“La mamá y la puta como por primera vez”
Por Jada Sirkin
En mi opinión, una visión natural del cine consiste en su capacidad para percibir cada movimiento, cada posición y, en especial, cada postura y cada gesto humanos, por fugitivos que sean, como cargados de su poesía, o bien, podríamos decir, de su lucidez.
Stanley Cavell
Recién la cuarta vez que vi La mamá y la puta (Jean Eustache, 1973), me di cuenta de cómo se le mueven los dedos a Jean-Pierre Léaud. Tal vez fue la combinación de factores —ver la película por cuarta vez, en pantalla grande y a la mañana (¡quiero ver más cine de mañana!)— lo que me permitió descubrir detalles, casi como si estuviera frente a una obra nueva. Sí había notado el índice de Léaud en alto, en ese gesto como de bajar línea: ¡atención, estoy diciendo algo importante! Pero no había reparado en su meñique al monologar, ni en el movimiento de toda su mano derecha en el plano final. Hay algo muy vivo en esa mano.
Ver una película una sola vez es como ver a una persona una sola vez. Tal vez la única diferencia es que, mientras las películas dicen cada vez lo mismo, la gente dice algo distinto en cada encuentro; aunque, pensándolo mejor… Aun con palabras y acciones diferentes, ¿no tendemos a repetir patrones perceptivos y de comportamiento? Y las películas, al no cambiar entre una proyección y otra, ¿no nos dicen algo acerca de la diferencia?
Nunca bajamos dos veces a la misma película, habría querido decir aquel filósofo. El río es siempre el mismo para quien no tiene ganas de mirar —más bien, de ver. Y cuando hablamos de ganas, nos referimos a: energía. Hace falta energía para vencer la inercia de ver los mismos patrones en todo. Como espectadores (como amantes, como ciudadanos), tendemos a ver, en las diferentes cosas, la sombra proyectada de nuestras maneras aprendidas de mirar. Esa sombra que vemos adelante y nos oscurece la visión, dice Declan Donnellan, es nuestra propia forma impresa sobre el mundo. Somos nuestra propia dificultad. El obstáculo para ver es nuestra propia forma de mirar.
Ver una película 2,3,4 veces puede ser una oportunidad para, en principio, descubrir la sombra de nuestra propia mirada. El ejercicio sería una meditación estética: ver lo mismo para ver diferente. Mirar la misma cosa hasta agotar la mirada. El cansancio es necesario para cambiar. La mamá y la puta necesita más de 3 horas para agotar los recursos egoicos de su protagonista.
Después de 3 horas de película, los engranajes filosófico-poéticos de Alexander (Léaud) empiezan a desajustarse. La otredad del mundo (Veronika) tendrá que revelarse para revelarlo a él: ni ella era un vampiro tan cool ni él era tan encantador y sofisticado. Hay algo básico, muy humano, y muy animal, que se despierta, como un estallido emocional, en el mismo anhelo de sofisticación. Estos personajes aspiran intelectualmente a algo para lo que no están preparados emocionalmente.
—Te sale bien el chico encantador.
—El drama también me sale bien.
La última vez que había visto la película, hace un año, todo el último tramo me había parecido excesivo, un giro hacia el melodrama que juzgué complaciente y narrativamente necesitado. Hoy sólo el monólogo final de Veronika me pareció demasiado. Quién sabe qué pensaré en 2024, cómo se irá moviendo mi sombra sobre la superficie de la pantalla.
No hay nada como una película larga para detectar patrones perceptivos. La mamá y la puta nos da ese regalo al asumir su poder de crear duración, y con ella, ambigüedad, sutileza, cuerpo y juego. La película es tan juguetona como oscura. No sabemos si la ficción impone un tono poético y casi falso a los cuerpos, o si es una cualidad del personaje/actor Alexandre/Léaud que se contagia a toda la superficie del film. En un nivel, parece una película hecha para dar lugar (mucho lugar) a esa textura tan peculiar de Léaud, esa cosa a la vez juguetona y dramática, a la vez artificial y fresca, un algo muy único de su manera de estar en escena.
Se podría decir que algo de su manera es una manera común a varias actuaciones de la Nouvelle Vague, o específicamente de las películas de Godard: podemos pensar en Anna Karina, en Jean Paul Belmondo, en Jean-Claude Brialy, una manera asociable al clown, que es fresco y real en la medida en que actúa y sabe que está actuando —el actor no se transforma totalmente en el personaje, deja un espacio de juego, de movimiento, libre de la idea de identificación plena.
