Herencias del mal vivir: ansiedad, agotamiento y el espejismo de la vida posible en Mal Vivir/Vivir mal, de João Canijo

“En el díptico Mal Vivir y Viver Mal, João Canijo parece filmar un único gesto humano que se repite bajo infinitas formas: la dificultad de estar en el mundo. En ambas películas el malestar es un aire espeso que se respira desde el primer plano, un clima que impregna los cuerpos y los espacios.”

Por Mauro Lukasievicz

Ilustración: Laura Santos

En el díptico Mal Vivir y Viver Mal, João Canijo parece filmar un único gesto humano que se repite bajo infinitas formas: la dificultad de estar en el mundo. En ambas películas el malestar es un aire espeso que se respira desde el primer plano, un clima que impregna los cuerpos y los espacios. No se trata de un conflicto exterior, sino de una erosión interna. Canijo no filma grandes tragedias, sino el desgaste silencioso de quienes han perdido la fe en la posibilidad de una vida vivible. La depresión aquí no es un estado pasajero, sino una forma de percepción y estar en el mundo. Ver el mundo se convierte en una carga, y la ansiedad es el modo en que el cuerpo intenta, sin éxito, seguir respirando. En Mal Vivir, la historia se concentra en las mujeres que administran un hotel en la costa norte de Portugal. Son mujeres que, en lugar de habitar el tiempo, lo esperan. El hotel parece existir fuera de la historia, en un presente detenido que no avanza ni retrocede, como si las paredes hubieran absorbido tanto dolor que ya no pudieran sostener el paso del reloj. Allí los personajes conviven con una tristeza que no necesita explicación. La depresión, en este universo, no es consecuencia de un trauma identificable, sino el resultado de una vida mantenida bajo un mismo tono gris. Canijo filma esa quietud con una precisión casi cruel: las habitaciones parecen vitrinas donde los personajes exhiben su cansancio. Nada ocurre y, sin embargo, todo se pudre lentamente.

La ansiedad aparece como el reverso de esa inmovilidad. Es la energía reprimida que se acumula cuando el deseo no encuentra una salida posible. Los personajes de Mal Vivir se mueven poco, pero sus pensamientos giran como animales encerrados en un corral. La tensión interna se vuelve visible en gestos mínimos: una respiración contenida, una frase que no llega a pronunciarse, una mirada que esquiva otra mirada. La ansiedad no necesita palabras; basta la sensación de que algo va a estallar y no ocurre nunca. Es una existencia suspendida entre la culpa y la inercia. 

Vivir Mal, la segunda película del díptico, introduce movimiento en ese universo detenido. Los huéspedes del hotel (parejas, familias, extraños que se cruzan durante un fin de semana) traen consigo una energía distinta: la necesidad de hablar, de actuar, de escapar del silencio. Si en Mal Vivir el malestar se expresa como parálisis, aquí se manifiesta como exceso. Los personajes hablan sin parar, discuten, se hieren con palabras que no buscan entendimiento sino supervivencia. La cámara, ahora más dinámica, los sigue con una urgencia casi física, como si tratara de mantener el ritmo de su desesperación. Sin embargo, ese movimiento no conduce a ninguna parte. La ansiedad se vuelve ruido: una sucesión de gestos vacíos que intentan ocultar la falta de sentido. Nadie logra comunicarse. Las conversaciones se convierten en monólogos superpuestos, donde cada uno habla solo para reafirmar su dolor. Canijo filma ese caos con una gran precisión, pero sin teatralidad: lo que se juega no es la representación del drama, sino la experiencia del encierro emocional. La vida social, las relaciones amorosas o familiares, son apenas máscaras de una soledad más profunda.

