“Cuando la vida se reinventa en los márgenes”
Por Fernando Bertucci
A veces el cine logra algo que parece improbable: contar una historia dolorosa sin dramatismos innecesarios, explorar lo escabroso sin cinismo, hablar de la desesperación sin robarle la dignidad a sus personajes. Kika, el primer largometraje de ficción de la realizadora belga Alexe Poukine, se mueve con gracia en ese terreno frágil. Lo que comienza como una historia aparentemente convencional, una mujer que pone en pausa su rutina para reparar la bicicleta de su hija y, en ese gesto mínimo, encuentra un nuevo rumbo, se convierte en un retrato profundamente humano sobre el duelo, la sexualidad y la capacidad de adaptarse cuando todo parece desmoronarse.
Kika vive con su pareja y su hija en un entorno de estabilidad tranquila, casi anodina. Trabaja como asistente social, escuchando los problemas ajenos con la paciencia de quien ha aprendido a absorber las vidas de los demás sin dejar que la propia se desborde. Hasta que un día, encerrada por accidente en un taller de bicicletas, conoce a alguien que encenderá una chispa que llevaba tiempo dormida. El enamoramiento es inmediato, fugaz y a la vez irreversible. Lo que sigue es un cúmulo de decisiones, a veces impulsivas, a veces inevitables, que la empujan a abandonar lo que tenía para empezar otra vida con ese nuevo amor. Pero incluso los cambios más intensos no aseguran permanencia, y el golpe del azar volverá a sacudir su mundo con violencia. Tras la tragedia, Kika se convierte en otra película, o mejor dicho, se revela como la película que realmente es. La muerte no solo deja a la protagonista emocionalmente deshecha, sino también en una precariedad material que la obliga a tomar decisiones difíciles. No hay aquí ningún gesto heroico. No se trata de una mujer que se sacrifica por los suyos, sino de alguien que, simplemente, intenta seguir adelante. Y en esa búsqueda aparecen alternativas impensadas, como vender su ropa interior usada o aceptar trabajos en hoteles por horas. Poco a poco, casi sin darse cuenta, se ve envuelta en un mundo de fantasías sexuales ajenas que empiezan a convertirse en su nueva rutina.
Lejos de caer en la provocación fácil, Kika aborda las prácticas sexuales más extremas con una mezcla de curiosidad, empatía y distancia crítica. No hay juicio, pero tampoco glorificación. Lo que interesa aquí no es lo sexual en sí, sino lo que revela sobre las personas que lo buscan y lo que despierta en quien lo ofrece. Para Kika, el ingreso en ese universo no es tanto una caída como una transformación: encuentra una manera de mantenerse a flote y, al mismo tiempo, de explorar aspectos de sí misma que nunca había confrontado. No se trata de una redención ni de un descenso a los infiernos, sino de algo mucho más ambiguo: una deriva entre la supervivencia y el descubrimiento personal. En ese sentido, Kika se diferencia de muchas películas que abordan el trabajo sexual desde miradas paternalistas o moralizantes. Aquí no hay mensajes cerrados, ni moralejas. La protagonista se equivoca, se retrae, vuelve a intentar, duda, impone sus límites, fracasa, se vuelve a levantar. A veces actúa con lucidez, otras con pura desesperación. Pero siempre hay en ella un deseo de autonomía, de no convertirse en víctima ni en mártir. Lo interesante es cómo la película logra mostrar eso sin sobreexplicaciones ni subrayados, dejando que los gestos, los silencios y las situaciones hablen por sí mismas.
A medida que Kika se adentra más en ese mundo, también se encuentra con otras mujeres que la acompañan, la desafían, la hacen reír, la confrontan. Hay una sororidad extraña, nacida del roce cotidiano, de los consejos prácticos, de las risas ante lo absurdo. Esa red no es salvadora, pero sí es real. Y en esa realidad está la fuerza de la película: Kika no necesita artificios para emocionar, porque su mirada sobre lo humano es lo suficientemente honesta como para tocar fibras profundas. La protagonista no cambia el mundo ni encuentra una gran revelación sobre sí misma. Pero aprende a moverse en la oscuridad con un poco más de certeza, a lidiar con el dolor sin dejar que la consuma, a encontrar placer donde antes solo había miedo. Esa es quizás la lección más inesperada de la película: que a veces la vida se reconstruye desde sus márgenes, no a pesar de ellos.