Ilustración: Agnès Varda . Por Mauro Lukasievicz
“Filantropía audiovisual: el cine de Agnès Varda”
(Publicado originalmente en Revista Caligari, Año 1 – Número 5)
Por Rocío Molina Biasone.
La mañana del 29 de marzo de 2019, al abrir alguna de mis varias redes sociales —la apertura de estos portales adictivos ya se ha convertido en el ritual que inaugura un nuevo día, para muchísimas personas en el mundo contemporáneo, y yo no soy la excepción—, no recuerdo cuál exactamente, la pantalla de mi celular fue súbitamente invadida por fotos, una tras otra, de Agnès Varda. Al principio no entendía bien a qué se debía. Supuse que tenía que ver con su última obra, Varda par Agnès, que —si no me equivoco— aún no había sido vista por público alguno, pero que por supuesto ya se encontraba en boca de todxs. Curiosamente, el temor que nos venía invadiendo desde hace un tiempo a quienes la admirábamos no levantó en mí sospecha alguna; no se me ocurrió que hubiera sucedido lo inminente: que esa cineasta, cuya vitalidad nos invitaba a fantasear con la posibilidad de lo eterno, hubiera pasado a mejor —o a otra, o a la falta de— vida.
Pocas veces sentí el peso de lo irrecuperable. El fallecimiento de grandes artistas, o inclusive de gente que conocí, no me suele impactar de la manera en que tal vez debería impactarme. Mi reacción suele ser la de aceptación, la de saber que estoy frente a algo triste, pero que al mismo tiempo no me sorprende. Todxs morimos. Pero con Agnès esta indiferencia no se sostuvo. Se me hizo violentamente tangible el hecho de que algo ya nunca más podría ser, no solo por un hacer cinematográfico súbita aunque predeciblemente interrumpido, sino por una cuestión más personal, y hasta egoísta: con Agnès también murió mi —no tan— humilde sueño de algún día poder entrevistarla.
Cuando surgió, cuando se hizo palpable, aquel deseo ya se sentía casi imposible de realizar, ya que Agnès estaba cerca de sus noventa, y llegar a contactar a una realizadora de su trayectoria y fama —ni hablar de conseguir que acceda a que la entreviste una crítica de cine ignota de una pequeña revista argentina— no es cosa fácil, o por lo menos rápida. El tiempo me ganó, y las preguntas que quería hacerle a ella tendrán que quedarse junto a tantas otras compañeras, rondando en mi cabeza. Quizás pueda pecar de hibris y responder alguna que otra por mi cuenta, intentando terminar de ver su extensa filmografía, cuyo visionado, debo confesar, nunca completé; en parte porque reúne alrededor de cincuenta títulos, entre cortos y largometrajes, ficción y documental —valga la redundancia—, y series y películas; y en parte porque, caprichosamente, no quiero dejar de tener películas de Varda por descubrir. De esta forma, consigo convencerme de que el 29 de marzo de 2019 fue un día como cualquier otro.
Capturar la esencia de la autoría de una cineasta tan libre, multifacética y, a la vez, auténtica como Agnès Varda no es una tarea sencilla. Supongo que no lo es jamás, frente a grandes artistas, pero con Agnès parece más difícil, me siento menos preparada: y es que hay una Agnès documentalista y observadora, una Agnès demiurga e imaginativa, una Agnès narradora y guionista, una Agnès fotógrafa y voyeur, una Agnès introspectiva y reflexiva, una Agnès joven y con muchas preguntas, y una Agnès adulta y con muchísimas más preguntas. Y al mismo tiempo, el germen creativo, curioso y tremendamente empático que la caracteriza lo encontramos desde La Pointe-Courte (1955) hasta Visages villages (2017) y, me atrevo a decir, aunque aún no haya podido verla —aún no estrenó e intenté en vano conseguir una manera de verla antes de escribir este artículo—, también se hace presente en los dos capítulos que integran Varda par Agnès (2019), su obra póstuma.
