Buscar
Cerrar este cuadro de búsqueda.

“Lucrecia Martel: Una espera necesaria”

Ilustración: La ciénaga. Por Gorda Miami

(Publicado originalmente en Revista Caligari Año 1 – Número 3)

Por Rocío Molina Biasone.

En mi primer año como estudiante de cine, tuve un profesor que me agradaba muy poco, en una materia cuya utilidad sigo poniendo en duda. No retuve mucho de sus lecciones, y no compartía en lo absoluto su visión respecto al cine y a la vida misma. Sin embargo, algo que dijo en la primer clase de la cursada se me grabó, en parte por la convicción con la que lo afirmó, pero más que nada, porque hoy no puedo sino coincidir con él: «Lucrecia Martel es la única artista en el cine argentino actual». 

Desde luego que sería simplista pensar en ella como la “única”, pero no son pocos los motivos que me llevan a establecer una conexión directa entre la figura de Martel y la categoría de autora, pues a eso se refería mi profesor: no todxs lxs cineastas merecen ser llamadxs artistas, pues no todo cine es arte y, yendo más a fondo, el mero hecho de haber escrito y/o dirigido una serie películas no implica que estés haciendo cine de autor/a.

¿Qué constituye la autoría? Hacer arte con un sello propio, una marca tangible en la obra, sin necesidad de títulos que aclaren, una identidad. Sin identidad, no hay autor o autora. Y la identidad es la convergencia de múltiples factores que crean un ethos, que de ninguna manera es inmóvil y rígido; que bien puede transformarse, y de pileta abandonada se convierta en río, que abarque mujeres, varones, adolescentes, adultxs y niñxs. Pero una identidad audiovisual y temática, al fin y al cabo.

Mas no se debe confundir la autoría con la repetición arbitraria de recursos que dejan de sorprender. Lxs autorxs emplean los recursos porque son lo que tienen, son su forma de ver el mundo, y cualquier decisión estética es a la vez consciente e involuntaria, y en la pantalla del cine no vemos una mera sucesión de planos: vemos la mirada de esa humana convertida en demiurgo audiovisual. Pero nunca tedio, siempre sorpresa: lo identificable no tiene por qué ser predecible.

Con su característica predilección por generar sustancia antes que número, moverse con paciencia antes que por apuro, y motivarse desde la necesidad de hacer cine antes que desde la demanda del mercado, el cine de Lucrecia Martel tiene identidad, pues su persona atraviesa cada una de sus películas de maneras que no siempre podemos poner en palabras. Hoy, me tomo ese atrevimiento: el de intentar poner en palabras algo de lo tangible de la esencia del cine de Martel, algo de lo que la convierte a ella en una autora, única y múltiple a la vez.

Las mil caras del agua 

No creo que sea casual ni banal que en los cuatro largometrajes de ficción de Martel haya un cuerpo de agua cuyo rol sea central o estratégico para la narración. El agua es un elemento dinámico, uno que se puede encontrar retenido o en corriente, por momentos amigo de la humanidad, por otros su enemigo; es maleable a las necesidades de cada filme y de sus personajes.

En la filmografía de la autora salteña el agua toma diferentes formas, colores y valores. La pileta de La ciénaga (2001) es el reflejo de esa familia venida a menos, el lujo que una vez fue, pero que ya no tiene el brillo de antaño: la madre que apenas sale de la casa, el calor que inmoviliza, lxs niñxs que corren por el bosque con armas y sin cuidado alguno, el padre que apenas habla y cuyo mejor amigo es el alcohol. La suciedad y la falta de cuidado de lo propio no puede sino extenderse a la pileta, que ha pasado a ser una decoración que brinda poco decoro, casi como si en el jardín estuviera el espejo de agua verde y tóxica que refleja la imagen de esa familia agrietada.

