“Los festivales son, ante todo, espacios de resguardo de lo diverso. Y lo diverso hoy está en riesgo, no solo en términos estéticos sino también políticos. Defender esa pluralidad es una forma de resistencia.”
¿Cómo pensaste la programación este año: qué tensiones, diálogos o sorpresas buscaste generar con las películas elegidas?
Hay dos modos de acercarse o aproximarse al concepto de programación. El primero sería uno de orden platónico: uno tiene una idea de cómo deben ser las cosas y va buscando las películas como si fueran modelos de ejemplificación de esa idea general. No digo que uno tenga una idea cuando programa, pero mi procedimiento de programación es el opuesto. Yo, en verdad, voy —como lo imagino— como si fuera a un paisaje conocido y desconocido, con binoculares, buscando especies. Y, a medida que aparece una especie que me parece resplandeciente, singular, o quizás una especie que está en extinción, o una especie que tiene una peculiar importancia para el presente, es allí donde digo: esa es la película. A partir de ahí, cuando he recogido tres, cuatro, cinco películas que entiendo que ya tienen que estar en el festival, eso sí genera un patrón de búsqueda, porque son con las que las demás habrán de dialogar. Entonces, el sentido de construcción de la programación es, diría yo, una primera indagación de orden empírico respecto de lo que existe, de lo que está disponible en el mundo del cine contemporáneo de uno o dos años, y, a partir de esas primeras elecciones, trato de leer un patrón y sobre ese patrón constituyo la programación. En esta ocasión había de inmediato la película de apertura (7 Promenades avec Mark Brown, de Pierre Creton, Vincent Barré), la película que vi de inmediato como la central del festival: así la pensé. Y, a partir de allí, dije: bueno, ¿cuál sería la experiencia central al ver esa película?
Eso me remitió al famoso dictum de Aristóteles. Por eso está escrito en el texto que redacté para el catálogo que el conocimiento nace o comienza en el asombro. En realidad, se le adjudica a Aristóteles —él lo escribió efectivamente—, pero se decía previamente en otras discusiones filosóficas. Entonces, ese fue un punto: películas que permitan restituir la experiencia del asombro. La película de Hermes Paralluelo también es así: Las muertes de Chantyorinti tiene el mismo tipo de misterio. Es decir, hay algo que pasa en esas películas que conlleva a restituir esa idea del asombro que hoy está, a mi juicio, sustituido por la constante sobreestimulación perceptiva. En tanto no existe más el asombro, lo que hay es una sobreestimulación que genera en el aparato perceptivo un símil que no lo es.
En momentos en que los grandes festivales argentinos parecen jugar a lo seguro en su programación, DOC Bs As parece seguir destacándose por arriesgar. ¿Cuál dirías que es la gran apuesta de este año y por qué?
Bueno, lo tomo como un elogio el hecho de que consideres que el festival es un festival que toma riesgos. Yo, cuando estoy a cargo y tengo la decisión final —porque no en todos los lugares donde trabajo tengo decisión final—, entiendo que no debe hacerse concesión alguna. Lo que no significa que uno programe o proponga una programación en la que las personas no puedan seguir la programación o no puedan entenderla. Tiene que haber una dialéctica entre lo reconocible y lo lejano, lo desconocido. Es decir, entre el ejercicio del placer y el ejercicio de un esfuerzo que eventualmente puede dar el mismo placer. Una película como Los días chinos, una película absolutamente placentera de ver, quizás está en la intersección entre algo que es reconocible y algo que puede ser distinto de lo que se suele ver. También es una película sobre el asombro. Entonces, yo en ese sentido no pienso de ningún modo hacer concesiones. Me parece que eso es un error categorial. Por eso las películas de apertura —vuelvo con lo mismo— y de cierre, en todos los años en que a mí me tocó estar, son años en los que vos revisás qué programamos, y son películas que no tienen más riesgo que ese. Son películas de mucho riesgo. Quizás las más arriesgadas siguen siendo las de Sylvain George. Son películas que necesitan algo que hoy está en juego, que es la atención.
Primero, por el tiempo que tienen, ¿no? Es decir, ponerse a ver una película que traspasa las dos horas sin hacer cortes, en una sala, sin mirar el celular, sin dispersarse —que creo que es la afección espiritual de nuestro tiempo, en el sentido de que se dilata la conciencia en lo disperso, y al ser así no se puede verdaderamente mirar, atender, incluso pensar—. Entonces, esa película, ya por su forma, por su estilo, por su percepción de estar metidos en la vida de unos chicos que dan vueltas en París, que creyeron llegar a la utopía territorial de Europa y se encuentran con que todavía repiten los mismos patrones de supervivencia previa que tenían en Marruecos y, desde Marruecos, llegar hasta ahí, hasta Francia. Bueno, esa es una experiencia muy demandante, pero a la vez muy… no sé si la palabra es gratificante o edificante, pero sí amplía la dimensión de la conciencia, de entender el tiempo, la experiencia de alguien que vive en esa situación. Por consiguiente, esa es una de las películas bravas, entre comillas. La otra puede ser Cartas a mis padres muertos. No lo es en un sentido, pero es una película de una libertad total, por la que se puede inferir, de esa libertad total, una dificultad para alguien que no está acostumbrado a ver películas que desafían la estructura general de los relatos, ya sean de ficción como de no ficción.
¿Qué jóvenes cineastas o películas sentís que condensan el espíritu renovador del festival este año?
