Agnès habla de Varda. Y lo hace cariñosamente, sin tapujos, con autocrítica y profunda humildad. En su última película, la célebre cineasta franco-belga –que falleció en marzo a los 90 años- se acomoda en su pequeña silla plegable frente al espejo de su pasado, se observa detenidamente y reflexiona sobre su obra, compartiendo sabiduría, serenidad y experiencia, identificando aciertos y errores de su trabajo, y ofreciendo una mirada retrospectiva de sus afectos: la fotografía, el cine y las artes visuales; Jacques Demy, la gente común y su gata Zgougou. Varda por Agnès es el autorretrato de una mujer modesta y talentosa, admirable, que nunca perdió su vitalidad, su inocencia ni, mucho menos, una actitud lúdica hacia a la vida. Exhibir su “canto de cisne” como film de apertura de esta séptima edición es el modo que el Festival Internacional de Cine Documental de Buenos Aires (Fidba) eligió para homenajearla.
Alejada de todo narcisismo, la “abuela” de la Nouvelle Vague –que presentó su documental en el Festival de Berlín poco antes de morir- ofrece una clase magistral sobre el cine y su forma personal de abordarlo, en la que identifica los tres pilares de su éxito: la inspiración, la creación y la necesidad de compartir el resultado de su trabajo. Su ideal era llegar a los espectadores y entablar con ellos un diálogo. El cine tal vez haya sido esencialmente eso para ella: una forma creativa de saciar su curiosidad sobre los otros, de acercarse a ellos de igual a igual, para observarlos y escucharlos con empatía, pero esencialmente para valorarlos e intentar comprenderlos en su complejidad.
Agnés comparte el legado de Varda uniendo segmentos de distintas conferencias y charlas a las que fue invitada en los años previos, un recurso que le permite trazar con comodidad un hilo conductor –que nunca es lineal ni cronológico- sobre su vida personal y su obra artística. Son conversaciones amenas, alejadas de toda solemnidad, en las que deja en evidencia la importancia que su trabajo, su pensamiento y sus conocimientos tuvieron –y tienen- para un gran número de amantes del cine en el mundo. Agnès también habla de sus preocupaciones políticas, del feminismo, del aborto, del cuidado ambiental, del miedo a la muerte y de la amistad. Y deja en claro que, mediante el uso de la ficción o el documental, o desdibujando los límites entre ambas cosas, Varda demostró siempre en su trabajo una auténtica preocupación por los seres humanos. “El documental te pone al servicio de los demás. El cineasta se convierte así en un intermediario entre los personajes y el público”, explicó en una de sus últimas entrevistas.
Inspiración.
A pesar de haber ganado el Oscar a la trayectoria en 2017 (el mismo año en que compitió por la estatuilla dorada al mejor documental con Visages Villages), Varda estaba últimamente más abocada a las artes visuales y a generar video-instalaciones y muestras en museos, algo que según ella le daba más libertad, la posibilidad de trabajar con nuevos soportes y la oportunidad de mostrar sus obras a un público nuevo. “Mi carrera se divide en dos partes: la del siglo XX y la del XXI. En la primera soy más bien cineasta, en la segunda, artista”, declaró.
Nacida en Bruselas en 1928, con el nombre de Arlette Varda, Agnès estudió Historia del Arte en la École du Louvre y empezó a trabajar como fotógrafa en el Théâtre National Populaire de París, antes de convertirse en directora y filmar en 1955 su primer largometraje, La Pointe-Courte, de una manera totalmente autogestiva. Siete años más tarde se casó con el cineasta Jacques Demy, a quien acompañó hasta su muerte, en 1990. Podría decirse que su compañero fue durante largo tiempo una de sus principales fuentes de inspiración, ya que realizó tres películas como una manera tierna de rendirle homenaje: Jacquot de Nantes (1991), donde ilustraba los recuerdos infantiles de Demy, Les demoiselles ont eu 25 ans (1993) y El universo de Jacques Demy (1995).
