La flor del Buriti (2023), de João Salaviza y Renée Nader Messora

“Tiempos circulares y cíclicos”

Por Candelaria Carreño

Crowrã – La flor del burití (João Salaviza, Renée Nader Messora, 2023) es una película que se mueve hábilmente por diferentes tipos de registros. Si en los primeros minutos creemos estar viendo un documental etnográfico más sobre una población indígena de la selva amazónica, la narrativa fisura esta propuesta al ficcionar y retratar algunos personajes que serán, de alguna manera, los protagonistas que llevarán adelante la historia. Así, nos acercamos a la forma de vida del pueblo Krahô, arraigado en el noroeste brasilero, afianzado en su territorio, o más bien a las tierras que afianzaron su historia y pertenencia. Tierras que defienden del cupe, que alambra, quema, roba guacamayas para traficarlas, y que en 1940 llevó a cabo la masacre del pueblo, hecho histórico al que vuelven en sus rituales y mitologías, para no olvidar un pasado que no deja de ser cíclico. La matanza se transforma en el presente en los síntomas de un ecocidio, profundizado aún más por las políticas bolsonaristas, aunque las críticas a la FUNAI (Fundación Nacional del Indio), como también el ejercicio de la memoria convocado al recordar la masacre de 1940, dan cuenta que la situación de la población no se modifica por el gobierno de turno. La crítica es más allá, aún más profunda. 

Jotàt es una niña que está próxima a su rito de iniciación; su madre, Patpro, está preocupada, porque, con malestares físicos y emocionales, la niña no duerme de noche, y demuestra claras señales de tener un poder de conexión con el mundo espiritual de la cosmovisión Krahô. Hỳjno, uno de los varones jerárquicos de la población, está esperando su segundo hijo. La fecha de parto se solapa con el viaje que algunos de los miembros de la comunidad emprenden a la histórica manifestación de Agosto de 2021, cuando miles de indígenas se organizaron para protestar en Brasilia en repudio a la agenda anti-pueblos originarios del entonces presidente Jair Bolsonaro. La madre de Jotàt, está convencida de la importancia de trasladarse a Brasilia para manifestarse. La decisión sobre participar o no, se discute entre los miembros de la comunidad: no todos están de acuerdo, las grietas generacionales de los Krahô, también se hacen presente en la narrativa del film. La perspectiva de la madre hacia la organización patriarcal de la comunidad, y su interés por la lucha de las mujeres indígenas, da cuenta de esto. 

La otra gran protagonista, es quien da título al largometraje. Crowrã, que significa la flor del burití, fue una voz sobreviviente a la masacre de 1940, que aparece en el relato la noche del ritual iniciático de niños y niñas. Los preparativos para la festividad se filman con precisión rigurosa, y es a través de la voz en off del chamán que narra el hecho, donde aparece otro de los recursos ficcionales de los que se vale Crowrã – La flor del burití. el uso del flashback. Mientras el relato en off vuelve sobre el hecho puntual en el cual murió gran parte de la comunidad, la película decide filmar primero los rostros de los niños y niñas escuchando atentos –alumbrados apenas por el fuego y la oscuridad nocturna, impecable trabajo lumínico– y luego, trasladarnos al acontecimiento histórico. El cupe no da nada gratis, repitió esa noche una de las ancianas de la tribu: con la excusa de un buey de regalo, los hacendados de las tierras próxima, econmendados junto al patrón, llevaron a cabo el asesinato durante una noche de festejo. Escondidos, Crowrã y su hermano, fueron testigos ocultos de la crueldad. Logran escapar en la noche, y es la voz de Crowrã la que llega hasta el día de hoy, retornando y envalentonado el mensaje del rito de iniciación: defender al territorio ante todos los peligros externos. En el flashback, el papel de Crowrã es encarnado por Jotàt, lo cual permite pensar en ciertos tiempos, en la ciclicidad de la historia. Por un lado, la de la dominación occidental que siempre acecha. Pero por otro, a través del registro actoral de niños del presente, se vuelve a la circularidad del pensamiento mágico, cíclico, en donde el mito se reactiva por medio del ritual, es decir, el tratamiento formal a disposición de la perspectiva del pueblo Krahô. Es que el largometraje exige un tiempo de visionado y de escucha, casi como si pudiera hacer imagen y sonido el estar-en-el-mundo de una comunidad totalmente ajena a nuestros paradigmas de anclaje. Con todas estas características, la mirada observacional tendiente a un extractivismo vertical sería funesta. Por suerte se diluye, por un lado por el registro ficcional, aunque esto no soluciona el asunto: la intimidad lograda por el equipo de filmación hacia ese otro que filma, alcanza una resolución digna. Quizás se explique porque, como vemos en los créditos finales, los Krahô no solo estuvieron a cargo de de las traducciones –ya que los diálogos son, cuando escapan al portugués, en lengua nativa– sino que fueron parte del guión, de la dirección de arte y de la hechura misma del proceso de filmación. Probablemente, esta particularidad también se debe a la relación de muchos años entre los directores y la comunidad, quienes se consideran, mutuamente, familia. 

