“Lo cierto es que en la mayoría de las películas donde las mujeres recuperan la memoria por el esfuerzo de un hombre a cargo se da mucho más a las cachetadas que la memoria recobrada por los hombres en el cine, casi siempre en procesos laberínticamente individuales como en Memento, o por “la fuerza del amor y comprensión” de terapeutas-madres como en Spellbound.”
El cine está lleno de hombres que obligan a mujeres a recordar cosas. Quizás es por el pasado vinculado a la búsqueda del trauma en el cual la histeria fue uno de sus perfiles predilectos (y también, uno de los diagnósticos en estados de flujo privilegiados para ser fotografiados y, así, ser precursores del cine), pero hay un sinfín de películas en las que, en mayor o menor medida, el hombre -médico, policía, amante o entusiasta del saber- está ahí para insistir y sonsacar un recuerdo reprimido.
Pienso en el monólogo con proyección de recuerdo en paralelo de Elizabeth Taylor en Suddenly Last Summer, pero también pienso en la Jean Seberg loca (dentro y fuera de la pantalla) escribiendo glosolálicamente en la pared de su psiquiátrico Hara pirlu resh kavani en Lilith (Robert Rossen, 1964); y también pienso en cosas más pedorras, como a la versión anciana de Ryan Gosling queriendo sacar del alzheimer a la versión anciana de Rachel McAdams en The Notebook, o Adam Sandler jugándole una pulseada al korsakoff de Drew Barrymore en 50 first dates. O esa mezcla entre el intento de olvidar y el intento de recordar en Eterno resplandor de una mente sin recuerdos. O la pobre viejita de Poetry. O incluso en esas cosas que están a medio camino entre la amnesia, la disociación o trasmutación de cuerpos en una parte importante de las películas de Lynch (aunque ahí nadie está tratando de traer a alguien a la realidad o a la memoria, porque ¿qué es la realidad o la memoria en una película de Lynch?).
Lo cierto es que en la mayoría de las películas donde las mujeres recuperan la memoria por el esfuerzo de un hombre a cargo se da mucho más a las cachetadas que la memoria recobrada por los hombres en el cine, casi siempre en procesos laberínticamente individuales como en Memento, o por “la fuerza del amor y comprensión” de terapeutas-madres como en Spellbound.
Es un poco por todo esto que cuando, después de una década, volví a ver El año pasado en Marienbad, entendí un poco más el fastidio de mi novia que, justo cuando estaba recostándome en el sillón del living para verla – alejándome de mis últimas y nuevísimas responsabilidades de padre- me dijo “pah, vas a ver ese garronazo de “¿te acordás cuando te vi en tal lugar, te acordás cuando te vi en tal otro?”.
Yo recordaba a Marienbad como una película sobre la memoria, pero en este nuevo visionado me doy cuenta de que es mucho más una película sobre la seducción. El film puede entenderse de una forma tan compleja como uno quiera, pero en el fondo, ahora terminando de verla a las cinco de la mañana, me doy cuenta de que es fundamentalmente un conjunto de variaciones y permutaciones ad infinitum (para mi novia ad nauseam) del chamuyo de “te saco de algún lado a vos…”. Creo que la variabilidad de esta puja entre recuerdo y seducción se da por la ambivalencia de dos fuerzas creadoras coincidentes, pero moralmente muy dispares como las de Alain Resnais (en dirección) y Alain Robbe Grillet (en guión). Ambos bretones y nacidos el mismo año, Resnais siempre fue un alma evidentemente católica, pero también propia del iluminismo, dudosa de la carne, más preocupada por los procesos y los conocimientos. Robbe Grillet, por el contrario, seguía esa tradición maldita de aquellos filósofos franceses que creaban teoría (fantástica teoría, muchas veces más visionaria que la de los iluministas) fundamentalmente para justificar o camuflar sus perversiones: Bataille, Blanchot, Klossowsky. Todo el asunto BDSM que tanto le obsesionaba a Robbe Grillet está por todos lados en El año pasado en Marienbad, pero Resnais parecería estar todo el tiempo conteniéndolo, intentando empujarlo para atrás del decorado. Esto va más allá de la famosa escena de violación que estaba en el guión y decidió dejar fuera de la filmación. En todo ese formato insistente, en esa cuestión meándrica o espiral de las preguntas y repreguntas que recibe/sufre la protagonista, hay una especie de regocijo que va más allá de que se le reconozca, de una vez por todas, que efectivamente ella sí lo había conocido el año pasado en Marienbad.
En toda esta dinámica de poder hay algo que bebe tanto de la tradición vampírica y fantasmal como de la obra El lago de los cisnes (que también es vampírica y fantasmal). Por un lado, está la versión doble de Delphine Seyrig engalanada en plumas blancas (el vestido en el que eventualmente es poseída -por no arriesgarnos a decir “violada”) y con ese otro vestido de negro casi futurista, con engarzamientos de piedras que parecen titilar en la oscuridad (en el que se ve mucho más segura y sexual). Ahí se conjuga el cisne blanco y el cisne negro, y de cierta forma se adelanta varios años a esta disipación metafísica de la guerra de semidiosas que envisionaba Jacques Rivette entre la lucha entre el sol y la luna en Duelle (1976) tambien en Celine et Julie vont en bateau (1974).
