Ilustración: Lara Franzetti
Monóculo fantástico: la “música para ver” de Charly García
Por Luciano Lahiteau
Un libro de entrevistas recupera la influencia de tres películas en la concepción artística de García: Freaks (1932), Lili (1953) y Mahler (1974).
El 23 de octubre, Charly García cumple 70 años y todavía no ha logrado hacer su “disco para mirar”. El subtitulo de Kill Gil (que incluía un DVD con dibujos y pinturas para acompañar la audición) podría considerarse el verdadero constant concept de García: desde las instantáneas de costumbrismo porteño, coming-of-age y fantasía alegórica de su etapa con Sui Generis hasta los collages sonoros de la era say no more, el cine es una fuente de información permanente para la antena del genio argentino.
Los grados de separación varían. En su juventud, las referencias podían ser difusas o hiperbólicas (un guiño para iniciados en Ingmar Bergman por aquí, una cita de Ernesto Arancibia por allá), directas (la portada de Películas) o, más adelante, traficarse en una relectura surrealista o la adaptación de un clásico para vertebrar un relato contemporáneo.
Para iniciar su carrera solista, García eligió una banda de sonido para cine. Pubis angelical antecede a Yendo de la cama al living (1982) y también a la propia película, ya que la música fue compuesta en base a la descripción verbal que el director Raúl de la Torre hacía de las escenas.
El siguiente gran salto estético de García (obviamos en este repaso sus otras bandas de sonido y su rol actoral), La hija de la lágrima (1994), induce la senda say no more, el paso definitivo hacia una concepción cinematográfica de la música. La hija… es una puesta en escena para un guión sobre una sociedad intraterrena, que incluye la referencia visual a Alien (1979) y conexiones con New York Stories (1989) y Yume (1990). En parte fallido (el relato no se desarrolla), es el principio de la ruptura de García con las convenciones de la industria y la puesta en marcha de su plan terrorista contra la creciente homogeneización de la música o, como él la llama, “la nada”.
Después de eso, la obra de García es esencialmente un entramado donde lo sonoro y lo visual no pueden separarse. Es cine por otros medios. De Say No More (1996) en adelante, todos los proyectos de García tienen un importante componente de puesta visual, aunque algunos no se hayan concretado o lo hayan hecho en mucha menor medida de lo planeado. En una comparación ligera, es como si en su carrera García se hubiese ido levantando de la butaca de espectador para atravesar la pantalla y sentarse en la silla del director, pasando en su camino por el escritorio del guionista, el laboratorio del director de fotografía y la sala de montaje.
Este amplio universo es inabarcable. Y pese a esfuerzos como el del escritor rosarino Sergio Luis Fuster, autor del valioso Charly García y el cine (Ciudad Gótica, 2020), es difícil incluso ingresar a él. Como los recorridos cronológicos y las referencias más evidentes a veces no son las pistas más reveladoras, un atajo posible son las palabras del protagonista, reunidas en García. 15 años de entrevistas con Charly (1992-2007), de Daniel Riera y Fernando Sánchez (Vademécum, 2020).
En esta compilación de encuentros entre los periodistas y el músico, que incluye notas publicadas y otras inéditas, García se refiere a varios proyectos inspirados por películas o destinados a serlo. Y señala tres filmes que, en retrospectiva, pueden considerarse claves de ingreso a su personaje y su obra.
La primera es Freaks, estrenada en 1932. Encargada por la MGM a Tod Browning (el director del gran éxito del año anterior, Drácula), “Fenómenos” narra una historia de traición y engaño en el elenco de un circo. Ante la noticia de una cuantiosa herencia, Hans (Harry Earles), un hombre con enanismo, es seducido por Cleopatra (Olga Baclanova), una trapecista que planea casarse con él para quedarse con su dinero. En torno a este plan se monta el verdadero tema de la película: la ambivalencia de las fronteras entre lo normal y lo monstruoso, la discutible categoría de humanidad y un tabú que persiste: la vida sentimental y el deseo de las personas con discapacidad.
