Locust (2024), de KEEF

La desafección cotidiana

Por Juan M. Velis

La violencia política descarnada inaugura la ópera prima del director taiwanés-estadounidense KEFF. Se trata de la transmisión en directo de un conflicto ligado a protestas sociales en alguna región urbana de Hong Kong. Fueron numerosas las movilizaciones y enfrentamientos en las calles durante el 2019: un clima de tensión social creciente que, en muchos casos, desembocó en represión por parte de la policía. ¿El motivo? Asuntos parlamentarios que, como es habitual, trascienden hasta alcanzar dimensiones ideológicas y sociopolíticas: la exigencia de la retirada del proyecto de ley de extradición a China, presentado por el gobierno de Carrie Lam.

Sin embargo, la trama de este thriller de altos contrastes lumínicos y azulados nocturnos transcurre en Taipei, y el trasfondo de la crisis social que azota a Hong Kong constituye más bien una translúcida metáfora sobre la desmoralización en tiempos de violencias naturalizadas. Zhong-Han, un joven mudo que trabaja en un viejo local gastronómico de la ciudad, busca el amor en una bella empleada de un mini-mercado y procura dejar atrás un penumbroso pasado familiar caminando esas arrebatadas calles con su mirada ambigua y entregándose al descontrolado fervor de las fiestas electrónicas; pero la suerte no estará de su lado: sus empleadores (padres postizos) vislumbran un futuro oscuro cuando un adinerado empresario decide presionarlos (y extorsionarlos) para comprar el local gastronómico con el objetivo de edificar un proyecto inmobiliario de ambiciosas magnitudes. Al mismo tiempo, el protagonista cederá a la tentación de unirse a una banda de maleantes que por las noches asalta, roba y ataca a cualquier tipo de víctima con la finalidad de obtener algo más que dinero fácil.

Locust es una deriva dramático-social que nos invita a sumergirnos en la disyuntiva moral que Zhong-Han atraviesa en su derrotero salvaje, mientras oscila entre lograr ese beso añorado de un amor silenciado que acumula emoción y afecto, y la ineludible trascendentalidad del problema económico: la necesidad primera (suprema) de la ley capital, que dictamina que hay que acumular dinero para consolidar objetivos: ya sea inmediatos y primitivos (someter a víctimas indefensas por la mera obtención de una recompensa lucrativa), o bien vitales (como el “comedero” en el que Zhong-Han trabaja, que es nada menos que el único “proyecto de vida” concreto que parecen tener sus padrastros).

Zhong-Han esconde pesares y (auto)condenas, que no logra exorcizar con sus acciones moralmente incorrectas (ilegales) pero tampoco con sus gestos nobles. Ahí reside el conflicto principal: su frustración y rechazo son fruto de una vacancia simbólica que la sociedad no parece estar dispuesta a llenar. No hay referencias luminosas posibles que sirvan para motorizar decisiones vitales… Su padre lo detesta y no lo quiere cerca, su amigo más cercano lo engaña para aprovecharse de él y usarlo como cómplice para sus crímenes de gángster enmascarado, su jefe lo aprecia pero lo explota debido a su frágil situación económica. Sólo cuando recorre las calles junto a su enamorada es que detecta un contraste que se apodera de su interés en un orden más profundo y a la vez personal: la manifestación, la protesta social. El subrayado reclamo por los valores democráticos. Otra alegoría perfecta de la explosión interna que Zhong-Han siente en su cabeza: la desconexión en un mundo de individualidades fragmentadas, incompletas, arrojadas a la supervivencia. La inevitabilidad de un estallido: gritar en masa una consigna común, que exija un mínimo de empatía, un gramo de interpelación conjunta. El trasfondo (el contexto) que emerge para que Zhong-Han se aventure a soñar con algo más constructivo para su joven futuro. Una luz promisoria al final del túnel. De cualquier manera, la realidad de esa vertiginosa urbe lo obligarán a mancharse de sangre unas cuantas veces más, hasta que un capo-mafia le escupa en la cara que “El mundo es como una escalera. O subís los escalones, o caés en pedazos…”.

Se pueden convocar otros temas como el de la desigualdad, las injusticias, la connivencia político-empresarial y sus respectivas tramas de corrupción… Todo ese cúmulo de lugares comunes que, no obstante, se revitalizan en este tipo de tratamientos cinematográficos (con un cuidado diseño de fotografía en el retrato crudo de esos complejos “paisajes urbanos”), podrían pasar a un segundo plano en Locust: lo que prevalece es el doble silencio de nuestro protagonista, un silencio que (en algún momento, es difícil precisar bien cuándo) empieza a aturdir: sus planos en el cementerio visitando la tumba de su madre, su mirada perdida en esas noches de descontrol, su expresión atónita cuando la traición golpea desde cerca, su rabia contenida en los momentos finales. Se luce Liu Wei Chen, desde luego, pero KEFF prioriza los contornos quebradizos de un rostro que casi no tuerce su ambigüedad, no obtiene ni la carcajada ni el llanto… Acaso se trate de esa tan universal vacancia de afecto (¿desafección? ¿dificultad en la comunicación?), cada vez más pronunciada en los globalizantes tiempos que corren.

Titulo: Locust

Año: 2024

País: Hong Kong

Director: KEEF