Como sea, Léaud desplegó algo único, y esta película le hace espacio a su singularidad. A la vez, los demás también parecen tomados por ese tono poético, posado. Por momentos los cuerpos parecen movidos por una mecanicidad cercana a la de los cuerpos “modelos” de Bresson —a quien, de hecho, Alexandre menciona en un momento de los varios en que se habla del cine. El cine está presente, los personajes se comparan con personajes de las películas, que funcionan como referencia para dar sentido a la experiencia. Los cuerpos van y vienen, dentro de una misma escena, varias veces, entre una inexpresividad bressoniana y una hiperexpresividad si se quiere clownesca o melodramática; Léaud, después de sus exabruptos, que pueden ser dramáticos, cómicos o poéticos, por momentos pareciera apagarse —como si la emoción se le escapara, como si se tomara un descanso, como un autómata o un actor que actúa y deja de actuar, mira para abajo, fuma, y vuelve a emitir. Esto produce un efecto extraño y hermoso. La película es el escenario para esa hermosa extrañeza.
—No me aferré a ti, sino a mi sufrimiento.
Alexandre arrastra el dolor de haber sido dejado por una mujer que amaba; ahora, vive con otra mujer, a quien no se entiende bien si ama o usa —o las dos cosas. Conoce a una chica, evidentemente parecida a su ex, se gustan y empiezan a verse. Su pareja lo sabe, no entendemos bien cuál es su relación, cuáles son sus acuerdos, por qué se tratan con esa ironía agresiva. Hoy nos podríamos preguntar cómo sería esta película de haber existido, en 1973, el concepto de responsabilidad afectiva.
Las dos mujeres se conocen, se odian, se aman, van y vienen. El trío no llega a ser tal cosa. La apertura está llena de celos y reclamo. Por el final, el doble romance empieza a generar presión y los últimos minutos de película son ocupados por esa situación que no puede ser vivida con la naturalidad con que pretenden vivirla. Ellas lo ponen en jaque y él, durante un buen rato, parece quedar desenchufado. Marie y Veronika toman las riendas. Las comedias y las poesías de él ya no funcionan, algo de su mecanismo lúdico-poético-filosófico parece haber sido, en algún nivel, desenmascarado. Lo de Alexander no es cinismo, es dificultad para escuchar al otro. Ahora, su monólogo ya no puede ser escuchado y su cuerpo, exhausto, queda del otro lado: silencio. La adolescencia, disfrazada de bohemia, ha sido expuesta.
Crees demasiado en el hombre, le dice Veronika a Alexander, y tal vez lo que le está diciendo es: crees demasiado en la poesía. Hay en él una suerte de entusiasmo poético que tal vez sea en parte excitación narcisista por una evasión hacia el mundo de las ideas que, sin embargo, no le privan un contacto desmedidamente emocional (romántico, adolescente) con el mundo. Como sea, su constante poetizar la existencia cotidiana genera fricciones en el campo de lo vincular, como si una ecología perceptiva infantil estuviera siendo llamada a madurar —es decir, a ser usada como forma de conectar con los otros, más que como forma de sobrevivir a la diferencia.
—Eres ingenuo, ¿en qué novela crees estar?
La película termina con un arrebatado intento de suicidio y una destartalada propuesta de matrimonio, que, en el contexto en el que se presenta, entre ironías y poesías, no se entiende si va en serio o si es parte de un juego no-representativo que usa al matrimonio más como una idea narrativa que como una posibilidad real de la ficción. Por este tono intermedio entre una artificialidad poética y una frescura de orden más realista, podemos decir que todo sucede y no a la vez. En ese sentido, la historia no es tan importante como lo es el despliegue de esa textura singular y esos momentos únicos que combinan tranquilidad, duración, monólogos impresionantes, expresividades divertidas, estallidos poéticos, chistes, ternura, dedos que se mueven como antenas que captan las poesías de otros mundos, y planos que duran lo que una canción entera en un tocadiscos.
Si la intención hubiera sido contar una historia, se podría haber hecho en una hora; incluso en menos. Pero la ficción no es sólo una historia. Aunque la línea narrativa principal toma las riendas por el final, la película es toda esa duración, esos devaneos, esas palabras, esos gestos, esas situaciones de café, esos whiskies (¡cuánto whisky!), esas caminatas, los cuerpos, los cigarrillos, las miradas, los relatos, los chistes, las pausas.
Hay películas que merecen ser vistas una vez al año. Noviembre es un buen mes para La mamá y la puta. Se me ocurre volver a ella el próximo noviembre, y el siguiente, para ver quién soy cada vez. Las obras de arte son fijaciones de la información que nos permiten reconocer nuestras transformaciones. Volver a un lugar que no cambió es la posibilidad de reconocer la propia diferencia. El arte performático (teatro, danza, música en vivo, etc.) puede variar en cada re-presentación; la pregunta sería en qué punto una obra deja de ser esa obra. ¿Cuánto podemos transformarnos sin perder el nombre? Con el tiempo, las esculturas y los cuadros cambian físicamente, como las películas en celuloide. Las películas también son cuerpos delicados entregados a la suerte de los años. La mamá y la puta fue restaurada y la sala Lugones del Complejo Teatral de Buenos Aires la está proyectando. Si todavía sos del 2023, no te la pierdas.
Titulo: La mamá y la puta
Año: 1973
País: Francia
Director: Jean Eustache