Ilustración: Lara Franzetti
«El cineasta iraní Jafar Panahi fue condenado el pasado mes de diciembre a seis años de cárcel y otros veinte de inhabilitación para escribir y rodar películas. El director de El globo blanco fue hallado culpable por ejercer la (inexistente) libertad de expresión en su país. Panahi había declarado en septiembre que ‘cuando a un cineasta se le prohíbe hacer películas, es como si fuera encarcelado’. Ahora, el director se enfrenta, además de a la prisión, a dos décadas de encarcelamiento creativo. Tampoco podrá, durante ese período, salir de Irán ni hacer declaraciones a medios de comunicación extranjeros por lo que hasta 2030 su existencia de puertas hacia afuera queda reducida a mero acto de fe. El régimen iraní demuestra con esta sentencia (contra la que su abogada ya ha dicho que apelará) el abismo que lo separa del siglo XXI. Varias instituciones internacionales han puesto en marcha una recogida de firmas en apoyo de Panahi». Este breve apartado fue publicado en la edición del mes de octubre de 2011 en la revista española CAIMÁN, Cuadernos de cine e introduce la problemática central que reproduce el cine más reciente del realizador.
Panahi es uno de los cineastas más importantes de su país, cuya carrera ha quedado mutilada por el régimen iraní, que encuentra su cine de carácter social demasiado subversivo. Un realizador marcado por el encierro, el aislamiento, la reclusión forzada, para quien las relaciones entre la opresiva realidad exterior y la libertad interior son las constantes a la hora de analizar los diferentes modos en los cuales estos objetos fílmicos se postulan más como experiencias cinematográficas y actos de compromiso que como filmes en sí mismos. Partiendo de Esto no es un film (2011), siguiendo con Pardé (2013) y Taxi (2015), sus películas pretenden dar cuenta de una de las formas más perversas de las relaciones entre política y cine, así como la evolución del lenguaje cinematográfico y el empleo de las nuevas tecnologías de registro permiten que el cine del iraní trascienda las fronteras de la clandestinidad.
Digitalidad como vía de escape
Desde el grito desesperado de un cineasta arrestado y suspendido del ejercicio de su profesión, Esto no es un film plantea una profunda y seria reflexión en torno a dos puntos fundamentales de la teoría digital del cine. En primer lugar, porque a pesar de las condiciones de carencia y privación al momento del rodaje del film, la disponibilidad de una tecnología digital instalada en el espacio doméstico le permite terminarlo, aunque sea desde la clandestinidad. De otro modo, y en última instancia, Esto no es un film toma necesariamente la forma de un diario doméstico. En algunos momentos, los retazos de la cotidianidad y las reflexiones en voz alta del cineasta prisionero dan paso a una suerte de “film-ensayo”, intuiciones para una posible poética del cine digital que, a partir de una situación límite como es el arresto domiciliario al que es sometido Panahi, se postula por y desde el posicionamiento ético y responsable de ejercer la profesión de cineasta como resistencia. La trascendida anécdota de que dicho film atravesó las fronteras de Irán dentro de un pendrive escondido en una torta, da cuenta de la posibilidad que el formato digital presenta como escapatoria del encarcelamiento ideológico y físico al cual es sometido el realizador.
Si el cine moderno había acentuado la cuestión del registro y su lado documental, puede pensarse, como señala Domin Choi, que la contemporaneidad del cine ha entrado en «un mundo de control numérico, en consonancia con Internet y los reality shows».[1] Y como una especie de reality es que pueden pensarse tanto Esto no es un film (2011) como Taxi (2015), cuyo protagonista y conductor es el propio cineasta que retrata, por medio de sus vivencias y en relación con las de sus invitados, los avatares de la sociedad que los mantiene cautivos.
Entre la ficción y el documental
Pardé (2013) comienza con el plano fijo de una ventana de una casa cerrada con una reja y de fondo un paisaje con mar. Llega un coche y de él se baja un hombre con una maleta. Abre la reja, entra en la casa y lo primero que hace al llegar, además de sacar a su perro de un bolso de viaje, es cerrar las cortinas de todas las ventanas, y taparlas aún más con telas negras. Una noche, aparecen una chica y un chico en su casa que dicen ser fugitivos y le piden que les ayude. El hombre no se fía de ellos ni de cómo han llegado a la casa, pero finalmente decide esconderles. Cuando el chico se marcha a buscar ayuda, comienza entre la chica y el escritor un duelo dialéctico que hace que la película parezca casi una obra de teatro —con juegos de puertas que se abren y se cierran, y personajes misteriosos que nadie sabe cómo han acabado allí—, pero totalmente cinematográfica, con unos movimientos de cámara y unos planos que crean momentos de tensión. Todo se complica cuando la chica empieza a desaparecer y aparecer sin saber cómo, trastocando la tranquilidad del escritor. La historia no puede sostenerse por más tiempo, y es entonces cuando Panahi directamente rompe la película (como dice la chica, “ha dejado caer las cortinas”) y empieza una segunda parte, que deja de ser ficción y revela lo que realmente es y ha sido todo el tiempo Pardé: una nueva denuncia de la situación en la que se encuentra Panahi, y una nueva crítica al régimen que no lo deja trabajar. La cortina cerrada —el significado del título— es una metáfora de la represión al cine iraní por parte del gobierno que no quiere que vea la luz, y el escritor es el alter ego del propio director encerrado. La chica que aparece en la casa puede pensarse, en cambio, una personificación del espíritu de rebelarse. Panahi se convierte a partir de entonces en el protagonista de la historia para contarnos en primera persona su desgracia.
