En L’addio, Toia Bonino convierte la memoria en un dispositivo cinematográfico para reconstruir su propia historia. La película opera como un diario personal, pero también como un ensayo que interroga la herencia familiar y los silencios que la atraviesan. Sin atreverse a hablar en primera persona, la directora se apropia de las palabras de su padre y su abuelo, encontrando en registros olvidados—filmaciones, negativos, diarios—las piezas de un pasado que resuena en el presente.
El hallazgo más inquietante es la figura de su abuelo Antonio, secretario del Partido Fascista Italiano y cercano colaborador de Benito Mussolini. A través de un meticuloso trabajo de archivo, Bonino reconstruye su historia sin simplificaciones ni respuestas unívocas. Su abuelo no huyó de Italia por miedo, sino porque entendía que el fascismo había llegado a su fin. Y sin embargo, nunca renegó de su lealtad, hasta el punto de pedir ser enterrado con la icónica “camisa negra”.
Lo que hace que L’addio sea una película notable es su capacidad para articular lo íntimo con lo político sin perder su humanidad. Bonino no busca condenar ni reivindicar, sino explorar las marcas que deja el pasado en las generaciones siguientes. ¿Cuánto de esa historia pervive en ella y en sus hijos? ¿Qué significa ser descendiente de un hombre con un legado tan incómodo? La directora traduce estas preguntas en imágenes y sonidos, hilvanando materiales de archivo con registros actuales en un montaje preciso que, lejos de perderse en abstracciones, da forma a una narración fluida y profundamente emotiva.
Más que una simple reconstrucción familiar, L’addio es un ejercicio de memoria que nos interpela a todos. Bonino enfrenta el dilema de todo aquel que descubre verdades incómodas sobre sus ancestros: no se puede cambiar el pasado, pero sí decidir qué hacer con él. Y en ese proceso, como sugirió alguna vez George Bernard Shaw, si no se puede ocultar el esqueleto en el armario, quizá la mejor opción sea aprender a hacerlo bailar.
