“Moverse en las tinieblas”
Por Rocío Molina Biasone.
Si nos disponemos a buscar “sonambulismo” en la que de seguro es la fuente de conocimiento más confiable que tiene hoy la humanidad, internet, es probable que nos topemos con una definición similar a esta:
Se trata de un trastorno del sueño en el que las personas desarrollan actividades motoras automáticas mientras permanecen inconscientes y sin probabilidad de comunicación. Los sonámbulos tienen los ojos abiertos, pero no ven como cuando están despiertos, y suelen creer que están en sitios completamente diferentes. A la mañana siguiente no recuerdan haberse levantado por la noche.
Paula Hernández se propone hacer una película sobre una familia de sonámbulos, en más de un sentido, una familia venida a menos —aunque podríamos preguntarnos, ¿menos que qué?—; y sin embargo el film lo protagonizan una de las pocas outsiders de ese clan, Luisa (Érica Rivas), y su hija Ana (Ornella D’Elía). Luisa está casada con Emilio (Luis Ziembrowski) y desde el comienzo percibimos que se trata de un matrimonio exhausto, y ella en particular no se ve demasiado emocionada de estar llegando a esa quinta familiar para reencontrarse con sus cuñadxs, sobrinxs y suegra.
Ya nos encontramos cada vez más cerca de diciembre, por lo que nuestras mentes seguramente ya estén intentando prepararse para la temporada de fiestas y no nos cueste empatizar con el humor de Luisa, que sabe que le deparan varios días de aguantarse los destratos de Meme (Marilú Marini), la madre de Emilio, y las discusiones que su esposo con sus hermanxs, Sergio (Daniel Hendler) e Inés (Valeria Lois).
Pero mientras Luisa batalla con los malestares habituales —y los nuevos conflictos, lo económico siempre presente— que le genera la convivencia con sus parientes políticos, Ana está lidiando con sensaciones y dilemas completamente nuevos para ella, aunque comunes en las vivencias de cualquier adolescente: el deseo de autonomía, el rechazo a la protección y control de su padre y, sobre todo, su madre, los cambios en el propio cuerpo, y el despertar sexual. Dos factores hacen que todos estos sentimientos y voluntades se vuelvan aún más urgentes. Por un lado, algo de lo cual nos enteramos en la inquietante escena introductoria del film: Ana, al igual que casi todxs en su familia paterna, también es sonámbula. Por otro, el regreso de uno de sus primos —Alejo (Rafael Federman), hijo de Sergio— al país y a vincularse con la familia, un chico joven, pero mayor que ella, de quien no sabemos mucho excepto que dejó la secundaria para dedicarse a viajar por diferentes lados y que se considera un poeta.
Lo interesante del film es la manera en que Paula Hernández logra construir las tensiones de esa familia antes de que lleguen al punto de ebullición. “Ya sabés cómo es esta familia” le dicen una y otra vez a Luisa, un poco como justificación, otro poco dando a entender que se trata de una maldición, la maldición del sonambulismo. El verdadero trastorno —sin ánimos de ser determinista—, sin embargo, no es el que lxs hace dejar sus camas inconscientemente en medio de la noche. La verdadera maldición en esa familia, la que hace detonar todas las tensiones, es un sonambulismo en sentido figurado.
Las manifestaciones de la enfermedad están presentes en madre, hijxs y nietxs. Son efectivamente, vínculos sin probabilidad de comunicación. Lo no dicho es un recurso ampliamente explotado por Hernández en esta película. Entramos en la historia sabiendo casi nada, y para cuando termina, los misterios de esa familia siguen sin esclarecerse del todo. Sucede que no es solo el público quien no sabe nada de ellxs, ya que nuestra ignorancia es la consecuencia lógica de que nuestros personajes no se comuniquen entre sí: Emilio toma decisiones económicas sin consultar con Luisa, mientras ella le esconde sus ambiciones y planes futuros, tal vez por miedo al fracaso, tal vez porque no sea solo de carrera que quiere cambiar.
Otro rasgo del sonambulismo se hace evidente en el personaje de Emilio, que va a esa casa idealizada, y cree que está en un sitio completamente diferente. Él no ve la inconveniencia de mantener esa casa que solo visitan una vez por año. Está ciego ante el impacto económico que implicaría hacerse cargo de todo eso. Y también se confunde dónde está en su matrimonio, qué es lo que está pasando, qué siente Luisa en toda esa situación.
Y más aún, en esa familia, no queda duda de que casi todxs tienen los ojos abiertos, pero no ven. No es casual que Luisa, que no comparte sangre con ese clan, sea la única que mira de reojo a Alejo, la única que no trata a la empleada doméstica que ha trabajado toda la vida en esa casa como si tuviera que satisfacerle todos sus caprichos, la única que —literalmente— despierta desde un inicio cuando algo le pasa a su hija. Sin embargo, esta lucidez, este despertar, no es algo que ella sepa manejar como madre más que en excesos, porque no puede dejar de verla como a una niña, y de esta forma su hija sonámbula no logra comunicarse con ella. Y cuando finalmente lo hace, no hacen falta palabras.
Un sinónimo de “sonámbulo”, menos utilizado y con una connotación más mística, es “noctámbulo”. Este término viene de la unión del latín nox, noctis (“noche”) y ambulō, ambulāre (“andar”). Los sonámbulos es entonces una película sobre una familia que se mueve en la noche, que camina en las tinieblas, todxs incomunicadxs, sin saber dónde están o hacia dónde van. Y como ya sabemos, es justamente allí, en las tinieblas, donde nadie te ve ni te escucha, que el horror tiende a suceder.
Lo importante es despertar, y luego de eso, que esa familia se salve dependerá de su capacidad para escaparle a su propia maldición, para desafiar su trastorno, para que esta vez sí recuerden qué pasó cuando se levantaron por la noche
Titulo: Los sonámbulos
Año: 2019
País: Argentina
Director: Paula Hernández