¿La rendición del cine (comercial) de autor frente al algoritmo? sobre One Battle After Another y la casualidad como única arma narrativa

“El uso excesivo de la coincidencia narrativa, en ese contexto, es un síntoma de una enfermedad mayor: la pérdida de fe en la causalidad dramática. Ya no se confía en que el poder de la narración baste para sostener la atención del público, al cual se lo menosprecia, o tal vez se menosprecia a sí mismo.”

Por Mauro Lukasievicz

Durante décadas existía una idea de que dentro del llamado cine comercial también existía un mundo de cine de “autor comercial”, considerado como la última trinchera de resistencia contra el efectismo del entretenimiento rápido, ese que exige menos del espectador y recompensa más al algoritmo. Sin embargo, en los últimos años se ha vuelto evidente que incluso los nombres más venerados del cine contemporáneo, directores que alguna vez representaron la promesa de un arte más reflexivo, más honesto, más humano, dentro de la maquinaria norteamericana, han terminado por rendirse ante la lógica de la espectacularidad pasajera. One Battle After Another es, en este sentido, un síntoma y no una excepción. Lo que en teoría debía ser una exploración de personajes complejos, una narración de largo aliento sobre el desgaste moral y la pérdida de sentido en una sociedad en crisis, se transforma en una sucesión de golpes de efecto, giros arbitrarios y coincidencias tan inverosímiles que sólo pueden justificarse por la necesidad de mantener al espectador en vilo, aunque sea a costa de la coherencia narrativa. La coincidencia narrativa ha existido siempre; no es un pecado nuevo ni un error aislado. El problema es que hoy se ha convertido en una herramienta estructural, en el motor mismo de las películas que aspiran a tener apariencia de profundidad sin el esfuerzo de construirla. One Battle After Another no utiliza la casualidad como un guiño al destino o una ironía del azar: la usa como un atajo. La historia avanza no porque los personajes evolucionen o las decisiones tengan peso, sino porque algo, siempre algo, debe pasar para que la película siga moviéndose. Así, cuando la persecución por las carreteras se estanca, surge de la nada un personaje en una gasolinera, un testigo improbable que a toda velocidad, en plena noche, asegura haber visto pasar una camioneta y hasta reconocer a quienes iban dentro. Esa coincidencia, tan cómoda como absurda, no busca ironía ni un efecto poético, simplemente sirve para reactivar una trama que, de otro modo, habría tenido que detenerse a mirar su propio vacío.

Lo más llamativo es que este tipo de licencias ya no pertenecen solo al cine comercial tradicional. Han invadido también el territorio del supuesto cine de autor, ese que alguna vez prometía historias con densidad y estructuras cuidadosamente elaboradas. Lo que antes se esperaba de un director como Paul Thomas Anderson, una trama orgánica, personajes con dilemas morales complejos, un equilibrio entre el drama y la observación humana, ahora parece haberse diluido en una búsqueda desesperada por el impacto visual. Los grandes planos, las secuencias de montaje exuberante, los travellings calculados al milímetro: todo está ahí, pero ya no al servicio de una idea o de un personaje, sino del puro asombro. Planos que podrían pertenecer sin conflicto alguno a una entrega de Rápidos y Furiosos, solo que enmarcados con un aire de sofisticación autoral que pretende justificar su vacuidad.