Pileta también la de La niña santa (2004), pero en esta ocasión, su naturaleza y su rol son diferentes. Si la de la ciénaga cumplía un rol similar al del retrato de Dorian Grey, esta es una pileta de uso, acogedora, un espacio de conexión para toda la comunidad de ese hotel. El agua en este caso se asemeja más a la que hay en el vientre materno, un espacio neutral en que la protagonista puede flotar y jugar con sus amigas, en que la madre se convierte, por unos instantes, en la joven nadadora que solía ser, y donde los hombres no pueden hacer demasiado daño, porque el agua deja ver todo, y la comunidad está mirando.

El agua toma otro rol en la trama de La mujer sin cabeza (2008): desde luego que está la pileta de siempre, en el club que es el punto de encuentro de la clase media y alta; pero también aparece en forma de una lluvia súbita y torrencial que cae y luego se va yendo hacia el canal, y arrastrando todo a su paso. Es la naturaleza cómplice de la desidia de una clase dominante cuya negligencia es perdonada y ocultada. La lluvia llega en el momento justo en que es necesario correr hacia un lado ese cuerpo que incrimina, para luego transformarse en un cuerpo compacto que fluye y transporta esa certera culpa hacia un lugar alejado que nadie encontrará por unos días: tiempo suficiente para que los respetados hombres de la comunidad hagan lo que tienen que hacer.

En el más reciente de sus largometrajes, Zama (2017) —una adaptación de la novela homónima de Antonio Di Benedetto—, el agua es río, una invitación a una aventura que se hace esperar por la burocracia de una monarquía remota en una colonia venida a menos. El río Paraguay se extiende ante el protagonista, el corregidor Don Diego de Zama, tentándolo a huir, el límite entre su puesto y la leyenda del malvado Vicuña Oporto, una visión de dinamismo frente a ese calor estático que aprisiona: un calor que se escabulle entre las pelucas y las prendas que todo buen súbdito y funcionario de la Corona debe utilizar, prendas hechas para Europa continental y no para América del Sur y su selva. Las mujeres de ahí, un paso más cerca de reclamar la libertad del cuerpo, se bañan a orillas del río, sin meterse en él, pero recibiendo con gracia la porción de libertad que ofrece. Zama las observa porque se trata de la unión de lo que nunca podrá tener: la libertad y el goce.

El río, antes tentador, se convertirá en tirano cuando finalmente Don Diego de Zama se pueda meter en él. No lo hará como hombre libre, sino como prisionero del hombre que juró capturar y que lo engañó. Será al lado del río que perderá las manos que no pudieron atrapar a ese pez gordo de Vicuña Oporto, pero será el río también el que lo salve, el que lo lleve a un futuro incierto, hombre roto y manco, pero más libre que nunca.

En el nombre del Padre

Curioso es que sea precisamente la película ambientada en el pasado más remoto la que menos contenido religioso tiene en su relato. Tal vez se deba a que Zama nos mete en un espacio-tiempo en el que, a pesar de las varias campañas para cristianizar a los pueblos originarios, aún existía una pluralidad de etnias, religiones y culturas que terminaban por restarle importancia al Dios abrahámico, un Dios que no tenía mucho poder en esa modesta población a orillas del río Paraguay. Me atrevo incluso a decir que el espíritu religioso no ha dejado de existir en este filme, sino que es reemplazado por el que obedece a quien, para ese entonces, representaba el poder de Dios en la tierra: la Corona española. Don Diego de Zama obedece a su Dios hasta el hartazgo, hasta que ya no le puede ser útil, espera en su rol de funcionario porque tal es su vocación.

Y una vocación es lo que busca Amalia, protagonista de La niña santa, incentivada por una maestra de religión —mujer santificadora que, fuera de clase, poco se atiene a sus santas obligaciones, prefiriendo la lengua de un muchacho a la castidad digna de una mujer soltera—, pero como hasta lxs herejes y atexs sabemos, “Dios obra de maneras misteriosas”. La búsqueda de ese “llamado” divino viene sin manual de instrucciones, y ni la maestra ni la Biblia tienen mucha idea de cómo explicar el Bien y el Mal: ¿cómo explicar que está mal matar si Dios mismo mata cuando le pinta un berrinche? ¿Cómo puede ser heroico sacrificar tu vida para salvar a alguien si el suicidio es un pecado? Qué buenas preguntas, ahora no molestes más, porque no sé responderlas.

