La ausencia de Gaza en BAFICI y Mar del Plata: un silencio que interpela

Programar no es estar a favor o en contra de algo. Un festival no es un espacio de propaganda, es un espacio de fricción: el lugar donde la mirada del público se encuentra con las contradicciones del mundo. Pero para eso hay que tener voluntad de incomodar.

Por Mauro Lukasievicz

The Encampments (2025), de Kei Pritsker y Michael T Workman

Alex Reynolds lo dijo con contundencia: “No puede haber neutralidad ante un genocidio”. Su gesto de retirar Horizontal del BAFICI debería haber sido el punto de partida de una conversación más amplia, incómoda y urgente sobre el rol de los festivales de cine, la responsabilidad de quienes programan y la facilidad con la que se blanquea el silencio. Porque mientras Gaza se convierte en un campo de ruinas y fosas comunes a cielo abierto, mientras la Franja se derrumba bajo toneladas de bombas y millones de seres humanos se tienen que desplazar de un lado a otro en busca de comida, en Buenos Aires y Mar del Plata no se proyecta ni una sola película que muestre ese horror desde la perspectiva palestina. No hay ni un solo fotograma rodado por directores palestinos que se asome a la cartelera de los dos festivales más importantes de Argentina. No hay un solo espacio para que una voz palestina se instale ante la audiencia y la obligue a mirar lo que prefiere no ver.

Este año, en el BAFICI, lo que sí se vio fue 7.10 Sur Rojo, de Uriel Sokolowicz. Un documental que relata el ataque del 7 de octubre de 2023 en Israel y que su productora definió como un homenaje a las víctimas de Hamas y un llamado humanitario por la liberación de rehenes. La película, es cierto, incluye voces de ambos lados del conflicto, pero no representa la narrativa de la resistencia palestina ni fue realizada por cineastas palestinos. Su existencia es, de hecho, el reverso perfecto de lo que falta: una mirada incómoda que se atreva a mostrar la asimetría de un pueblo que resiste, mientras la maquinaria de guerra israelí se cobra la vida de más de 37.000 personas en apenas nueve meses, según datos de la ONU. Lo dijo Ezequiel Kopel en su artículo publicado en Nueva Sociedad: “Las cifras de muertos palestinos son inéditas desde 1948: dos tercios son mujeres y menores de 18 años”. Más de 80% de la población de Gaza fue desplazada de sus casas, en la mayoría de los casos varias veces, buscando refugio de bombardeos que arrasan campos de refugiados, hospitales y escuelas sin distinción. Según Kopel, la ofensiva israelí, que cuenta con la cobertura política y militar de Estados Unidos y buena parte de Europa, destruyó el 70% de la infraestructura habitacional y dejó la Franja sumida en una catástrofe humanitaria de dimensiones bíblicas: hambruna masiva, epidemias por agua contaminada, morgues improvisadas en patios de hospitales bombardeados. Mientras tanto, los pocos periodistas palestinos que quedan sobre el terreno trabajan en condiciones de asedio absoluto: ya han muerto más de 100 reporteros y fotógrafos desde octubre, convirtiendo esta masacre en el ataque más letal contra la prensa desde que existen registros. Lo que Israel hace hoy en Gaza, escribe Kopel, “es el mayor acto de barbarie de este siglo”, un genocidio transmitido en vivo, segundo a segundo, mientras buena parte del mundo, y buena parte de nuestros festivales de cine, decide mirar hacia otro lado y ofrecer silencio.

