, recortes de la verdadera duración: momentos de soledad en los que la pobreza exterior penetra lentamente en las personas y quedan expuestas a pequeñas situaciones mundanas en las que sus cuerpos se reúnen en un lugar simple y sellado, y los padecimientos o alteraciones del mundo exterior no son más que movimientos sencillos, ingenuos y tan repetitivos que se convierten en la nada misma, en el vacío absoluto, en el final. 

Hoy, terminada su carrera, los filmes de Béla Tarr no son más que una combinación de espacio-tiempo o imágenes-tiempo (1) porque sus imágenes evidencian la duración, que es el material mismo del que están hechas sus películas, más allá de los personajes o situaciones particulares. Cada momento, cada imagen-tiempo, cada plano secuencia es actual, en el mundo que se plantea y en el momento que se muestra de ese universo en el que la vida pasa a ser solo eso: momentos, momentos repetitivos que pareciera que intentan representar el peso insoportable de la vida. 

Béla Tarr nació en 1955 y a sus cincuenta y cuatro años firmó su última película convencido de que no tenía nada más que decir. Treinta y dos años pasaron desde que comenzó a filmar algunos documentales sobre las miserias de Hungría, que ponían el foco en el sufrimiento de sus compatriotas. Estas películas le abrieron la puerta a los Béla Balázs Studios, que se encargaron de financiar casi la totalidad de sus nueve películas. 

Tras esos treinta y dos años de dirección, Béla Tarr es uno de los pocos directores que se puede decir que no tuvo “etapas” de filmes sociales o de filmes metafísicos. Siempre hizo la misma película y habló sobre lo mismo, solo que lo retrató de distinta manera y con mayor o menor profundidad: la sensación de sentirse insatisfecho ante la vida o de volver al punto de partida luego de distintos periplos y esfuerzos. Por ejemplo, en El caballo de Turín nos muestra a un padre y a su hija juntando una mañana sus pocos y envejecidos bienes personales para abandonar una tierra en la que nada crece y a la que el sol ya no ilumina. Pero sobre la misma línea del horizonte por la cual los habíamos visto desaparecer los vuelve a mostrar, esta vez caminando en sentido inverso, hacia nosotros, y regresando a la casa para descargar los pocos y envejecidos bienes personales que se habían llevado esa misma mañana. No hay ningún tirano u obstáculo feroz y temido que les impida avanzar. La vida misma, el horizonte desolador, sucio y estéril y, por supuesto, el viento, es lo que impulsa a los personajes a partir, y es también lo que los devuelve a su casa. Una sensación tan pura y despojada de todo que solo el cine de Béla Tarr pudo transmitir, porque su obra resulta ser un arte de lo sensible, y no solamente de lo visible: la sensación de la vuelta obligada al punto de partida como creencia de lo absoluto. 

El caballo de Turín parte de un hecho histórico con la voz del narrador (Mihály Ráday). El 3 de enero de 1889, el filósofo Friedrich Wilhelm Nietzsche (1844-1900) sale de la puerta del número 6 de la Via Carlo Alberto, quizás para dar un paseo, o para ir a la oficina de Correos. No muy lejos, un cochero tiene problemas con su obstinado caballo. A pesar de su afán, el caballo se niega a marchar, con lo cual el cochero —¿Giuseppe? ¿Carlo? ¿Ettore?— pierde la paciencia y comienza a descargar latigazos sobre el animal. Nietzsche se acerca a la multitud y pone fin a la brutal escena del cochero, que ya echaba espuma de la rabia. Repentinamente, Nietzsche salta al coche y se arroja al cuello del caballo, sollozando. Su vecino lo lleva a la casa, en donde permanece dos días quieto y en silencio. Desde ese entonces, dejó de escribir y se hundió en la locura y el mutismo en un diván de esa vieja casa, hasta el día en que pronuncia sus últimas palabras: «Mutter, ich bin dumm» («Madre, soy un tonto»). 