Lo que convirtió a Freaks en un clásico de culto, a la vez que una total anomalía, es su reparto: el grupo de personas que componen la comunidad del circo entendido como muestrario de lo extraño, lo monstruoso: sus miembros son siameses, hombres mutilados, niñas con craneosinostosis, mujeres sin brazos o barbudas. En esa comunidad, Cleopatra es la anormal: posee una condición física (y social) aspiracional para Hans, que cae en la trampa y decide casarse. Cuando estos mundos se funden, en la emblemática escena de la boda, el miedo traiciona a Cleopatra: los freaks le dan la bienvenida a su comunidad de marginales, en un sincero gesto de integración. El terror de Cleopatra a igualarse con los raros, los indeseables, lo más bajo de la raza humana, es el verdadero espanto de la película de Browning, y lo que resonó en los espectadores que salieron despavoridos por lo que habían visto y por esa amenaza tan parecida al desbarranco social y económico de la crisis financiera de 1929.
Los “fenómenos naturales”, como se los llamaba en la época, eran personas reales, pero nunca antes vistas en pantalla. Browning las puso ante la cámara sin maquillaje y no solo como una atracción espeluznante, sino como protagonistas de la acción: unidos, son los que salvan a Hans y reprimen los planes malvados de Cleopatra, invirtiendo los términos: la normalidad es el monstruo. Las siamesas Hilton, Harry y Daisy Earles, Angelo Rossitto y Johnny Eck, entre otros, causaron escándalo en el rodaje y en los cines. Según el libro Freaks. La Historia del Circo Barnum (Marc-Pierre Dylan, 2012), los técnicos de la MGM se negaban a comer en la misma sala que los actores, evitaban dirigirles la palabra y los denigraban con sus comentarios. Después de su estreno, la película fue censurada por la crítica y prohibida en Estados Unidos por tres décadas.
Charly García utilizó pasajes de Freaks durante la interpretación de Fanky en La Torre de Tesla, durante 2018. En el avance de BIOS, el programa de National Geographic, García se autodenomina “un freak” y ante Riera y Sánchez extendió el calificativo a su primer gran socio musical y amigo, Nito Mestre. “Era un freak, parecía uno de los Roxy Music”, dice sobre el Mestre con el que se encontró en el colegio Dámaso Centeno. Pero el influjo de la película es más profundo y tiene reminiscencias personales y políticas. García no se ha considerado nunca parte del rebaño, y a pesar de su conocida capacidad de cronista social, siempre se ha percibido (no sin razón) por fuera de la normalidad. Desde su infancia de niño prodigio, cuando descubrió su extraordinaria capacidad auditiva e inició precozmente su carrera como concertista de piano. En su adolescencia, cuando su formación clásica chocó con la aparición de la cultura rock, donde los estudios académicos eran una absoluta anomalía, cuando no un obstáculo. Y hasta en su madurez, cuando García exacerbó su anormalidad hasta el extremo de abrazar el modelo de rockstar de Marylin Manson y lanzar la ya mítica explicación de su salto mortal en un hotel de Mendoza, en 2000: “Decile a ese policía que si todos somos iguales, que se tire de un noveno piso”.
Esta consideración de sí mismo que tiene García, alimentada por aquella infancia peculiar para un niño porteño de la década de 1950, se complementa con otra de las películas con las que se identifica: Mahler, de Ken Russell. Charly la menciona en la referencial Charly recuerda, nota realizada a mediados de 2002 por Riera y Sánchez, cuando le preguntan por sus inicios con el piano en el instituto Thibaud-Piazzini y más tarde con una profesora particular. Más allá de que, como estableció Roque Di Pietro, García y los medios exacerbaron el mito de niño prodigio, Charly estaba fuera de lo común: completó sus estudios de profesor de piano a los 12 años y continuó estudiando y tocando piezas clásicas de dificultad media, una rareza entre los músicos que forjaron el rock argentino, formados en la práctica, la intuición y la transmisión oral.
Charly veía reflejada su infancia en el largometraje de Russell, una biopic dramática y por momentos grotesca del músico y compositor austrohúngaro Gustav Mahler. La película, estrenada en 1974, forma parte de las obras que Russell dedicó a la vida de grandes artistas, como Savage Messiah, de 1972, sobre el escultor Henri Gaudier-Brzeska, y Lisztomania, de 1975, sobre el músico Franz Liszt, y protagonizada por Roger Daltrey, vocalista de The Who, para quienes Russell adaptó al cine la ópera rock Tommy el mismo año. Mahler consta de una serie de flashbacks en los que el protagonista recuerda, mientras vuelve en tren a su país, algunos momentos clave de su vida. Uno de ellos transcurre durante una clase de piano, donde el niño Mahler se atreve a mostrarle a su profesor una melodía de su autoría, por lo cual es inmediatamente castigado. Ya para la década de 1870, donde podemos situar la escena, la idea de componer música era poco menos que una herejía; la música ya había sido compuesta, solo quedaba interpretarla fielmente y a la perfección.