Aunque no lo aparente, Amalia es, en esencia, más inocente que su amiga Josefina: mientras la segunda se la pasa haciendo comentarios sarcásticos sobre la maestra y la clase, o teniendo encuentros más que íntimos con su primo, la primera se ríe de sus chistes, pero piensa en sus adentros cómo reconocer su “tarea en el plan divino”, cómo se dará cuenta de si se trata de Dios o del Diablo. «No creo que alguien pueda confundirse algo feo con algo lindo, algo que te llene de felicidad con algo horripilante» dice la maestra. La pregunta es, ¿qué pasa si sucede algo sobre lo cual no sabemos cómo sentirnos, por ejemplo, algo que nos han dicho toda la vida que es un halago, pero que no nos deja de dar miedo? ¿Se trata de algo feo o de algo lindo? ¿Quién determina esto? A lo largo de la historia, las miles de interpretaciones posibles de “la palabra de Dios” han servido de excusa para legitimar aberraciones y crueldades de todo tipo. ¿Qué pasa cuándo un acosador con una reputación que mantener elige “apoyar” a una adolescente que espera una señal de Dios, sea lo que sea?

La religión cristiana se articula como elemento de fondo de la sociedad salteña y a modo de ejercer un contraste de valores, tanto en La ciénaga como en La mujer sin cabeza. En la primera, toma la forma de una aparición que ven los locales: la mismísima Virgen estaría apareciéndose al lado del tanque de agua de una casa común y corriente. Rápidamente, el caso llega a la televisión, los testigos de la visión describen su experiencia, a las mujeres que viven en esa casa no las dejan en paz. Por supuesto que se trata de una historia pequeña e incidental a la trama, vista a través de la pequeña pantalla en el cuarto de Mecha, pero no es menor su fin: en contraposición a esa realidad familiar poco atractiva, al desencanto y el hastío en el que se encuentran, la religión adopta un rol mágico, un rol de esperanza y entretenimiento. Aferrarse a la creencia de que hay algo más es una dulce tentación para quienes ya no ven motivo para siquiera salir de la cama.

En La mujer sin cabeza las referencias al mundo religioso son más escuetas, marcas culturales, la exposición de tradiciones, como la de un grupo de mujeres que se junta en la casa de una a la que ya no le queda mucho tiempo de vida: se colocan alrededor de la Virgen, siempre la estrella en América Latina, rezan unos rosarios, conversan de la vida. Esta escena, seguida de otra en la que la protagonista, Verónica, se encuentra junto a su hermana y a la anciana viendo el video de una boda, trazan un entorno de santidad y pureza que Verónica ha corrompido, y calladamente lo sabe: el blanco ya no es su color.

La resignificación de vínculos

Un error común de muchxs realizadorxs es creer que si hay algo que al público le parecerá “fuera de lo común”, mejor es aclarar, es decir, hacernos notar mediante recursos de diálogo, de imagen, de guión, que ellxs también saben que se trata de algo raro. No todo lo raro es poco común, ni tampoco se trata de una categoría universal: no importa lo que opine el público, si lo que se intenta es retratar algo que para una determinada sociedad, o para algunos personajes, es común. El público es más inteligente de lo que pensamos, y sabrán reconocer lo que para ellos mismos es raro, con o sin nota al pie. Lucrecia lo sabe. 

El germen del incesto como tópico común en la obra de Martel se encontraba ya en uno de sus primeros cortos, realizado en el marco de sus estudios de cine, No te la llevarás maldito (1989): un niño hace dibujos ilustrando la muerte violenta del hombre con el que está saliendo su madre. Lo incestuoso en cuanto construcción familiar, tangible en la imagen y en los cuerpos, queda más que claro en La ciénaga, con la vuelta a casa del hermano mayor, un hombre en sus veinte o treinta años que se acuesta semidesnudo sobre le pecho de su madre, que provoca a sus hermanas y primas con juegos de peleas como si fueran niños, combates cuerpo a cuerpo que se resignifican en cuerpos adultos y sexualizados, y una cámara que registra las miradas que reconocen y gozan de este flirteo con los límites de la decencia.