La pointe courte (1955)
Elegí “Agnès”
Varda construyó a Agnès. Se creó a sí misma, y no solo porque apenas fue mayor de edad se cambió su nombre natal, Arlette, por el que la acompañó a lo largo de su carrera cinematográfica, sino también porque la firma autoral de Varda es simultáneamente espontánea y construida, con paralelismos que se pueden trazar respecto a los eventos que la atravesaron —tener que arreglárselas con sus padres y sus cuatro hermanxs durante la Segunda Guerra Mundial, sufrir el abandono de su primer marido antes de dar a luz a la hija de ambos, la muerte de Jacques Demy, con quien estuvo casada por más de 30 años y tuvo otro hijo— y las decisiones que tomó en su vida —irse temporariamente de su casa y de la universidad para probar suerte viajando sola y trabajando en la campiña francesa, lejos de la burguesía parisina; convertirse dos veces en madre, a la vez que luchaba por el derecho de las mujeres a decidir sobre sus cuerpos; pasar de la fotografía al cine, y del cine a las artes visuales—, lo cual nos lleva inevitablemente a la conclusión de que su vida y su obra se encuentran en una unión indisoluble.
Como realizadora, Varda se inscribe en ese movimiento cinematográfico de jóvenes franceses que se llamó Nouvelle Vague (“nueva ola”), a partir del cual conoció a su íntimo amigo, quien no necesita presentación alguna, Jean-Luc Godard, y a quien se convertiría en su pareja desde 1958 hasta el día de su muerte, Jacques Demy. En todo movimiento artístico hay unidad, intereses y formas —o desafíos a la forma— en común, pero no podrían ciertamente llamarse artistas si cada unx no se diferenciara por cualidades que le son únicas y propias. En el caso de Agnès, no creo estar muy equivocada si digo que en una gran parte de su filmografía se encuentra tan cerca del neorrealismo italiano como de su propio movimiento local.
Si algo atraviesa la obra de Varda, sin importar la duración de las obras, si se trata de ficción o documental, es su profunda empatía y humanidad. La curiosidad de la cineasta belga hacia la vida interior y social, y la corporalidad de la gente que la rodea, inclusive desconocidxs, es inagotable. La empatía que demuestra es equitativa: no importa si se trata de un ser querido, de una persona que viva en la calle, de agricultorxs, de ancianas, de pescadorxs, o de mujeres marchando, la mirada de Agnès penetra sus vidas, sus palabras las dirige con calidez y familiaridad —cuando habla con la gente de sus documentales—, y en sus ficciones las escribe a medida de cada personaje, de forma que nunca haya prototipos, siempre singularidades.
En esto se distingue de sus colegas, pues no va solamente hacia un quiebre de las formas, como hacía Godard; o a una hibridación o juego con los géneros del cine clásico, como su compañero Jacques Demy, o François Truffaut; ni a exponer una problemática social, su impacto en un solo protagonista, o en lo colectivo. Agnès hace todo esto, pero sin salirse de su foco principal: las personas, su cuerpo y sus vidas, cómo se ven afectadas por el cambio de un ángulo de cámara, por los conflictos sociales, por tensiones intrafamiliares, siempre logrando conservar un equilibro perfecto entre capturar subjetividades e inscribirlas en una problemática general.
L’opéra-mouffe (1958)
Cada rostro tiene una historia
En L’opéra-mouffe (1958), el primer cortometraje de Varda, se nos presenta un adelanto de algo sobre lo cual la cineasta hará foco el resto de su vida: los rostros. Situándose en una sola calle parisina, la rue Mouffetard, Agnès captura las caras de peatones, especialmente aquellas de la gente anciana. En los dieciséis minutos que dura esta película, se establece una conexión entre rostro y rostro, por asociación formal o temática, por gestos que comparten, por mera curiosidad estética. Incluso para ese entonces, un fascinación tal por los rostros y cuerpos que desafían ideales de belleza, esos rostros que no aparecen en publicidades ni en películas —al menos no como protagonistas—, no era habitual, y podríamos decir que hoy sigue sin serlo. Pero Agnès establece quiebres allí donde ni siquiera a sus colegas artistas se les ocurría meterse: de hecho, el inicio de este corto consiste en planos detalle del cuerpo de una mujer embarazada, cuyo rostro no vemos, pero ella luego filmará otros, en la calle parisina.
Sin embargo, no es solamente en la gran ciudad donde viven todos los rostros que vale la pena filmar, las vidas que merecen una oportunidad de contar sus historias. En Les glaneurs et la glaneuse (2000), Varda toma de punto de partida la obra pictórica de Jean-François Millet (1814–1875), el más reconocido del grupo conocido como la Escuela de Barbizon, cuyos temas principales tenían que ver con los paisajes rurales y la gente que allí trabajaba: el cuadro en cuestión es de 1857 y se llama, justamente, Las espigadoras (en francés, Des glaneuses). A partir de este trabajo de recolección que se viene realizando en el campo desde hace varias generaciones, Varda traza una línea que une los diferentes actos de recolectar que se pueden ver hoy en día y, sobre todo, las personas que los llevan a cabo.