Si en Esto no es un film el director lanzaba un grito de ayuda y advertencia relativamente positivo, en Pardé parece haber un mensaje menos esperanzador y se devela cierto cansancio ante la lucha contra una causa que, de momento, parece perdida. Ha perdido las ganas de rebelarse, y al final acaba yéndose de la casa con su alter ego en el coche, y abandonando la rebelión en la casa de las cortinas cerradas. Es así como la película cierra con el mismo plano fijo del principio. Una vez más, el realizador pone de manifiesto el registro audiovisual y, como mencionan Lipovetsky y Serroy en relación con el cine dentro del cine, este procedimiento «en manos de un gran cineasta es la matriz misma de una película».[2] Así es que Pardé se postula tanto como una nueva obra metacinéfila, como un objeto de denuncia.
Si como explica Jacques Rancière, «la cuestión no es conservar una memoria sino crearla»,[3] es pertinente entonces poder reflexionar sobre las últimas películas del iraní como un registro de este proceso. La memoria debe constituirse, pues, contra la superabundancia de informaciones tanto como contra su ausencia. Debe construirse como vínculo entre datos, entre testimonios de hechos y rastros de acciones, como ese ordenamiento de acciones del que habla la Poética de Aristóteles y que él llama muthos que remite a la fábula o ficción. La memoria es obra de ficción. La ficción a su vez «es la construcción, por medios artísticos, de un ´sistema´ de acciones representadas, de formas ensambladas, de signos que se responden. Una película ´documental´ no es el contrario de una ´película de ficción´ porque nos muestre imágenes captadas en la realidad cotidiana o documentos de archivo sobre acontecimientos verificados en lugar de emplear actores para interpretar una historia inventada. El filme documental puede entonces aislar el trabajo artístico de la ficción disociándolo de eso a lo que se acostumbra a asimilar: la producción imaginaria de verosimilitudes y efectos de realidad».[4] En relación a este planteo rancierano, es posible pensar el reciente cine de Panahi como un producto fílmico que media entre la ficción y lo documental.
Evadir el encierro
El dispositivo, que remite a Diez (2002) de Abbas Kiarostami —compatriota y mentor de Panahi—, queda pronto al descubierto. Toda la película transcurrirá dentro del auto que, mediante dos pequeñas cámaras rotatorias fijadas en el frente y en la parte de atrás, hace de una especie de estudio ambulante, en una versión mucho menos sofisticada que la limusina que recorría París en Holy Motors (2012) de Leos Carax. De algún modo, Panahi convierte a los habitantes de Teherán en potenciales protagonistas de su película clandestina. Su intención es seguir hablando de aquello que le interesa y que le preocupa, de la gente y las circunstancias de su país. Los primeros clientes son una mujer y un hombre que discuten sobre la pena de muerte, mientras Panahi asiste entre paciente, resignado y divertido a lo que acontece en su celda sobre ruedas, en ese limbo entre realidad y ficción. En verdad, el cineasta profundiza en su habitual método de trabajo, consistente en crear un conflicto entre la inmediatez documental y una serie de estrictas normas formales. La desobediencia clandestina de su trilogía no hace sino reforzar el carácter de esas reglas que antes se autoimponía y ahora le vienen dadas. El tercer cliente, un contrabandista de films prohibidos en Irán, lo reconoce. De esta forma, pone en escena otro avatar de la exhibición del cine contemporáneo: la piratería de películas. “Yo he traído a Woody Allen a este país”, afirma, lo cual desenmascara al director y por tanto también el dispositivo. Este gesto permite referirse a lo que Lipovetsky y Serroy analizan frente a la «práctica ritualizada de ir al cine que ha cedido el paso a un consumo desinstucionalizado, descoordinado y de autoservicio».[5] Esto parece derivar en una «erosión de la asistencia a los cines, visionados en situación ambulante y expansión de las pantallas pequeñas».[6] En el caso de Panahi, es patente la forma en que «la hipermodenidad del cine no se reduce a los trastornos que afectan a los métodos de producción y distribución, de comercialización y consumo sino que también están el estilo, las imágenes y la gramática del film, que llevan ya la impronta de la nueva modernidad».[7] Uno de los procesos claves de esta hipermodernidad definida por la dupla Lipovetsky-Serroy más presentes en los films del iraní es la de la autorreferencia. Así como en la modernidad de los años sesenta esa referencialidad reflexiva adquirió el valor de reivindicación crítica, «en la era hipermoderna, el fenómeno cambia de carácter: se trivializa, se diversifica, se vuelve el lenguaje mismo de un cine en que la referencia, la relectura, el segundo nivel, la parodia, el homenaje, la cita, la reinterpretación, el reciclaje, el humor forman parte de la práctica corriente. Cine dentro del cine, cine sobre el cine, autocine, pericine, metacine».[8]
De este modo, con Taxi, Panahi coloca al espectador por encima de un elaborado guión que remite intermitentemente a su propia naturaleza. A diferencia de sus dos films anteriores, Taxi puede percibirse más ligera y abierta: ya no se siente el efecto claustrofóbico de los títulos precedentes.