Pero la resignificación de vínculos no se limita al ámbito familiar ni a las amistades. La premisa misma de La niña santa se basa en la deconstrucción y reorganización de la dicotomía víctima-victimario en una situación de acoso: ¿qué pasa cuando la mujer apoyada se da vuelta para ver a su apoyador? ¿Qué sucesos extraños desencadenaría que el perseguidor se convierta en perseguido? Al repensar esos vínculos que, por lo general, tenemos aprendidos e incorporados sin siquiera ser conscientes de ellos, Martel encuentra verdades producto de una sólida construcción de personajes y del abandono del lugar común: por ejemplo, encontramos que para ejercer violencia y poder sobre un cuerpo, en el día a día, es necesario que este no tenga rostro, que no tenga una vida inteligible, que no nos mire mientras ejercemos este poder.

O en Zama, por ejemplo, cuando la trama nos sorprende con la revelación voluntaria y espontánea de que Vicuña Oporto ha estado buscándose a sí mismo junto a la expedición. Se resignifica, de esta forma, no solo el concepto de búsqueda, de una odisea que apenas comenzada ya llega a su fin, sino que mata toda posibilidad de heroísmo, al subyugar al que debía ser el héroe a la merced del bandido, sin que el primero se atreva a decir nada. 

Crecer en Lesbos

Las adolescentes que desean y se enamoran de otras mujeres son recurrentes en los largometrajes de Martel, pero lo que destaca el tratamiento del lesbianismo de esta autora respecto al que tienen otras películas más actuales, es que las adolescentes lesbianas de La ciénaga, La mujer sin cabeza e inclusive las dos amigas que comparten momentos de sensualidad en La niña santa, son plenamente sujetos que desean, agentes, y no objetos de deseo, y esto tiene una implicancia dual: antes que nada, los de estas jóvenes son amores no correspondidos, no son a su vez deseadas; pero por otro lado, no hay un intento de sexualización de esa experiencia, sino que el deseo se queda latente, expectante, como es el caso del deseo para la mayoría de lxs jóvenes de trece, catorce, quince años. 

Por otro lado, el conflicto que implicaría la sexualidad de estas muchachas en una sociedad ultracatólica, patriarcal y tradicional nunca llega a ser: las experiencias de estos personajes parecen basarse, me aventuro a especular, en instantes y sensaciones de la pubertad de la misma Lucrecia Martel. Momi (La ciénaga) y Candita (La mujer sin cabeza) comparten rasgos respecto a cómo viven ese deseo y a cómo las perciben otrxs. A Momi le gusta la joven que trabaja como empleada doméstica en su casa, con quien vive y hasta duerme como si fuese una amiga más. Candita tiene una fascinación por su tía Verónica, aprovecha cada momento que puede para acercarse a su cuerpo, y le escribe cartas de amor. Se trata de historias que van en paralelo a otras y no son centrales en la trama, pero a ambas se las trata como una excepción: chicas que son muy “machonas” para el gusto de las madres, quienes dicen no entender qué les pasa, pero que, secretamente, sospechan lo que sus hijas sienten y piensan. El problema, es que lo que sus hijas son y quieren pertenece al terreno de lo indecible para la clase media salteña.

La balanza rota

Un punto que comparten los cuatro largometrajes de Martel es la ausencia de justicia. Ya sea por un final abierto, porque no hay culpables, porque la impunidad se compra, o porque la justicia no llega en manos de la damnificada, las películas de esta autora tienden a dejarnos con una sensación de vacío, de esos vacíos que invitan a pensar.

No hay justicia para el niño asesinado que la lluvia escondió en La mujer sin cabeza. Gracias a los patriarcas, el nombre y la libertad de una mujer irresponsable ha sido salvado, y ella flota etérea apenas logrando entender qué sucedió.