Ambas películas parecen compartir la misma raíz: el miedo a existir. En Mal Vivir, ese miedo adopta la forma del silencio; en Vivir Mal, la del grito. Son dos manifestaciones de una misma ansiedad, dos modos de no poder habitar el presente. Canijo parece sugerir que la vida contemporánea, con su mezcla de autoconsciencia, cansancio y necesidad de control,  ha hecho imposible la espontaneidad. Nadie sabe cómo vivir sin justificarse, sin mirar su propia vida como si fuera una escena ya escrita. Por eso los personajes parecen atrapados en un espejo que refleja infinitamente sus gestos. No hay salida, sólo repeticiones. Los títulos, Mal Vivir y Vivir Mal, funcionan como un juego de simetrías perversas. El hotel en Ofir, escenario de ambas películas, es el corazón de este universo. Más que un lugar, es un estado mental. El hotel es un refugio que se ha vuelto cárcel. Quien entra en él no sale indemne. Los huéspedes llegan con la esperanza de descansar, pero terminan confrontados con su propio malestar. Lo notable es que Canijo evita toda psicología explícita. No hay diagnósticos, ni discursos sobre la enfermedad mental, ni intentos de redención, o incluso heroísmo. La depresión no se explica: simplemente se muestra como una forma de vida que se ha agotado en sí misma. Los personajes ya no esperan nada, pero tampoco saben qué hacer con el vacío. Esa ambigüedad, entre la resignación y el deseo de huida, es la esencia del díptico. Vivir mal significa aceptar que la felicidad es una imposibilidad estructural; mal vivir, en cambio, es la conciencia dolorosa de esa aceptación.

La ansiedad, en este contexto, es casi una forma de resistencia. Es lo único que mantiene a los personajes en movimiento, aunque sea dentro de un círculo vicioso. En Vivir Mal, los cuerpos se agitan, se cruzan, se rozan; pero cada contacto es un malentendido. Hay algo desesperadamente humano en esa insistencia: la búsqueda de sentido en medio del ruido. Las conversaciones entre parejas o amigos son intentos fallidos de encontrar una salida al encierro emocional. La ansiedad es el precio que pagan por no soportar el silencio del mundo.  Los personajes de Canijo no son enfermos, son contemporáneos. El mal vivir es el síntoma de una época que ha perdido la capacidad de creer en algo. Las relaciones humanas se sostienen por inercia; el amor se ha convertido en una forma de negociación; el tiempo libre, en una pausa entre dos angustias. En este sentido, el hotel es un microcosmos del mundo moderno: un lugar donde todos buscan descanso, pero nadie encuentra alivio.

En Mal Vivir, cuando un personaje dice “no sé vivir”, no está confesando una fragilidad, sino constatando una verdad universal. No saber vivir es el punto de partida de toda existencia actual. La diferencia está en cómo se sobrevive a ese descubrimiento: con resignación, con humor, con rabia o con miedo. Los personajes de Canijo eligen la ansiedad porque es lo único que les recuerda que siguen vivos. Ver ambas películas seguidas produce un efecto hipnótico. Es entrar en un ritmo extraño, entre el sopor y la tensión, donde el tiempo parece haberse desajustado. Uno termina por respirar al compás de los personajes, compartiendo su incomodidad.No se trata de empatía, sino de contagio. 

Mal Vivir y Vivir Mal son dos capítulos de una misma idea sobre la condición humana. No hay héroes ni villanos, sólo seres que intentan sostenerse en medio de una calma insoportable. El mal vivir no es un accidente, sino una forma de destino. Canijo lo filma con una precisión que incomoda porque nos incluye: toda persona actual seguramente sintió esa ansiedad sin causa, esa tristeza sin nombre, ese cansancio que no se cura durmiendo. Parecería que la idea de fondo es que vivir bien no es lo contrario de vivir mal, sino una ilusión que apenas sirve para sobrevivir un poco más y que la vida, según el díptico de Canijo, es un intento fallido de felicidad. Canijo lo filma con una especie de ternura trágica. donde incluso el sufrimiento tiene dignidad. 

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