Ideología y cine
Como señala Domin Choi en Transiciones del cine, el programa althusseriano decía que «la ideología tiene una consistencia material que se encarna en los aparatos ideológicos del Estado».[9] Bajo esta premisa y encadenado con planteamientos esbozados por Jean-Louis Comolli en relación al realismo baziniano y la contrapuesta teoría de Mitry, se trata ante todo de hacer de estas cuestiones un objeto teórico ya que ninguna de las dos teorías puede dar cuenta de la represión-desconocimiento del proceso ideológico que opera en el espectador cuando se produce el borramiento de la alteridad entre lo real y el film. Tanto Bazin como Mitry parten de una evidencia, de una verdad del cine montado: fragmentación de lo real en planos y secuencias. En esta evidencia, lo que se olvida es la relación ideológica que se establece entre el film y su espectador o, dicho en términos althusserianos: cómo el sujeto es interpelado por una práctica que se encarna en los aparatos ideológicos del Estado, y que necesariamente se le escapa. Es decir, el cine —que es fragmentación— «borra, a través de un proceso ideológico, su propia condición, y esta práctica necesariamente implica una posición subjetiva».[10] Por lo tanto, con la irrupción del cine de los años sesenta y setenta, y a través, sobre todo, del falso raccord y los supuestos discursos críticos que apuntaban a otras formas cinematográficas posibles, se quebró la ilusión de realidad que mantenía al sujeto como productor de la misma.
Panahi fue arrestado en 2010, acusado de hacer una película contra el régimen, justo después de la reelección del presidente Ahmadinejad. Gracias a la movilización internacional, después de ochenta y ocho días tras las rejas —y diez en huelga de hambre— pudo salir bajo fianza y permanecer en arresto domiciliario. Unos meses después, ya en su casa, recibió la sentencia de inhabilitación acusado por el delito de “actuar contra la seguridad nacional y hacer propaganda contra el estado”. Marcelin Pleyet explica cómo «el aparato cinematográfico es un aparato propiamente ideológico en tanto difunde ideología burguesa y de esta forma la sospecha ideológica ya no se limita a los contenidos o a las formas, sino que toca a la materialidad misma de la producción y a la técnica del cine».
Ante este panorama, y en relación a sus películas, desde el encierro y la inhabilitación a rodar filmes, es posible pensar el reciente cine de Panahi como un escape a esa ideología que se encarna en los aparatos ideológicos del Estado: un escape posible solamente en territorio extranjero, donde su cine ha encontrado el camino sinuoso que evade la represión impuesta por las leyes oficiales de Irán y permite así colar temáticas cruciales como la discriminación hacia la mujer, la pena de muerte, la censura y las consecuencias de la ley islámica.
[1] Choi, D. (2009), Transiciones del cine. De lo moderno a lo contemporáneo. Buenos Aires, Santiago Arcos editor (pag. 147)
[2] Lipovetsky, G. y Serroy, J. (2008), La pantalla global. Cultura mediatica y cine en la era hipermoderna. Barcelona, Editorial Anagrama (pag.131)
[3] Ranciére, J. (2010), La fábula cinematográfica. Barcelona, Paidós (pag.181)
[4] Ranciére, J. (2010), La fábula cinematográfica. Barcelona, Paidós (pag.182)
[5] Lipovetsky, G. y Serroy, J. (2008), La pantalla global. Cultura mediatica y cine en la era hipermoderna. Barcelona, Editorial Anagrama (pag.65)
[6] Lipovetsky, G. y Serroy, J. (2008), La pantalla global. Cultura mediatica y cine en la era hipermoderna. Barcelona, Editorial Anagrama (pag.65)
[7] Lipovetsky, G. y Serroy, J. (2008), La pantalla global. Cultura mediatica y cine en la era hipermoderna. Barcelona, Editorial Anagrama (pag.67)
[8] Lipovetsky, G. y Serroy, J. (2008), La pantalla global. Cultura mediatica y cine en la era hipermoderna. Barcelona, Editorial Anagrama (pag.70)
[9] Choi, D. (2009), Transiciones del cine. De lo moderno a lo contemporáneo. Buenos Aires, Santiago Arcos editor (pag. 83)
[10] Choi, D. (2009), Transiciones del cine. De lo moderno a lo contemporáneo. Buenos Aires, Santiago Arcos editor (pag. 90)