Para Varda era vital respetar los tiempos inciertos que cada nueva búsqueda de creatividad le demandara. Para encontrarla, pasaba largos períodos de ocio en pueblos o ciudades costeras, siempre cerca del mar. Las playas estaban próximas a ella casi todo el tiempo e incluso, cuando no las tenía cerca, como en algunas escenas de Las playas de Agnès (2008), no dudó en recrearlas en la vereda de su casa. Lo que la atraía de ellas era la soledad, las grandes extensiones de arena, el color del agua y el sonido continuo de las olas rompiendo y diluyéndose sobre la costa. Con la intención de hallar alguna idea, sonido o imagen inspiradora, solía entregarse a la contemplación de la naturaleza y dejaba que su mente se perdiera durante un tiempo en el paisaje majestuoso del mar y el cielo fundiéndose en el horizonte. Curiosamente, otra de sus fuentes de inspiración fueron las papas. Y especialmente las papas en forma de corazón. Los tubérculos estuvieron presentes en sus documentales Los espigadores y la espigadora (2000) y Dos años después (2002), pero también fueron el punto de partida de su carrera como artista visual, que se inició en 2003 cuando montó un curioso dispositivo audiovisual -con papas brotadas como protagonistas- en la Bienal de Venecia.
“Mi dios es el azar. Cada vez que comienzo una película, me digo: mi primer asistente es el azar. (…) Las casualidades, las que llegan de verdad, yo las atrapo y las incluyo en mis films”, declaró. Esa actitud elástica, ese poder de adaptación y flexibilidad frente a las circunstancias, también es una forma de dejarse inspirar por lo inesperado y fue clave seguramente en la construcción de la autonomía financiera y la independencia estética que caracterizó toda su obra. Una libertad que estaba por encima, incluso, de los resultados de sus películas en la taquilla.
Creación.
Dos palabras pueden ayudar a entender mejor la obra de Agnès Varda: realidad y representación. Ya desde sus inicios como fotógrafa, la cineasta elaboraba composiciones elegantes y pictóricas para registrar la vida cotidiana de gente común. Ahí están también sus retratos de famosos como Salvador Dalí, Federico Fellini o Fidel Castro, pero sobresalen sus encuadres, sus juegos de luz, sombra y geometrías para abordar el día a día de obreros, campesinos y pescadores. Tanto en sus fotos como en sus documentales, la realidad está siempre mediada por un punto de vista personal, un enfoque, una idea clara de luz y puesta en escena. Y cuando se trata de ficciones, la representación está fundada en situaciones de lo real, en historias de vida que tranquilamente podrían ser las de los vecinos de la cuadra de su casa. Sin ir más lejos, en Daguerreotypes (1976) retrató a los comerciantes, vecinos y trabajadores de la calle Daguerre, en París, la misma donde ella residía. Un documental donde demostraba que “nada es banal si lo filmás con amor y empatía”. Y donde establecía un vínculo respetuoso, de igual a igual, con esa “mayoría silenciosa” compuesta por personas anónimas a las que consideraba “el corazón” de su trabajo.
Si su lugar de reflexión e inspiración por excelencia era la playa, el espacio que Varda transitaba para la creación estaba delimitado por ese interés genuino que sentía por los otros, por su forma de vida, sus costumbres y ocupaciones. En ese terreno de afecto y curiosidad Varda desarrollaba su escritura cinematográfica, lo que ella gustaba llamar “cinecriture”, que no es otra cosa que el proceso mismo de la creación, o el momento en el cual se despliegan las estrategias y acciones que hacen posible la realización de una película, incluyendo el proceso de construcción de sentido que es el montaje. Eso que muchos otros cineastas llaman estilo, en el caso de Varda se relacionaba con un punto de vista claro sobre lo que se proponía filmar. Fueran del orden que fueran, organizaba sus obras con el dispositivo general de un documental, pero mostrando la realidad no de manera cruda ni totalmente despojada de artificios, sino mediada por una reflexión estética previa. En ese sentido, Varda decía que “con los documentales se aprende mucho y se conoce a gente interesante, a veces incluso inolvidable. Lo llaman ‘el cine de lo real’, pero a mi lo que me gusta es ver en lo real lo que no es real. Es decir, dentro de lo real, sacar sorpresas, atrapar la belleza inesperada, el milagro casi de lo real”.