Pero más allá de esta versión del lago de los cisnes (que se entronca perfecto con los anhelos chic de la película), lo que más resuena en mí es, aunque parezca rarísimo señalarlo, Carnival of souls. Quizás es por ese órgano que también emula a esa cosa perturbadoramente circense que envuelve al film de Herk Harvey, pero ambas son películas donde hay algo mortífero que exige ser recordado, traído de nuevo a sus orillas. En Carnival of souls lo que la protagonista no sabe, lo que ve por todos lados en hombres oscuros que la miran, es que ella está efectivamente muerta, que hace tiempo que lo está, fruto de un accidente automovilístico. La voz persistente de Giorgio Albertazzi en Marienbad, ametrallando a Seyrig con detalles, casi envolviéndola en recuerdos que pueden ser falsos o no, tiene algo muy propio de esa voluntad de ultratumba. Y a su vez, algo que casi nadie se acuerda de Carnival of souls, viéndola ahora también es una película que desde una mirada femenina trata sobre el constante asedio que sufre una mujer simplemente por ser bella y estar sola. El detalle de los fantasmas parecen eclipsar todo lo demás, pero la parte más terrorífica de Carnival of souls corre por parte de todos esos tipos que están rodeando a la protagonista y que quieren ponerle en maquinaria su deseo.
Poniéndonos incluso más estrafalarios con las comparaciones, también otra película que me hizo pensar El año pasado en Marienbad es la peruana Magallanes (2015) de Salvador del Solar. Por supuesto que acá no hay ningún terreno fastuoso -a no ser que quiera hacerse parecer a la laberíntica feria de Polvos azules como un palacio del subdesarrollo- pero de nuevo está la insistencia de alguien por el recuerdo de una mujer, sólo que una vez que el recuerdo se abre lo suficiente, como la tímida boca de un pez de los abismos, aparece un trauma que el mismo hombre había olvidado o reprimido (en este caso, el hecho de que el mismo tipo que libera a una prisionera política realizó su heroico acto como un mecanismo de transacción a cambio de favores sexuales). En la escena que en la película de Resnais se desata el nudo traumático del recuerdo (ahí Seyrig opta por una pose defensiva completamente innatural, propia de los manierismos del cine expresionista alemán -se dice que La caja de Pandora de Pabst fue una gran inspiración) ahí escuchamos la voz de Albertazzi que por primera vez pierde la compostura y grita “no fue por la fuerza, no lo fue!” (similar a la locura de Magallanes cuando recobra memoria de por qué esa tipa a la que sigue -y que debería estar eternamente agradecida- parece evitarlo en cada momento).
Todos estos detalles habían pasado por mi costado la primera vez que la vi, pero ahora me parece mucho más clara esa teoría que circula de que la película gira alrededor de una violación reprimida tanto por la víctima como por el perpetrador.
Uno puede quedarse en esto, pero El año pasado en Marienbad es, naturalmente, mucho más. Es una película cuyo disfrute siempre es caleidoscópico: admiro, por ejemplo, cómo todo lo que brilla -los vidrios rotos, pero incluso el trazo de una lágrima en una mejilla- es pasible de convertirse en una joya resplandeciente; o también sonrío como un niño que acaba de ver un pase de magia cada vez que aquella versión frankensteiniana de la muerte del Séptimo sello gana en el juego de palitos colocados en forma piramidal; o, ya que estamos, toda esa obsesión entre mística y algebraica con las pirámides y triángulos que aparecen en pantalla; o la forma en que la cámara parecería reproducir la cadencia o consciencia del mismo palacio (hay algo que une y separa al estilo de filmación de los espacios de Resnais con el de Antonioni, pero ahora son las 5:43 y ya tengo sueño para definirlo con precisión); o la forma en que todas esas fotos acumuladas de Seyrig que aparecen en un cajón me hacen acordar a las fotos de Françoise Dorléac que encuentra la esposa despechada en La piel dulce de Truffaut; o el hecho de que esos tableaux vivants me hacen acordar al video de “Je suis un soir d’eté”, mi canción favorita de Jacques Brel; o que detrás toda la obsesión pajera de Robbe Grillet también hay algo muy cierto (algo cierto sobre el deseo, no sobre las relaciones entre géneros), que es ese anhelo de convertir a la persona que fascina a uno en una especie de bailarina de cristal que reproduce los mismos gestos una y otra vez (los gestos que se solapan, o que se continúan entre un corte y otro); y ya que estamos en eso de los gestos solapados, los “leopard cuts”, donde una persona continúa un movimiento en varios escenarios diferentes -el corte en sí mismo y la belleza de meter a un leopardo en la edición de una película-; o la ambigüedad de las estatuas de Max Ernst y cómo también al filmarlas Resnais las hace mover, y por lo tanto recobrar vida, tal como lo hizo Rossellini en Viaggio in Italia (1954) Godard en Le Mepris (1963); y cómo, ya que estamos, todas las personas son una especie de estatuas que esperan su turno para moverse, como si fuesen elegantes autómatas esperando a que le metas una ficha; y cómo todo esto es, en definitiva, un aviso de Chanel de una hora y cuarenta y aún así se mantiene como una de las películas más importantes del siglo XX.