Partiendo de ese hecho histórico y a la vez olvidándose de él, nos encontramos con un plano secuencia magistral de salvajes, feroces y enérgicos movimientos del caballo junto a su cochero a través de un camino de tierra desolada y desfavorable. Será el comienzo de la película, que está dividida en seis capítulos que representan seis días, basándose en la creencia popular de que ese fue el tiempo que le tomó Dios crear el mundo. Lo que contemplamos podría ser entonces el proceso inverso, el de anticreación, mediante el cochero, su hija y el caballo. El tiempo transcurre de manera tediosa, desoladora y rutinaria dentro de la cabaña en la que viven. Fuera de ella, solo se ven hojas caer y se escucha el silbido del viento que sopla con fuerza y sin cesar. El escenario es escalofriante y constantemente aterrador, las inclemencias del clima no dan tregua. El anciano y su hija comen diariamente una papa cocida y beben el agua que extraen del pozo que tienen a algunos metros de su casa. Desde el primer episodio, son seres carentes de esperanza que se limitan a observar diariamente por la ventana el espantoso ambiente que los rodea: se limitan y, a su vez, son limitados por ese ambiente, que se podría leer, erróneamente, como un escenario apocalíptico producto de la anticreación nombrada anteriormente. Y es errónea porque Béla Tarr intenta representar una visión simple y pura de la vida tal como él la entiende, de las costumbres y hábitos que nos determinan, desgastan y agotan día a día, para siempre. En sus propias palabras:  

El punto es que la humanidad, todos nosotros, incluyéndome, somos responsables por la destrucción del mundo. Pero también hay una fuerza sobrehumana que actúa – el viento que sopla durante toda la película – y esta también está destruyendo el mundo. Por lo tanto, tanto la humanidad como también una fuerza superior están destruyendo el mundo.  

El cochero y su hija son simples espectadores de cómo van perdiendo las cosas vitales y necesarias para poder subsistir, comenzando por la que parece ser la única fuente de dinero que tenían, el caballo, que se niega a comer, caminar y aceptar cualquier tipo de indicaciones por parte de su amo. La visita de un hombre que viene a comprar aguardiente y decide exponer sus reflexiones sobre lo que, según él, es un ambiente devastado por la perdición de la humanidad y el fracaso total del sistema les revela que la ciudad más cercana está destruida y que llegó a ese punto por la propia voluntad humana. Denuncia que las personas, miserables, astutas y avaras, han corrompido el mundo con sus acciones y han envenenado la tierra de tal manera que ya no es posible volver atrás. Los hombres nobles y dignos se han extinguido y la existencia ya no tiene sentido en un mundo en el cual la ambición y codicia humana no conoce límites. La humanidad no tiene un juicio certero sobre sí misma y degrada todo lo que toca. Este misterioso hombre podría ser un alter ego de Nietzsche. 

A esto se le suma la repentina y aterradora aparición de unos gitanos que supuestamente maldicen el pozo de agua con su magia y lo secan: otra pequeña desgracia ante el panorama total de perdición. Antes de retirarse, los gitanos le regalan a la muchacha un libro, al que llaman Antibiblia, y del cual solo podemos leer una breve frase: «La mañana se hará noche y la noche no tendrá fin». 

El caballo de Turín entonces, y mientras avanza hacia su final, ejemplifica la forma de reducción de todos los elementos e imágenes, poco a poco, hasta llegar a la oscuridad total, a la ausencia del todo, que será la protagonista durante el resto del filme. Solo vemos los rostros del cochero y la muchacha mientras se funden en la oscuridad de ese punto de no retorno: es la película después de la cual ya no hay razón para hacer otra porque, al menos para su director, sería volver a hacer la misma historia, una y otra vez. Es así el fin de Béla Tarr, y el fin de los tiempos… o la repetición constante del mismo.  

(1) Deleuze, Gilles (1985) L’image-temps. Cinéma 2. París, Francia: Les Éditions de Minuit.

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