Ya no solo se recolectan las espigas, sino que se recolecta comida, se recolectan muebles, se recolectan pedazos de objetos que pueden resultar en una obra de arte. Agnès entrevista a cada una de esas personas con la misma calidez, y las inmortaliza en sus actos de rebeldía, de desafío a las varias normas sociales que nos rigen y que dictan qué es lo comestible y qué lo desechable, o quién puede hacer uso de un pedazo de terreno y de sus frutos. En los cuadros de Millet rara vez se pueden ver los rostros de sus sujetos agrícolas, porque el arte y los artistas tienen la mala costumbre de presentar las problemáticas sociales de manera enajenada, imponiendo la voz y mirada propia por sobre la de quienes viven esa realidad. Pero a Varda no le interesa la denuncia si no viene de la boca de quien la expuso originalmente, si no vemos su rostro mientras nos cuenta sobre su propio acto de rebeldía.
Se podría decir que la fascinación de la cineasta llega a su culminación en Visages villages (2017), el documental que realizó junto al fotógrafo y artista callejero JR. Dieron inicio a una amistad que nadie anticipaba, pero que, al verla acontecer en la gran pantalla, es difícil imaginar un mundo en el que no existiera. El joven artista —que curiosamente comparte con Jean-Luc Godard, viejo amigo de Varda, la afición a usar lentes de sol que no se saca jamás— lleva a la menos joven directora a pasear por toda Francia, adentro de su híbrido camioneta-cámara instantánea, y recorren pueblos encontrando formas originales y distintas de inmortalizar a personas locales. Las gigantografías que imprimen y pegan en lugares emblemáticos de cada sitio son el homenaje perfecto al cine de Agnès, un cine que siempre se trató, antes que nada, de la subjetividad y las historias de sus personajes. “Cada rostro tiene una historia”, y no hay historia demasiado pequeña para contar.
Le bonheur (1965)
La desnudez es la simpleza misma
Bajamos la mirada, y recorremos el resto del cuerpo humano, y la interacción de los cuerpos, a través del lente de Agnès. La desnudez que aparece en sus películas no se asemeja a aquella que muestra la gran parte del cine, no solo el comercial o mainstream, sino también el independiente. Su innovación y autenticidad no tiene que ver solamente en la contrahegemonía corporal introducida, ni tampoco con lo explícito de las imágenes, o con el hecho de que ya no sea exclusivamente el cuerpo y los genitales femeninos los que ocupan el lugar del objeto de deseo: son los recortes visuales, los ángulos de cámara y los momentos que se elige mostrar del contacto sexual, o del autodescubrimiento.
Como sugerí, Agnès presenta cuerpos de una desnudez contrahegemónica, pero no siempre. Sin embargo, la elección de un cuerpo tradicionalmente bello, como el de ambas mujeres en Le bonheur (1965), siempre es intencional y nunca es inocente. ¿Qué más representativo del modelo de felicidad que la sociedad contemporánea nos viene vendiendo desde el siglo pasado —un modelo legitimado a través de publicidades de Coca-Cola, que aún hoy nos sigue vendiendo una felicidad con constante rebranding según las tendencias sociales que marcan cada momento— que la dicha de un hombre joven y apuesto que tiene una esposa y una amante, ambas rubias, delgadas y hermosas?
Este prototipo de desnudez es desafiado en películas posteriores de la directora, como es el caso de Documenteur (1981) —película que Varda ha designado como una de sus preferidas— en la que el cuerpo femenino desnudo se encuentra en soledad, existe y se autosexualiza por derecho propio, sin necesidad de un hombre que le asigne valor sexual, que lo mire y lo legitime en cuanto cuerpo digno de mostrarse. Algo similar sucede con el cuerpo de Pomme, una de las protagonistas de L’une chante l’autre pas (1977). La primera vez que la vemos desnuda es en el estudio de un fotógrafo, cuando aún es una adolescente, pero algo maravilloso aunque muy sutil sucede en esa escena que, a priori, nada tenía de novedoso: después de varios intentos de fotografiar ese cuerpo joven —pero lejos del ideal fabricado y fijado en cuerpos delgados como los de las mujeres en La bonheur—, el fotógrafo se rinde; él mismo dice que no es capaz de comprenderla, que hay algo que se le escapa, y por eso no puede capturar su imagen. Un cuerpo contrahegemónico si los hay.