En La Pointe-Courte (1955), su opera prima, Varda desplegó una puesta en escena refinada, a lo Alain Resnais (que fue su montajista), para describir el trance de una pareja en vías de disolución, pero combinándola con secuencias de corte neorrealista de la vida en el barrio de pescadores que los personajes transitaban. Así empezó a delinear algunas constantes de su propia escritura cinematográfica, mezcla de representación ficcional y registro directo de la realidad. En La felicidad (1964), una película surgida de la música de Mozart y “la melancolía del impresionismo”, abordó el drama de un hombre que tiene la felicidad al alcance de su mano, pero la desperdicia. Aquí la representación es atravesada por la realidad, ya que Varda convenció a Jean-Claude Drouot, el protagonista, para que su pareja y sus hijos en la ficción fueran nada menos que su esposa y sus hijos en la vida real. Su propia familia es así testigo de la debacle emocional de su personaje, de la espiral descendente y trágica en la que se enreda.
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En esta especie de autorretrato que es Varda por Agnès, donde realiza un recorrido en primera persona por su filmografía, sin orden cronológico, siguiendo libremente la deriva de sus recuerdos, la cineasta comparte anécdotas, vivencias, sus ideas sobre el cine, la música y el arte y, sobre todo, ofrece algunas claves de su método de trabajo, develando el “detrás de escena” de cada una de sus creaciones. Desde los motivos estéticos del uso del travelling lateral en casi todas las escenas y la forma particular de componer a la vagabunda que interpreta Sandrine Bonnaire en Sin techo ni ley (1985), hasta el uso refinado y reflexivo del color en La felicidad, con tonalidades diversas en diferentes secuencias y fundidos a rojo, blanco o azul según la evolución del ánimo del protagonista. Otro de sus recursos frecuentes es la repetición de ciertas acciones en el montaje, como una forma de generar extrañeza y subrayar una emoción profunda en sus personajes o la falta de claridad en la percepción de su entorno.
En Los espigadores y la espigadora Varda aprovechó las posibilidades que la aparición de las cámaras digitales le daban para trabajar de un modo más íntimo y personal. Por su pequeñez y portabilidad, esta nueva tecnología le permitía acercarse más directa y fácilmente a sus personajes en soledad y con total ligereza, sin el peso de un aparataje y un equipo de asistentes detrás, algo que hubiera generado distancia y desconfianza entre los recolectores rurales y urbanos que eligió retratar. Mientras registraba el trabajo en el campo de uno de ellos, Varda encontró un tubérculo con forma de corazón. Ese fue el punto de partida para la realización de su primera obra como artista audiovisual, una curiosa instalación de papas que llevaba el título “Patatutopía”.
Lo autorreferencial acompañó a Varda en varias de sus obras. Su interés por presentarse como directora detrás y delante cámara está presente, por ejemplo, en su corto Uncle Yanco (1967), donde recrea lúdicamente el feliz encuentro con un tío lejano, y en Jane B. par Agnès V. (1988), un retrato de su amiga actriz Jane Birkin, donde en una escena elije verse reflejada en un espejo junto a la cámara, el fotógrafo y otros asistentes. En Las playas de Agnès y en Visages Villages aparece directamente como protagonista, reflexionando en primera persona sobre su trabajo y fuentes de inspiración, rindiendo homenaje a sus vecinos y colaboradores, poniendo el foco tanto en la vida cotidiana de los demás como en la suya propia. En todos esos filmes Varda buscaba compartir con el público la emoción que le producía el encuentro espontáneo y respetuoso con los otros, su amabilidad, su curiosidad, la sencillez y modestia de su carácter, su mirada puesta en lo aparentemente normal y anodino y su interés por señalar y reflexionar sobre ciertas problemáticas esenciales del ser humano. “La gente común es el corazón de mi trabajo. Los otros me motivan, me desconciertan, me fascinan, me generan curiosidad”, afirma en un tramo de Varda por Agnès.
Como en sus charlas y conferencias, en su último film la directora comparte sin reparos su experiencia como artista, su método de trabajo, sin dejar de transmitir su interés por esa “mayoría silenciosa” conformada por trabajadores, obreros y campesinos, a quienes su cine busca sacar del anonimato. De manera sencilla y didáctica, Varda revela los secretos de su oficio, dejando en evidencia el dispositivo de representación cinematográfica, incluyendo el detrás de escena, las retomas de descarte, la presencia de la cámara y hasta la claqueta. Si parte de su estilo en sus películas y en su vida era compartir lo que hacía y sabía con los demás, Varda por Agnès podría considerarse entonces como uno de sus últimos actos de generosidad⚫