El espectador también cambió. Aquel que buscaba en un film de autor una experiencia reflexiva, un vínculo emocional más hondo, parece hoy conformarse con la ilusión de estar viendo “algo distinto”, aunque en esencia no lo sea. One Battle After Another encarna esa paradoja: una película que se presenta como cine de autor, o al menos cine de autor comercial, pero que se comporta como un producto manufacturado por una plataforma de streaming. Todo parece negociable con tal de no perder el ritmo ni la atención del público. Si un personaje debe transformarse radicalmente para sostener un chiste o un giro, se lo hace sin reparos. El ejemplo más evidente es el del personaje interpretado por Leonardo DiCaprio, que envejece dieciséis años solo para convertirse en un alcohólico que pasa sus días en un sofá fumando marihuana. No hay desarrollo psicológico ni consecuencia moral: hay una justificación funcional, casi cínica. Se necesita un toque de humor decadente, una dosis de autodestrucción que evoque a El gran Lebowski, y listo. O personajes que, después de ejecutar un ataque perfectamente orquestado contra un centro de detención de inmigrantes custodiado por decenas de militares, en la escena siguiente intentan robar un banco de manera alocada, sin plan de huida ni coherencia alguna con lo anterior. Lo que en otro contexto podría haber sido un estudio del fracaso y la alienación, aquí se convierte en una excusa para reciclar estereotipos de culto. Esa falta de rigor narrativo no es inocente. Responde a una tendencia más amplia: la de un cine que se piensa a sí mismo como mercancía estética antes que como discurso. El director, amparado por el prestigio del “cine de autor”, ya no es un artista que indaga en los conflictos humanos, sino un curador de estímulos visuales. One Battle After Another podría haber sido escrita, dirigida y montada por un algoritmo de plataforma, y nadie lo notaría, vendería menos tickets, eso sí. Su estructura está diseñada para satisfacer la lógica del consumo: cada diez minutos, algo debe ocurrir que rompa el ritmo anterior. Si eso implica revivir a un personaje muerto, se lo revive; si conviene matarlo de nuevo para generar una risa o un sobresalto, se lo mata, o incluso si es necesario utilizar uno de los más grandes clichés de la historia del cine, como lo es una vieja carta guardada, con tal de generar un último suspiro, se lo usa. El efecto inmediato reemplaza a la necesidad de significado.
Lo trágico es que esta tendencia se disfraza de libertad creativa. Al ser considerado un “director de autor”, el realizador tiene carta blanca para justificar sus decisiones más arbitrarias bajo el argumento de la visión personal. Pero la visión se desvanece cuando todo parece regido por la mecánica del sobresalto. One Battle After Another no es una película que explore el caos del mundo; es una película simula hacerlo. Sus personajes creen tener profundidad porque gritan cosas importantes o parecen atormentados. La trama se sostiene sobre un andamiaje de improbabilidades que nadie se detiene a cuestionar. En un momento, para motivar el ataque de un grupo de supremacistas blancos contra Sean Penn, grupo al cual él también pertenece, se revela por pura coincidencia que ellos saben que podría tener una hija negra. No hay investigación, no hay descubrimiento; sólo un diálogo lanzado al azar. Este tipo de recursos, que antes se hubieran considerado una falta de rigor, hoy son aceptados como parte del “estilo”. Se confunde la elipsis con la pereza, la ambigüedad con la improvisación, la libertad narrativa con la falta de control. El resultado es un cine que se cree audaz por romper reglas que en realidad no supo cómo respetar. El guion se vuelve un campo de batalla donde las decisiones estéticas anulan las narrativas. La cámara decide lo que la historia no puede justificar. El montaje impone un ritmo que suplanta la emoción. El espectador sale del cine con la sensación de haber visto algo intenso, pero no puede recordar qué lo conmovió, porque nada realmente lo hizo.
El uso excesivo de la coincidencia narrativa, en ese contexto, es un síntoma de una enfermedad mayor: la pérdida de fe en la causalidad dramática. Ya no se confía en que el poder de la narración baste para sostener la atención del público, al cual se lo menosprecia, o tal vez se menosprecia a sí mismo. Se necesita el estímulo constante, el efecto, la sorpresa sin pausa, la irrupción de lo inesperado sin motivo. Personajes que participan durante 20 minutos de la película pueden ser presentados como tenebrosos asesinos a sueldo y en la siguiente escena pueden dar su vida por una chica que conocieron cinco minutos antes iluminados por una repentina vocación de “hacer el bien”. Todo lo que antes era construcción ahora es distracción. Este tipo de cine, que alguna vez fue el territorio de la introspección y la mirada crítica, se ha convertido en un simulacro de sí mismo. En One Battle After Another, la batalla más grande no ocurre entre los personajes, sino entre el deseo de narrar y la urgencia de impresionar. Y lo trágico es que, en esa guerra, la narración ha perdido. Lo que queda es una colección de momentos, de gestos y guiños, de casualidades que pretenden ser destino. El espectador sale agitado, no emocionado. Y el director, envuelto en su prestigio, tal vez crea que ha ganado una nueva batalla, sin darse cuenta de que ya perdió la guerra contra su propia vaciedad.