“Imágenes y cicatrices: Aproximaciones al documental en primera persona”

Ilustración por Lara Franzetti

Por Belén Paladino

(Publicado originalmente en Revista Caligari Año 1 – Número 4) 

No se puede escapar a la nostalgia. Uno puede buscar esconderla, convencerse de que no la siente, intentar engañarse; pero los sueños traicionan. Todo revela la nostalgia que hay adentro de uno. Pero entonces, ese es el único consuelo: mientras se siente nostalgia, uno no está muerto. Uno sabe que todavía hay algo que ama. 

                                                           Jonas Mekas, Ningún lugar adonde ir (1991).

Imágenes familiares capturadas de forma espontánea e intuitiva. Registros de momentos felices y seres queridos. Las imágenes sobreviven a las personas, desafían al tiempo y, en muchos casos, son la única prueba de una existencia. La imagen como recordatorio de que aquello ocurrió, de que conocimos —aunque sea de forma fugaz— la felicidad. La imagen funciona como un talismán al cual nos aferramos cuando el paso del tiempo nos ha alejado de esos momentos, de esas personas que amamos. Pero las imágenes se tornan huidizas, es más lo que ocultan que lo que revelan, lo que escatiman que lo que manifiestan. El encuadre es un recorte de una realidad mayor que desborda cualquier límite. Las imágenes generan incógnitas, angustias, motivan búsquedas y encierran enigmas.                              

En torno a estas imágenes nacen preguntas: qué se hace con el archivo familiar y la sobreabundancia de imágenes o, en caso contrario, qué sucede cuando casi no hay imágenes. En las últimas décadas el cine documental ha esbozado respuestas posibles desde distintas aristas, a través de búsquedas tanto formales como estilísticas. El documental contemporáneo se aleja de la mirada omnisciente —del uso de la voz con autoridad para enunciar, cuya principal tarea es dar cuenta de hechos objetivos, donde la imagen funciona como prueba fehaciente de lo dicho, como demostración— para volverse sobre sí mismo, para indagar sobre el grado de intimidad que necesariamente conlleva un posicionamiento desde la subjetividad.

El pantano            

Construir sobre zonas poco firmes, sobre interrogantes, sobre ausencias. El documental en primera persona evidencia el propio proceso de creación dentro de la narración, sus dificultades, sus preguntas y la ausencia de certezas. Fijar un plan previo limitaría la búsqueda, el descubrimiento. Aparece la idea de deambular, heredada de los nuevos cines en los que tanto los protagonistas como la narración avanzan con pocas certezas y ataduras. El cine como relato abierto. La búsqueda como proceso transformador, donde lo imprevisto, la sorpresa y la asociación libre habilitan un espacio para la reflexión, y donde la identidad al igual que la memoria y la historia están en constante transformación. Nada es definitivo, se construye día a día.

Quien se hace cargo de la narración es el propio director: su voz y, en algunos casos, su cuerpo —aunque qué es la voz sino cuerpo— están presentes, se vuelven protagonistas. La propia experiencia autoriza a convertirse en sujeto de enunciación. La palabra funciona como vehículo, como medio para indagar y reconstruir la propia historia. A través de su articulación se indaga en el trauma, en las zonas más sensibles que intentarán ser sanadas durante, o mediante el proceso que implica realizar la película. El testimonio ocupa un lugar central en este tipo de relatos, ya sea el propio o testimonios ajenos. La voz cobra tal entidad que pierde relación directa con la imagen, su función explicativa, para vehiculizar nuevas relaciones posibles. La voz puede reponer lo que no dicen las imágenes, o contradecirlas, o interrogarlas, o llenar ausencias.                                                                  

Es a través de fragmentos que se construye la propia historia y la memoria. El gesto de recuperar, de salvar y conservar esos fragmentos nace del temor de que queden perdidos en el olvido. Es la conciencia de la finitud, el temor a que llegue el día en que nadie pueda responder nuestras preguntas. La memoria como tejido compuesto por múltiples relatos, por las voces de los otros. La propia historia se entrelaza, es interrumpida, modificada por la Historia. Lo íntimo y lo colectivo confluyen en una única línea.

Partir desde el borramiento de lo concreto, de las aristas duras que separan las cosas unas de otras, implica adentrarse en el mundo de lo huidizo y difuso. El documental y la ficción se encuentran, se fusionan, provocando que las fronteras que suelen separarlos se esfumen. Se establece una libertad narrativa, estilística, de formatos y materialidades, que resulta novedosa.