Es una tendencia del cine contemporáneo la hibridez de géneros para retratar ciertas temáticas. Sin ser un documental, aunque tampoco un completo retrato ficcional –resuena Eami (Paz Encina, 2022) en estos ecos– Crowrã – La flor del burití, descoloca, aunque acierta. Si el tiempo de la comunidad es filmado de cierta manera, otras festividades de la tribu cobran un tono más bien, observacional, como si el registro, incluso para quienes están detrás de cámara, les fuera ajeno, algo que no es perceptible en el resto de la imágenes. El mismo tono es el que elige para filmar la llegada de los miembros de la comunidad Krahô a Brasilia. El paisaje urbano, la tecnología, el cemento, la urbanización, plantean la necesidad de otro tipo de registro, que no dejan de ser tomas directas de un acontecimiento histórico. El solapamiento del mundo occidental y la vida cotidiana de la población indigena es otra de las líneas transversales que atraviesa la historia. Allí cobra importancia el personaje de Debbie, amiga de Patpro, que no pertenece a la comunidad y vive en el pueblo cercano; en una de las escenas iniciales, Patpro la visita en la ciudad. En fuera de campo, mientras Debbie habla de canciones de Zélia Barbosa y de dispositivos usb que no funcionan, la cámara filma a su amiga de la comunidad, interrumpiendo con machetazos el relato de su amiga, mientras corta un racimo de plátanos. También cuando, a través de la notebook de Debbie, miran imágenes de archivo de la comunidad Krahô, previas a la masacre, donde reconocen y recuerdan a las personas asesinadas, representadas en la película en el flashback ficcional. La rigurosidad formal que siempre destaca – ¿por qué no pensar en Orinoko, nuevo mundo (Diego Risquez 1984) en este punto?– y la salida airosa de no retratar a la otredad desde una distancia enajenante, vuelven a Crowrã – La flor del burití, una de sus particularidades fundamentales. 

Lo cíclico y lo mítico retornan en el final y el principio del largometraje. Las escenas del parto inicial –quizás, un sueño de Jotàt, donde la flor del burití es convocada en cantos ancestrales– devienen analogía en las escenas finales cuando la mujer de Hỳjnõ, quien sigue de cerca la situación en comunicación telefónica desde Brasilia, está pariendo en compañía de las mujeres de su aldea. La flor del buriti cobrará, otra vez, vida, en el relato. Allí donde el rito iniciático vuelve al tiempo circular del mito, y con él también, la importancia de una existencia en permanente lucha por el territorio.

Titulo: La flor del Buriti

Año: 2023

País: Brasil

Director: João Salaviza y Renée Nader Messora