Más allá de la desnudez en su singularidad, lo destacable de la mirada de Varda es la manera en que logra mostrar el acoplamiento entre cuerpos, el momento del contacto, que no es ni el del clímax, ni el de la seducción: el sexo se muestra en cuanto conexión entre iguales, en detalle, pecho contra pecho, piel contra piel, y cuando no es en posición de igualdad, cuando lo que se ejerce es violencia, se elige no mostrar (como sucede en Sin techo ni ley (Sans toit ni loi, 1985), cuando Mona es atacada por un hombre que la estaba siguiendo y que, según se nos da a entender, termina violándola).
L’une chante, l’autre pas (1977)
Pero estaba muy enojada
Esto nos lleva inevitablemente al que posiblemente sea el tema más fácilmente distinguible en la filmografía de Varda: la mujer como sujeto social y político. La lucha se da sobre varios frentes, y aunque en sus ficciones la denuncia esté más solapada que en los documentales, los varios reclamos ante la desigualdad de género atraviesan la obra entera de la cineasta belga. Inclusive en Le bonheur, en la que la crítica se establece de manera tan implícita que hasta a más de un distraído se le puede haber pasado: ¿qué quiere decir la felicidad en una sociedad constituida en una desigualdad de géneros? ¿A medida de quién está hecha esa felicidad, y a quienes perjudica en el camino? ¿Realmente necesitaba François empezar un romance fuera de su matrimonio, y pedirle a su esposa que lo aceptara, para ser feliz? La respuesta es simple, pues la da él mismo antes de siquiera iniciar ese affaire: él ya era feliz en su matrimonio, pero el modelo de felicidad hegémonico no tiene que ver con la satisfacción equitativa de las partes, sino con qué tanto más puede tener el hombre. Tras el suicido de Thérèse, la amante pasa a ser la esposa y madre. ¿Amor verdadero, o desplazamiento funcional?
En L’une chante l’autre pas el panorama cambia. Otra época, otras mujeres. O las mismas de siempre, pero con menos paciencia. Este homenaje al activismo feminista francés de los 70 se construye en torno a la amistad entre Pomme y Suzanne, dos mujeres que se conocen en la juventud, pero cuya amistad sobrevive el tiempo y la distancia; una amistad que se genera gracias a una conspiración para evadir los alcances de una ley absurda y punitiva que hoy en día sigue vigente en muchísimos países —entre ellos Argentina misma—: la prohibición del aborto. Pomme, fascinada y energizada por las clases de filosofía que estaba cursando, ayuda a Suzanne renunciando a su papel de buena hija burguesa, pidiéndole plata a sus padres con la excusa de un viaje para luego dársela a su amiga para que aborte.
La vida luego las llevaba por distintos caminos, pero las volvía a unir, y la lucha por el derecho a decidir siempre se encontraba de por medio: se reencuentran en una manifestación contra el encarcelamiento de mujeres que abortaron, Pomme le cuenta Suzanne del viaje que hizo para interrumpir su embarazo en el extranjero; más tarde, sus caminos se cruzan nuevamente, pero ahora Pomme es madre, y Suzanne maneja una consejería para mujeres que quisieran abortar.
Tanto el personaje de Pomme como el de la protagonista de Sin techo ni ley, Mona, tienen el germen de rebeldía de la joven Agnès, quien dejó la universidad para ir a vivir la vida de quienes llevan a cabo los trabajos más rudimentarios y manuales —aunque no por ello menos indispensables o difíciles—, y conocer gente real que no fueran los estudiantes de arte soberbios que la rodeaban en ese entonces. Lo que en Pomme es una huída del seno familiar hacia una vida más libre, para dedicarse a la música, en Mona tiene que ver con un cambio radical y peligroso de la forma de vivir y sobrevivir: unx piensa en una persona sin techo, o en un nómade por elección, y piensa en un hombre. ¿Una mujer viajando sola a dedo y subsistiendo como puede? Loca, comehombres, demente, desquiciada, peligrosa, violenta, ladrona.