No hay justicia para el corregidor Don Diego de Zama. El castigado termina siendo él, hombre (para nada) inocente que esperó y siguió órdenes por años, para luego aventurarse en la captura de un enemigo que termina capturándolo a él y brindándole un castigo simbólicamente pensado para un ladrón como él, Vicuña Oporto, y como él, el corregidor.

No hay justicia para Amalia, la niña santa que quería ayudar a su acosador. La denuncia es realizada a sus espaldas y por motivos poco sinceros, y la película termina antes de que ella se entere de que todos saben lo que pasó, y de que nosotros podamos siquiera presenciar en qué terminará esta divina y sagrada historia.

No hay justicia ni siquiera para Luciano en La ciénaga. Un niño muere haciendo algo típico de niños, sin que nadie lo esté mirando. Las consecuencias de ese evento apenas las vemos. No hay culpables, ni siquiera responsables: se trata simplemente de un hecho absurdo, en una cadena de relaciones en una familia absurda, agrietada, estática.

La pirámide argentina

Finalmente, un logro absoluto del cine de Lucrecia Martel es el haberle sacado la máscara a la sociedad salteña en particular, y argentina en general, para que su división en castas, ampliamente invisibilizada, quede por fin expuesta. La articulación de sus historias develan que nos encontramos en un país no solo clasista y sexista, sino profundamente racista.

La división que se ve en las películas de Martel no se termina en ricxs y pobres, porque las diferencias económicas reflejan una clara matriz en el color de piel de quienes están arriba, quienes pueden vivir tranquilxs y gozar de una cierta cantidad de poder, y quienes son obligadxs a quedar abajo, a quedar al margen de los antojos de la clase dominante, a que sus muertes no sean tan importantes como la libertad de una familia adinerada.

Tal vez en ninguna sea esto tan evidente como en La mujer sin cabeza. Verónica pasa de la confusión a la incertidumbre y de la certeza de lo que ha ocurrido a intentar compensar lo sucedido con acciones ínfimas, como cuando le pide a un joven de una zona marginal de la ciudad que la ayude a sacar cosas del auto, y lo “recompensa” donándole ropa u ofreciéndole algo para comer; como si ofrecerle satisfacer un par de necesidades básicas a un chico pobre fuera suficiente para compensar haber matar a otro. Y mientras, queda muy en claro quiénes son los que limpian las casas y las piletas, y quiénes los que ejercen la medicina. 

Don Diego de Zama será un hombre que inspira lástima, pero no deja de encontrarse en un peldaño superior de la pirámide que le permite expropiar tierras a sus habitantes por no ser blancos, o golpear a una mujer negra porque fue a reprocharle que se estuviera masturbando mientras las observaba, o engendrar un hijo con una mujer originaria y olvidarse del asunto por años. El padecimiento de Zama, al fin y al cabo, no es otro que el no poder estar más arriba en la jerarquía. Tiene la peluca, mas no la última palabra.

No solo en los largometrajes aparece la crítica social en el cine de Martel: La ciudad que huye (2006) es un breve documental que, ya una década atrás, se cuestionaba las implicancias conceptuales, éticas, arquitectónicas y urbanísticas que tiene la proliferación de los barrios privados, creados por y para una clase dominante que quiere aislarse de lo que la circunda, que levanta muros con enredaderas para que oculten hasta su artificialidad, y que impone una barrera física, más clara imposible, entre ellos y los que viven medio metro afuera en condiciones de pobreza.

 

Personalmente, ni la megalomanía ni lo prolífico me  interesan demasiado cuando de cine de autor/a se trata. Los egos agigantados de los realizadores nunca me parece justificados, y el hacer cine por hacerlo – digamos, por ejemplo hacer una película por año a modo de “ejercicio”- con poca cabeza y mucha compulsión, me resulta una receta para el desastre. No diría que cuento con la paciencia de Lucrecia, pero prefiero la espera a la desilusión, la calidad a la cantidad, el minimalismo al exceso, la modestia a la vanagloria. No espero que todxs coincidan conmigo, pero cuando voy al cine, yo prefiero artistas: cuando estoy en esa sala oscura, y la pantalla se ilumina, prefiero a Martel.