Charly cita esta escena de memoria y con sorprendente detalle cuando es entrevistado por Riera y Sánchez. La usa para ejemplificar la clase de educación musical a la que fue sometido, pero también para identificarse y mostrar su absoluta entrega a la música: Gustav Mahler es la figura central del postromanticismo, un artista incomprendido primero y censurado después, acusado de profanar la música romántica con su modernismo. Los historiadores también especulan con una sistemática autocensura de Mahler, debido a esta misma máxima de la pedagogía clásica que compartían la Viena de 1870 y la Buenos Aires de 1950: la música ya había sido compuesta por los grandes maestros, componer no está al alcance de los mortales.
El Mahler de Russell se rebela contra eso con pasión desmedida y llega al final de su vida reconocido y admirado, pero agotado y enfermo por las luchas que le insumió crear su obra. Curiosos, los periodistas le preguntan a Charly por las canciones de Sui Generis donde aparecen el descreimiento y la falta de fe en lo que su educación le había prometido. García responde: “Me dio bronca autoflagelarme al pedo. Lo que Julieta Sandoval [su profesora de piano] me inculcó, que a través del dolor y el sufrimiento se llegaba al éxtasis de los grandes genios. En vez de la droga era Cristo. Y bueno, cuando se te cae todo eso…”.
La tercera esquina de este triángulo es otra película que dejó una impresión perdurable en García. Se trata de Lili, el musical dirigido por Charles Walters y protagonizado por Leslie Caron, estrenado en 1953. Producida por la MGM, obtuvo numerosas nominaciones y premios, y dejó una influyente marca que puede rastrearse en otros éxitos de taquilla como Amélie (Jean-Pierre Jeunet, 2001).
Lili es una huérfana que acaba de salir de la adolescencia, y que tiene sus primeras experiencias con el mundo adulto: el trabajo, la violencia machista, la soledad, el romance. Todo se desata en el mismo sitio: una feria de atracciones en la que Lili desarrollará varias tareas y conoce a distintas personas. Pero solo se sentirá en confianza con los habitantes más diminutos de la feria, los títeres. Lili es, como todos los protagonistas de esta tríada, una freak: no tiene amigos, no sabe desenvolverse en el amor, fantasea todo el tiempo y solo habla con objetos inanimados. Su enamorado, un ex bailarín frustrado por una herida de guerra, tampoco sabe expresar su deseo: quiere a Lili pero solo puede mostrarle rencor. El lugar en que se encuentran es la fantasía, donde todo adquiere dimensiones descabelladas y colores estridentes. Esta coloratura lograda con Technicolor dejaría un impacto visual perdurable en Charly.
García menciona la película en una entrevista de 2001, mientras trabajaba en Si. Detrás de las paredes, el disco en vivo de Sui Generis basado en el concierto que el grupo había dado en Boca Juniors y que Charly sobregrabó durante semanas. El año anterior, se había publicado Sinfonías para adolescentes, el álbum de reunión, en cuyo sobre García se explayaba sobre un tratamiento sonoro que llamó “maravillización”. Era, en rigor, la fase siguiente del plan contra “la nada”: un proceso sónico que buscaba alterar la audición de la música, devolverle espesura, sacarla del corsés que la convención comercial había establecido. A casi dos décadas de la perfección de Clics modernos (1983), García hacía una música que a una porción de su público le sonaba desprolija, sobreproducida, errónea, indigerible.
En ese contexto, Lili es un objeto de doble juego. Por un lado, cuenta García, hay una conexión sensible con su infancia, ya que contiene la primera canción popular que aprendió a tocar en la guitarra, mucho antes de que Sui Generis existiera. Y por otro, ejemplifica su problemático tratamiento sonoro de entonces, cuando nadie parecía comprender lo que hacía, como si estuviera peleándole a molinos de viento. Donde la crítica y el público veía desorden y error, García percibía el trazo del artista, la anomalía que diferencia al arte de un objeto seriado, normal. La colorización impresionista de Lili podía equipararse a la mezcla de El Aguante (1998), que Charly hizo tan solo operando los volúmenes: grandes trazos que sobrepasan el realismo. “Esa película estaba pintada al mango, los colores eran tremendos”, les dice a Riera y Sánchez. “Es un ejemplo de lo que yo hago con la música, pero en vez de digitalizarla quiero pintarla a mano”.