Alex Reynolds lo entendió mejor que nadie cuando decidió retirar su cortometraje Horizontal del festival. Según su carta, en las últimas seis ediciones del BAFICI se proyectaron 24 películas de origen israelí frente a apenas dos de países árabes. La disparidad es obscena si se compara con la urgencia del momento. Y más obsceno aún es el silencio: ningún medio levantó la noticia de su renuncia, ni siquiera Caligari, esta misma revista que hoy publica estas líneas. Ningún portal de cultura, ningún suplemento de espectáculos, ningún periodista especializado se tomó el trabajo de preguntar por qué una cineasta decidió quitar su obra de un festival público y denunciar complicidad institucional. Mientras tanto, en los festivales más importantes del mundo el tema arde: en Dokufest, que se celebra estos días, la película de apertura fue la brillante The Encampments, que se centra en cuando los estudiantes inundaron el césped de la Universidad de Columbia para crear el Campamento de Solidaridad con Gaza con el fin de presionar a su universidad para que desinvirtiera de las empresas armamentísticas estadounidenses e israelíes; en Locarno, Berlinale, Visions Du Reel y tantos otros, decenas de películas, cortos y proyectos como Some Strings, que se pudo ver en el reciente FIDMarseille, ponen la lupa sobre el genocidio que Israel ejecuta en cámara lenta, la destrucción sistemática de infraestructura civil y la aniquilación de toda posibilidad de vida digna en la Franja. Programar no es estar a favor o en contra de algo. Un festival no es un espacio de propaganda, es un espacio de fricción: el lugar donde la mirada del público se encuentra con las contradicciones del mundo. Pero para eso hay que tener voluntad de incomodar. El Festival de Mar del Plata, bajo la gestión actual, ni siquiera disimula, su deriva actual es casi un reality de alfombra roja. Sus directores, que jamás lo habían pisado hasta ser nombrados en sus cargos, se dedican a cubrir los Golden Globes y a declarar, sin pudor, que el objetivo es que vayan famosos. Nada de incomodar, nada de incomprensibles documentales sobre pueblos lejanos, nada de preguntas difíciles que incomoden a las embajadas ni al gobierno de turno.

Lo que debería alarmar no es que se proyecte 7.10 Sur Rojo. Nadie niega que la masacre del 7 de octubre existió y dolió. El horror es siempre horror, venga de donde venga. Lo intolerable es la ausencia absoluta de la otra cara: Gaza arrasada, Rafah convertida en polvo, la hambruna masiva, los niños mutilados, los hospitales bombardeados, las fosas comunes abiertas mientras los soldados se sacan selfies sobre cadáveres. Todo eso existe y se filma. Existen directores palestinos que arriesgan la vida para contar su historia con celulares, cámaras prestadas, archivos rescatados de los escombros. Existen periodistas y colectivos de cineastas que documentan desde dentro un genocidio que la prensa hegemónica reduce a cifras impersonales. Y existe también la idea, no disimulada, de que esa tierra arrasada no es para los palestinos: Donald Trump, sin pudor, expresó su visión de reurbanizar el territorio y convertirlo en la “Riviera de Oriente Medio”, un plan que exigiría el desplazamiento forzado de aproximadamente dos millones de palestinos a tierras vecinas. Todo ese material y ese contexto circulan, se estrenan, se debaten en festivales de todo el mundo. Lo más inquietante es que esta ausencia no es neutra. Es un silencio construido. Un silencio que reproduce la idea que sobrevuela hace años de que asistir a un festival de cine se limita a ir a ver las películas nuevas de nuestros directores favoritos y lo que ya conocemos. En ese sentido, Alex Reynolds hizo lo que pocos se animan a hacer: retirarse y decirlo. Su gesto fue solitario, pero vale más que decenas de comunicados. 

No se trata de censurar a directores israelíes ni de exigir cuotas de representación mecánicas. Se trata de comprender que programar películas sobre Palestina hoy es un deber mínimo si se quiere estar a la altura del momento. Es crear un espacio para la pregunta, la incomodidad y el debate.

Fuentes:

Artículo “Israel en su hora más oscura”, por Ezequiel de Kopel: https://www.nuso.org/articulo/israel-en-su-hora-mas-oscura/ 

Proyecto Some Strings: https://some-strings.org/ 

Comunicado Alex Reynolds: https://www.instagram.com/p/DIAzRhcKQKl/