La presencia de la voz, la poesía, el trabajo sobre el fragmento han sido profundamente explorados por Jonas Mekas, uno de los grandes precursores de esta forma narrativa. A lo largo de su vida ha creado películas a modo de diarios íntimos y bocetos audiovisuales. Perseguido por los grandes horrores del siglo XX, Mekas llega a Nueva York desde su Lituania natal sin imágenes. Las imágenes que captura con su cámara constituyen su propio archivo, son un puente directo con su lugar de origen. Las flores, los paisajes, el cielo y los amigos de Nueva York siempre terminan siendo las flores, paisajes, el cielo y los amigos de la tierra natal tan añorada. Su figura es la del exiliado, el errante, el que debe hacerse de un nuevo país y lenguaje. El narrar las pequeñas historias, las tragedias diarias que se padecen fuera de los campos de batalla, implican una nueva forma de pensar la historia.

Nuestros Padres                                                 

Eva Vitija y Mariana Arruti, desde distintas geografías y tradiciones, utilizan el cine documental en primera persona como un gesto para recuperar a sus padres, como un proceso que habilita la palabra silenciada por mucho tiempo. La construcción de la propia historia a partir de fragmentos, de restos, silencios y ausencias.

En el caso de Arruti (El padre, 2016), lo íntimo necesariamente tiene un vínculo con la historia de la Argentina, con sus luchas políticas y sociales, con sus triunfos y fracasos. La historia personal, lo cotidiano, está atravesado y condicionado por la Historia, recuperando de alguna manera el gesto fundacional del cine de Mekas.

La imagen y el archivo familiar —ya sea a partir de su sobreabundancia o su escasez, de su carácter real como documento o creado a partir de ensoñaciones— nos invita a reflexionar en torno a la imagen, su ontología y su valor simbólico. Ambas directoras parecen preguntarse: ¿puede haber recuerdos sin imágenes?                                                      

El intento

La directora suiza Eva Vitija ha vivido desde pequeña delante de una cámara. Su padre, un actor devenido en director de cine y televisión, registró todos sus pasos y momentos. ¿Cómo se enfrenta la Eva adulta con la niña que fue? ¿Qué recuerdos despiertan esas imágenes? ¿Qué se esconde detrás de ellas?

My Life as a Film: How my Father Tried to Capture Happiness (2015) supone un gesto por recuperar y dar sentido a esas imágenes paternas. Pero, por sobre todas las cosas, el objetivo de la directora es descubrir qué hay detrás de ellas. Tras la muerte de su padre, se enfrenta a su archivo compuesto por horas interminables de material que registra su vida y la de su familia, junto a diarios íntimos y fotografías. Es allí donde nace en Eva la necesidad de revisar, pensar y trabajar sobre ese material, y de alguna manera darle un cierre al archivo, o al menos a la línea que corresponde a la de su padre, sacándole una última fotografía en el ataúd.

¿Es posible capturar un sentimiento tan efímero como la felicidad? ¿Qué se esconde detrás de los registros caseros de la cotidianidad de una familia feliz? Es aquí donde la memoria viene a completar lo que no llega a develar la imagen, lo que quedó detrás de ella: el trasfondo de esa familia. A la voz de la directora se le suman las de su hermano mayor, sus hermanastros y su madre. En la mayor parte de los casos, los recuerdos de los entrevistados contradicen las imágenes. Funcionan como puntapié inicial para articular el recuerdo. La simpleza que parece caracterizar el registro casero al igual que su carácter descriptivo es puesto en crisis a través de los testimonios. Las imágenes esconden secretos, se vuelven opacas, ocultan más que lo que rebelan. Detrás de una imagen —que se pretende registro fiel de la realidad— pareciera esconderse una trampa, como si detrás de cada intento de documentar siempre se hiciera presente un destello de ficción.

La madre de Eva concluye que su ex marido filmaba a sus hijos para probarse a sí mismo que era un buen padre, y aplacar así la culpa que sentía respecto a los hijos de su anterior matrimonio, y el posterior suicidio de uno de ellos. Los hermanastros de Eva casi nunca aparecen en las filmaciones, e inclusive en su memoria constituyen una presencia fantasmagórica. La aparición de uno de ellos en una filmación se produce de forma casual, hacia un rincón del encuadre, observando la escena que su padre filma: sus pequeños hermanastros jugando en el living. Es ese hijo que mira de soslayo, que queda escindido de la escena y de esa vida familiar en apariencia feliz, el que decide quitarse la vida pocos años más tarde.

