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La metáfora de la libertad y los delincuentes

¿Cómo puede ser que hablemos todo el tiempo de “la libertad” y nunca podamos terminar de encontrarla?

Por Juan M. Velis

En la última película de Rodrigo Moreno la idea de la libertad emerge como un desplazamiento metafórico tan obvio y previsible como inevitable. Sus anagramáticos personajes (Román, Morán, Ramón, Norma, Morna) se mueven por el espacio cruzándose miradas recelosas y temerosas, como sospechando constantemente uno de los otros. Es así desde un primer momento, cuando el montaje armoniosamente rítmico se decide por una suerte de registro romántico de la siempre tan esplendorosa como truculenta gran Capital. Hay unos primeros diálogos y miradas raudas en las calles, en la entrada del banco en donde trabajan los protagonistas, y allí ya está sembrado el indicio dramático: la sospecha será un hilo conductor del relato (no el único).

Es que en la ciudad, todxs parecen ser sospechosos y sospechados, nadie se salva. Del Toro (el jefe de la sucursal bancaria, interpretado por el magnífico Germán De Silva) sospechará de cada uno de sus empleados, pero inclusive la dupla protagónica se desconfiará mutuamente. La sospecha como sensación preeminente reina en un mundo atravesado por la velocidad de los autos en las calles y la voracidad del dinero en la parla cotidiana de dos amigos de toda la vida que se juntan a tomar un café. En la película de Moreno no hay café de por medio, sino birra: en una concurrida pizzería de Chacarita, Morán y Román elucubran su plan (en realidad, Morán casi que se lo impone y Román no ofrece resistencia, todo lo contrario: es seducido de inmediato, sin desdibujar del todo la suspicacia en su mirar); entre encuadres agitados capturados con teleobjetivo y gente que pasa y hace ruido y lo caotizan todo porque en los locales pizzeros de Buenos Aires se come de parado, arrebatadamente, y nunca se escucha ni se entiende nada. Sobra señalar la precisa confluencia entre las decisiones estrictamente formales, compositivas, y el devenir narrativo de la situación. Un detalle no menor, acaso redundante respecto de lo anterior: tampoco podemos entender del todo lo que se dicen entre sí nuestros queridos protagonistas. Hay mucho ruido de fondo, pero no vamos a exigir total inteligibilidad en los diálogos: de eso nos está hablando (de manera más o menos implícita) toda la película.

Luego, vendrá la persecución-investigación en las oficinas, más sospechas del personal, y, finalmente, los contrastes: Morán a la cárcel, Román al campo, a los cerros, a la jungla. Su actitud estereotípica porteña lo aprisiona y lo condiciona, hay varias escenas que explicitan esto con exagerados subrayados, y no está nada mal: él está acostumbrado a la repetición. Ya lo vimos servirle tres vasos de agua al hilo a uno de los alumnos de las clases de música que su esposa dicta en casa, en una de las escenas más incómodas de la película. Y nos animamos a una aseveración (no tan) trillada y arriesgada: sabemos muy bien que los estereotipos existen. Por eso Moreno los toma y los amolda al ámbito ficcional de su película, con evidentes reenvíos y referencias cinéfilas-musicales-literarias, para jugar con esos lugares comunes y estereotipados de la identidad, o de la pertenencia a algún lugar en el mundo. Sin embargo, hay que decirlo: la película no trata a los estereotipos de manera estereotipada, o maniquea: los arroja allí para complejizarlos, para “mezclarlos”, para desordenarlos, para hacer a sus personajes enamorarse aún cuando les cueste hablar y transmitir sus sentimientos y pesares, para matizar sus comportamientos, para teñir de cierto aura anacrónico a esas calles furiosas (¿cómo puede ser que esa Buenos Aires tan actual a su vez remita a una Buenos Aires tan retro?). Crear lúdicamente con los estereotipos (los lugares comunes en las creencias colectivas) es un ejercicio atrayente y divertido, y más aún si se trata de señalar burlonamente su insoslayable (a menudo insoportable) facticidad semántica, simbólica y discursiva. Los oficinistas, los que son del interior, los pueblerinos, los bohemios, los hippies, los intelectuales, los artistas, los reclusos en las cárceles, los políticos, los delincuentes… Más allá de que existan o no en sí, si se los denota, señala o desmarca es porque esas etiquetas identitarias tienen un lugar en el imaginario colectivo de una sociedad que se auto-denuncia desde siempre.

En Los delincuentes habrá entonces lugar para más juegos con estereotipos, pero no habrá exceso de simbología, sino metáforas -de nuevo- subrayadas. Metáforas que nos recuerdan que, a veces, el poder ver (darse cuenta) es muchísimo más complejo que el poder entender (terminar el rompecabezas). La trama no es complicada ni intrincada, pero aún así está cargada de misterios (y de capas) que las decisiones estético-expresivas ponen de relieve: ahí reside el posicionamiento ético, político-poético, de la película. Ejemplo crucial: después de ver, gracias a la cámara escabullida entre transeúntes acelerados, un registro de una calle de ciudad hermosamente caótica rebosante de excesos (de gente, de cemento, de carteles, de ruido, etc), se nos fuerza (desafía) a sostener nuestra atención en un paneo lateral de amplísimo encuadre, con contraluz del rojizo atardecer natural en las sierras cordobesas, tan lento como moroso como sospechoso (algo tiene que haber escondido entre tanta textura serrana, algún personaje, algún movimiento, algún gesto), que desemboca en un plano general con un minúsculo Román sentado en una roca posando allí, casi en la cima… Un contraste más de los tantos que hay. La metáfora más obvia y perfecta.

Porque en el ardor intempestivo de la rutinaria ciudad todxs nos llamamos casi igual, firmamos idénticamente en los trámites del banco, vestimos las mismas ropas y, a su vez, queremos lo mismo: la libertad. Ese término que supo ser tan diáfano y que, en los tiempos que corren, se cubre de una humareda tan opaca como impredecible. Pero es que la forma audiovisual también es capaz de torcer los parámetros estéticos de un concepto presumiblemente universal como ese mismo, o bien este otro tema sensible de “la alienación urbana en las grandes ciudades”. En Los delincuentes hay algo de todo aquello: desplazamientos formales y de montaje distintivos (lo de la pantalla dividida es interesante), juegos de guiños y homenajes (tensión tradición-modernidad, cine clásico-cine moderno), personajes que parecen absortos a la hora de intentar comunicarse, dobles, repeticiones, gestos, planos extraordinarios, paneos extraordinarios, música extraordinaria, tomas apuradas en una ciudad apurada repleta de gente apurada, y al final una sentencia tan burda como definitiva entonada por Pappo:

Adónde está la libertad

No dejo nunca de pensar

Quizás la tengan en algún lugar

Que tendremos que alcanzar

Y yo me pregunto, tontamente: ¿cómo puede ser que hablemos todo el tiempo de la libertad y nunca podamos terminar de encontrarla?

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