El espectador también cambió. Aquel que buscaba en un film de autor una experiencia reflexiva, un vínculo emocional más hondo, parece hoy conformarse con la ilusión de estar viendo “algo distinto”, aunque en esencia no lo sea. One Battle After Another encarna esa paradoja: una película que se presenta como cine de autor, o al menos cine de autor comercial, pero que se comporta como un producto manufacturado por una plataforma de streaming. Todo parece negociable con tal de no perder el ritmo ni la atención del público. Si un personaje debe transformarse radicalmente para sostener un chiste o un giro, se lo hace sin reparos. El ejemplo más evidente es el del personaje interpretado por Leonardo DiCaprio, que envejece dieciséis años solo para convertirse en un alcohólico que pasa sus días en un sofá fumando marihuana. No hay desarrollo psicológico ni consecuencia moral: hay una justificación funcional, casi cínica. Se necesita un toque de humor decadente, una dosis de autodestrucción que evoque a El gran Lebowski, y listo. O personajes que, después de ejecutar un ataque perfectamente orquestado contra un centro de detención de inmigrantes custodiado por decenas de militares, en la escena siguiente intentan robar un banco de manera alocada, sin plan de huida ni coherencia alguna con lo anterior. Lo que en otro contexto podría haber sido un estudio del fracaso y la alienación, aquí se convierte en una excusa para reciclar estereotipos de culto. Esa falta de rigor narrativo no es inocente. Responde a una tendencia más amplia: la de un cine que se piensa a sí mismo como mercancía estética antes que como discurso. El director, amparado por el prestigio del “cine de autor”, ya no es un artista que indaga en los conflictos humanos, sino un curador de estímulos visuales. One Battle After Another podría haber sido escrita, dirigida y montada por un algoritmo de plataforma, y nadie lo notaría, vendería menos tickets, eso sí. Su estructura está diseñada para satisfacer la lógica del consumo: cada diez minutos, algo debe ocurrir que rompa el ritmo anterior. Si eso implica revivir a un personaje muerto, se lo revive; si conviene matarlo de nuevo para generar una risa o un sobresalto, se lo mata, o incluso si es necesario utilizar uno de los más grandes clichés de la historia del cine, como lo es una vieja carta guardada, con tal de generar un último suspiro, se lo usa. El efecto inmediato reemplaza a la necesidad de significado.

Lo trágico es que esta tendencia se disfraza de libertad creativa. Al ser considerado un “director de autor”, el realizador tiene carta blanca para justificar sus decisiones más arbitrarias bajo el argumento de la visión personal. Pero la visión se desvanece cuando todo parece regido por la mecánica del sobresalto. One Battle After Another no es una película que explore el caos del mundo; es una película simula hacerlo. Sus personajes creen tener profundidad porque gritan cosas importantes o parecen atormentados. La trama se sostiene sobre un andamiaje de improbabilidades que nadie se detiene a cuestionar. En un momento, para motivar el ataque de un grupo de supremacistas blancos contra Sean Penn, grupo al cual él también pertenece, se revela por pura coincidencia que ellos saben que podría tener una hija negra. No hay investigación, no hay descubrimiento; sólo un diálogo lanzado al azar.  Este tipo de recursos, que antes se hubieran considerado una falta de rigor, hoy son aceptados como parte del “estilo”. Se confunde la elipsis con la pereza, la ambigüedad con la improvisación, la libertad narrativa con la falta de control. El resultado es un cine que se cree audaz por romper reglas que en realidad no supo cómo respetar. El guion se vuelve un campo de batalla donde las decisiones estéticas anulan las narrativas. La cámara decide lo que la historia no puede justificar. El montaje impone un ritmo que suplanta la emoción. El espectador sale del cine con la sensación de haber visto algo intenso, pero no puede recordar qué lo conmovió, porque nada realmente lo hizo.

El uso excesivo de la coincidencia narrativa, en ese contexto, es un síntoma de una enfermedad mayor: la pérdida de fe en la causalidad dramática. Ya no se confía en que el poder de la narración baste para sostener la atención del público, al cual se lo menosprecia, o tal vez se menosprecia a sí mismo. Se necesita el estímulo constante, el efecto, la sorpresa sin pausa, la irrupción de lo inesperado sin motivo. Personajes que participan durante 20 minutos de la película pueden ser presentados como tenebrosos asesinos a sueldo y en la siguiente escena pueden dar su vida por una chica que conocieron cinco minutos antes iluminados por una repentina vocación de “hacer el bien”. Todo lo que antes era construcción ahora es distracción. Este tipo de cine, que alguna vez fue el territorio de la introspección y la mirada crítica, se ha convertido en un simulacro de sí mismo. En One Battle After Another, la batalla más grande no ocurre entre los personajes, sino entre el deseo de narrar y la urgencia de impresionar. Y lo trágico es que, en esa guerra, la narración ha perdido. Lo que queda es una colección de momentos, de gestos y guiños, de casualidades que pretenden ser destino. El espectador sale agitado, no emocionado. Y el director, envuelto en su prestigio, tal vez crea que ha ganado una nueva batalla, sin darse cuenta de que ya perdió la guerra contra su propia vaciedad.