Luego de ese suceso, las filmaciones continúan transmitiendo el mismo aire cálido y familiar, nuevamente la imagen oculta la oscuridad de esos tiempos que recuerdan Eva y su hermano. Sin embargo, Eva descubre en el archivo de su padre una grabación de una charla que mantiene con un cura, en la que hablan del suicidio de su hijo. De esta charla hay cuatro copias en múltiples formatos, en un intento de preservar, de alguna manera, ese suceso y el hijo perdido. Pero la grabación también parece funcionar como la prueba de un padre que no comprende la decisión de su hijo, desligándose así de cierta responsabilidad.

Probablemente la clave de lectura de la película radique en su subtítulo —How my Father Tried to Capture Happiness— que hace explícito el objetivo que perseguía su padre detrás de cada filmación: el intento de capturar la felicidad de su familia. Y el intento implica la posibilidad del fracaso. Detrás de cada imagen hay un pequeño fracaso, la imposibilidad de capturar ciertas sensaciones, algo que se rehúsa a ser capturado. Ese intento también es lo que moviliza y hace avanzar la película de Vitija, aquel impulso de juntar los fragmentos, de articular lo que hasta ese momento no podía ser verbalizado, de comprender e incluso perdonar a su padre.

El silencio

Durante muchos años, lo único que Mariana Arruti supo de su padre fue que murió en un accidente ferroviario en septiembre de 1973, cuando ella tenía cuatro años. Con el tiempo, Juan Arruti se vuelve una figura fantasmagórica, rodeada de silencio y negaciones. En El padre (2015), la directora intenta darle relieve a esa imagen, rescatarla del misterio y del olvido. ¿Cómo se reconstruye una ausencia? ¿Cómo darle cuerpo a una imagen difusa? ¿Cómo se completa la existencia de alguien que, hasta el momento, solo es imagen? ¿Cómo fue la vida de ese padre que mira desde una fotografía?

La directora comienza un recorrido para descubrir la verdadera historia. El desafío es romper el silencio familiar. Las entrevistas al entorno más cercano de su padre, sin aportar demasiados datos o certezas, van dejando en evidencia la angustia y culpa que se esconden detrás de algunos secretos. Es así como comienza a esbozarse el pasado de Juan, un pasado de participación política, de militancia de izquierda, de sindicalización como obrero de construcción. Juan ha sido víctima de la crueldad del Estado, de la triple A, la antesala de lo que luego sería la dictadura cívico militar más sangrienta de la Argentina. El desafío es doble: rescatar al padre del borramiento al que lo sometió la historia política, y también la propia historia familiar.

Mariana construye desde el olvido, desde la ausencia de recuerdos que la vinculen de manera directa con su padre, desde lo que no existe, mas se añora. Es aquí que irrumpe la ficción como en el que ese encuentro es posible. La directora construye un pasado común con un padre imaginado para acercarse al padre real, recreando momentos cotidianos, como un paseo junto al mar y un cumpleaños, que son en definitiva los momentos en que las ausencias cobran mayor espesor. La infancia del padre, austera y en las afueras de la ciudad, también se vuelve corpórea gracias a la ficción. Los límites entre ficción y documental se desdibujan y, a través de una especie de collage, ambos conviven con la misma jerarquía. Los documentos y testimonios no son la única manera de reconstruir al padre ausente, también lo son las imágenes posibles, soñadas y queridas.

Si bien El padre se inscribe en la rica tradición de documentales realizados por hijos de desaparecidos —que indagan en el vínculo entre la historia personal y la colectiva, y han aportado títulos valiosísimos para la historia del cine documental contemporáneo—, Arruti se destaca al narrar su historia desde lo imaginado, valiéndose de las múltiples posibilidades que ofrece el lenguaje cinematográfico para crear recuerdos.

El documental en primera persona parece ser el modo más propicio y versátil para dar cuenta del carácter fragmentario de la memoria, sus lagunas, sus olvidos y sus reiteraciones. Constituye un intento de recuperar y conservar la fugacidad de pequeños gestos y sensaciones. Un modo de acercarse y acariciar aquello que se añora, y se sabe perdido.

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