La idea de una maternidad que no sea una obligación, una maternidad vivida con alegría y sin dependencia, es otra noción que palpita en los relatos de Varda. Pero, claro está, concebir la maternidad en términos que no sean los de una entrega absoluta y ad eternum es algo que aún hoy no hemos podido lograr del todo. En Documenteur, Emilie habla con una mujer que trabaja en el café al que va seguido, y esta le cuenta que su hijo vive con el padre en otro estado —la historia sucede en California—, y que sí lo extraña pero que es feliz, ella ya lo tuvo consigo durante la mayor parte de su infancia, y ahora es el turno del padre. Hay mucho de Agnès en Emilie y en Pomme: las tres han sido madres, las tres han sido abandonadas por los padres de sus hijos. Pero Agnès encontró a Jacques.
Les Plages d’Agnès (2012)
Una viejita que cuenta su vida
Agnès Varda hizo del cine su vida, e hizo que su vida se filtrara a través de su cine. Los ejemplos que mencioné antes son similitudes o transposiciones entre realidad y ficción, pero a medida que maduraba, Varda se iba interesando más y más por lo documental: películas que la tienen como narradora —la narración omnisciente es otro recurso predominante en su filmografía—, como camerawoman, como entrevistadora y, por supuesto, como protagonista.
A las mujeres se nos ha enseñado e incentivado a corrernos del foco. No acaparar los discursos, no intervenir demasiado en debates, cuidarnos de caer en el “yo-yo-yo”. Basta pensar en la extensión de los discursos de agradecimiento en las entregas de premio más televisadas, o en los programas de televisión con paneles casi exclusivamente masculinos —y en algunos de esos la única mujer se utiliza más como decorado, y ni siquiera puede sentarse a tomar algo en el “bar”—, o cómo se utiliza el “señora” como arquetipo universal de persona molesta y que habla de más.
Pero Varda fue eligiendo tener cada vez más protagonismo en sus documentales, dejar de negar que no hay realidad en su cine que no pase por su propia mirada. El verdadero engaño estaría en no mostrarse, en pretender objetividad, invisibilidad. Pero con esta afirmación de protagonismo —en Les glaneurs et la glaneuse tal vez sea la primera ocasión en que la presencia de Varda en un documental ya la convierte en un sujeto más del mismo—, Varda se inscribe como irremediablemente partícipe de la realidad que retrata. Finalmente llega Las playas de Agnès (Les plages d’Agnès, 2008), ensayo documental en el que, sin pedir permiso ni perdón, Varda se coloca como el indiscutible sujeto y objeto de esa experiencia audiovisual. “Una viejita que cuenta su vida”, como define ella a este film: pero ¿qué son las grandes obras de cine y literatura sino las historias que antaño contaban unas viejitas?
Lo revolucionario del gesto de Varda —un gesto que, a decir verdad, no se ha visto mucho en la historia del cine, y menos aún en manos y boca de artistas mujeres— es el plantarse frente a la cámara, esa que suele apuntar a otrxs, y decir “yo también tengo una historia para contar, y mi historia es tan interesante como cualquier otra que podría proyectarse en una pantalla de cine”. Pero como en toda su filmografía, nada es tan simple, y la directora y artista visual nos pasea a través de una serie de imágenes, de puestas de escena y escenarios característicos de su estilo: las recreaciones lúdicas, las visitas a viejxs amigxs, los espejos en la playa, representaciones de representaciones, un diálogo con el pasado que se construye con alegría y calidez, incluso cuando la tristeza también abunda.
La trayectoria de Varda comenzó por una predominancia ficcional y terminó en una predilección por lo documental y la reflexión frente a cámara, pasando de esta manera de lo implícito a lo explícito, de lo opaco a lo lúcido, de construir excusas narrativas para abordar una inquietud a hacer de esas inquietudes la única excusa que se necesita para hacer cine. A riesgo de sonar como una pibita soberbia, me arriesgo a decir que la edad no es un factor más en estas transformaciones artísticas: las mujeres jóvenes callamos a menudo cosas que las que ya han vivido unas cuantas décadas no aguantarían jamás; las jóvenes dudamos de nosotras mismas y la validez de nuestros aportes, y las mujeres adultas y ancianas parecieran preocuparse poco, o a veces nada, si a alguien le importa lo que tienen para decir; la juventud, sobre todo en las mujeres, es un monólogo interior, pero la tercera edad se convierte en un discurso gritado —o filmado— a los cuatro vientos.
Hacia el final de su vida y su obra, Agnès era eso mismo que ella decía: una viejita contando su vida, hablando sin parar, e invadiéndonos de imágenes propias y únicas, de principio a fin de cada película. Qué lindo sería si nunca se hubiese callado.