“Orgullo a pesar del prejuicio”
Por Rocío Molina Biasone.
“¡Me he reído, con el corazón amargo y en agonía, del contraste entre lo que parezco y lo que soy!”
Nathaniel Hawthorne, La letra escarlata (1850)
Si uno no lee la sinopsis o comentarios previos sobre Las Mil y Una de Clarisa Navas, no sería del todo extraño que se sentase a verla con una referencia literaria bastante obvia en la cabeza. Pero sí se llevaría una sorpresa, al ver que nada tiene que ver con la célebre recopilación de relatos folclóricos árabes, no solo porque el título hace referencia al barrio Las Mil Viviendas de Corrientes, sino porque Sherezade y Renata son personajes casi antitéticos.
Sherezade —la narradora ficticia de los relatos de Las mil y una noches— es una mujer que arriesga su vida al casarse con un rey, famoso por querer acompañar sus desayunos con un buen femicidio. Su plan de empezar a contarle un cuento nuevo cada noche, pero dejar el final en suspenso para la próxima, y así sucesivamente, logra sensibilizar el corazón de su esposo, quien termina dándose cuenta de que las mujeres tal vez no son todas tan malas, y decide no matarla.
Renata, por otro lado, no tiene en sus planes vivir y actuar para convencer a nadie de nada. Su accionar no se determina en base a lo que esperan les demás, sino a pesar de ello. No busca compromiso, en ninguna acepción del término, y no está dispuesta a cambiar las reglas de su juego para encajar, ni en el de su familia, ni en el de Iris, ni en el del resto de la vecindad. Lo que sí tienen en común, es el conflicto entre cómo son vistas, y quiénes son realmente. Pero Sherezade hace todo por convencer a ese otro de que ella no es como él cree, y Renata se rehúsa a cambiar cómo vive para que el resto la mire distinto.
Esta no es una historia de amor. Al menos no en el sentido en que suele componer esta categoría. No hay grandes gestos, ni discursos enternecedores, no hay sacrificios por esa persona deseada, y nada cercano al amor o al afecto se menciona siquiera. No hace falta. Lo que hay es dos personas, dos mujeres, descubriéndose, tanto la una a la otra, como a ellas mismas.
Iris se describe como un ángel, tal vez porque los ángeles son criaturas sin género, cuyas identidades no responden a una lógica binaria, o tal vez porque no se sienta de este mundo. A través de la película, a Iris se la ve incómoda, o tímida, o albergando mucho y transmitiendo poco. Rara vez se ha visto un personaje protagónico tan difícil de definir, tan particular y a la vez inteligible.
Renata, por otro lado, maneja varias formas de comunicación, pero no logra hacerse entender. Habla castellano con todes excepto con su madre, con quien habla lengua de señas. Pero por más que maneje una y otra lengua, no la entienden, o no la quieren entender, ni a su voz ni a sus manos.
Dicen que, en un buen libro, la línea de apertura encierra, de forma críptica, todo el sentido de la obra. Las Mil y Una abre con un plano secuencia de Iris caminando por el barrio, a la vez que pica su pelota de básquet, y a los pocos segundos, unos hombre le gritan cosas. La advertencia es clara: este es un lugar hostil para las mujeres. Por más que se creen redes de contención, grupos de afectos con los que se sientan a gusto, cómodas y libres de vivir bajo sus propias reglas, la amenaza está siempre latente. Ellos están aunque no se los llame, y no creo que sea casual que la película empiece con Iris siendo acosada, pero que luego nos haga casi olvidarnos de esa violencia hasta las últimas escenas de la película. Hay vida detrás de la opresión y el machismo, sí. Pero lamentablemente, el machismo no se fue a ningún lado.
En el resto de los personajes —los primos de Iris, el resto de los chicos del barrio con los que se juntan, o les amigues de Renata— y en sus comportamientos, se vislumbra una clara escisión entre el accionar cuando nadie mire y lo que se expone al mundo, lo que se reconoce como parte de la propia identidad. Por un lado, están los primos de Iris, que no sienten la necesidad de esconderse, que no muestran una cara al afuera distinta al que tienen en la intimidad. Por el otro, están el resto de los pibes, que eligen las sombras y la excusa de un juego, para vivir su sexualidad, y aún así, lo hacen siempre adoptando un rol de superioridad frente al otre.
Y a la vez, existe una costumbre de encuadrar a una persona en base a los rumores que se escuchan sobre ella. Una sola información termina de construir el resto de lo que “obviamente” debería ir de la mano: Renata “se coge a medio Corrientes”, entonces tiene SIDA; si tiene SIDA, es porque vive en el boliche; si vive en el boliche, es un desastre.
Por supuesto que todo esto se encuentra en conflicto en Iris misma, y es esto mismo lo que la convierte en un personaje hasta hipnótico. Iris no es única, no es la mejor en algo, ni la más interesante, es una joven en proceso de autodescubrimiento, llena de prejuicios e inconsistencias que podemos encontrar en cualquier persona. Sabe que le gusta Renata, pero “lesbiana ya es mucho”. Tiene mucho miedo del qué dirán, y saca conclusiones inocentes como “Capaz que si seguía jugando al basquet no le pasaba”. Nos reconocemos en Iris, ya sea en el presente o en el pasado, tan llenes de prejuicios que entran en conflicto con nuestros deseos.
Al igual que en Hoy partido a las 3 (2017), Clarisa Navas exhibe su talento por crear personajes que son complejos, y a la vez, simples. Nada en las escenas ni actuaciones se siente forzado, ni siquiera actuado de hecho, pero sí nos recuerda a cuánto del cotidiano propio es actuación para el afuera. Cada personaje, no importa qué tan periférico, brilla por su singularidad, y las escenas están llenas de poesía brutal y realista, desde que Iris camina a plena luz del día en la primera secuencia, hasta esa última noche en la que debe correr.
Titulo: Las mil y una
Año: 2020
País: Argentina
Director: Clarisa Navas