Bueno, no sé cuán jóvenes son. Entiendo que son más jóvenes que yo y que vos, no tengo dudas (risas), pero Amor descartable es una película importante. Azul Aizenberg creo que es algo completamente… bueno, no parece más de lo mismo en el sentido de que es una película familiar, pero, en otro sentido, no es más de lo mismo porque hay un trabajo de no reconciliación frente a una relectura de la familia, cuando, en realidad, es simplemente usar un signo cercano que está ahí nomás —porque es la vida de una familia—, y que, a partir de eso, se puede leer o condensar cómo se cifra la relación entre una época, una forma de política, una forma de economía y la construcción de la subjetividad familiar, afectiva y económica. Es una película notable, trabaja fundamentalmente con archivos y es, realmente, de una valentía única. Las otras películas que me parecen importantes, en el sentido en que vos me preguntás, son las de los hermanos Atehortúa. Tanto Federico como Jerónimo suelen trabajar juntos: dirige uno o el otro escribe, pero son películas hermanadas, por decirlo así. O sea, de las tres películas que pasamos de los hermanos, Forenses es la más importante. Me parece que tienen algo de ese espíritu de renovación juvenil, pero que, a la vez, no es únicamente una experiencia de lo joven o de una mirada de época o de generación. Lo es, pero, al mismo tiempo, son conscientes de las tradiciones del cine.
Yo creo que esa es la mejor conjunción: la coyuntura entre la experiencia juvenil —que no siempre es rebelde, y eso está más claro que nunca en la actualidad— más el conocimiento de las tradiciones cinematográficas. Y, con eso, ahí sí, ejercitar ciertas rebeldías, ciertas operaciones de prueba y distanciamiento respecto de lo que se ha filmado en esas tradiciones.
¿Cómo crees que cambió el público del festival en estos años y qué te interesa provocar en él?
No sé realmente si el público cambió en estos años. Tengo la impresión de que se entremezclan los habitués de la sala Lugones: algunos cinéfilos que no han abandonado las salas y no se conforman con tener links o verlo en algunas plataformas. Y también algunas que otras personas que vienen de escuelas de cine. Eso es lo que yo, más o menos, detecto. Sumado a la gente que trae cada película por algún motivo especial: familias, amigos, temas. Entonces, en ese sentido, no veo un cambio… Es lo que puedo percibir; no sé si cambió. Respecto a qué quiero provocar: primero que nada, evitar agredir a los espectadores, dado que vivimos en una cultura de la agresión permanente. En donde el denuesto es la retórica ubicua en la que estamos insertos, haya o no matizado recientemente el presidente de la Nación sus insultos abruptos. El clima de insultos es permanente. Entonces, pensar una programación es pensar también en ir hacia el lado opuesto de esa cultura del denuesto. Por consiguiente, no agredir: primero que nada.
Y, en segundo lugar, suministrar un conjunto de poéticas que sean estímulos cognitivos y sensitivos, que no estén en la circulación de las plataformas, los cines e incluso en algunos festivales. ¿Por qué? Porque me parece que los festivales son espacios de resguardo de lo diverso.Y lo diverso está un poco en juego en la actualidad. Y te diría no solamente en términos estéticos, sino también en términos políticos. Para mí, una de las lecturas más importantes que he hecho en mi vida son dos libros de William James: El universo pluralista y Las variedades de la experiencia religiosa. Son dos textos que yo adoro, y ambos apuntan hacia esa suerte de cariño frente a la increíble variedad de formas que se dan en la experiencia de lo vivo. Bajo esa misma lectura yo trato de pensar la programación, aunque suene ambicioso y, quizás, estúpido.
Más allá de las proyecciones, DOC Bs As siempre incluye charlas con cineastas y especialistas. ¿Qué valor tienen para vos esos espacios de conversación dentro del festival?
Mirá, a mí me gustaría tener más espacios para charlas; yo haría una charla todos los días. De hecho, mi fantasía sería la siguiente: el festival empieza el martes y, bueno, el miércoles a la mañana se discuten las tres películas de la programación en la sala, con la gente y, si están los directores, de 10 a 12. Eso sería lo que yo quisiera, literalmente. Pero, bueno, no tengo las salas; las salas no lo permiten, abren recién a la tarde. Pero ese sería mi sueño: un festival completo sería aquel que introduce la palabra como una dimensión clave respecto de nuestra relación con las imágenes y los sonidos. Es decir, si no hay una irrupción de la palabra en una programación, en la experiencia de un festival, a mi juicio el festival pierde uno de sus ejes. Y más en un festival como este, que es un llamado al cine de lo real, pierde su relación con el conocimiento. Por eso el catálogo, los textos son cuidados, las presentaciones son cuidadas, y están, además, las charlas. Me gustaría —vuelvo a insistir—, más allá de estas tres charlas puntuales, que una sí está ligada a la programación por la retrospectiva de Daniela Seggiaro, pero las otras dos, que están lateralmente asociadas, tienen que ver con el uso de la palabra en función de pensar la relación de la palabra con el cine: la revista de cine, en este caso, y un libro. Además de eso, yo haría una lectura analítica un día después de todas las películas que se hayan pasado en el festival. Y ahora que te lo digo, voy a ver si la próxima vez no consigo una sala alternativa para eso solamente. Y el que quiera venir, que venga; y si tengo que hablar solo, hablaré solo (risas)
¿Qué desafíos implica organizar un festival de cine en el contexto de recortes presupuestarios y políticas de ajuste hacia la cultura impulsadas por el gobierno de Javier Milei?
No solamente están los recortes presupuestarios, no solamente la dificultad que conlleva hacer hoy un festival, negociar los screen and fees, hacer entender que uno no puede pagar, no poder pagar pasajes a los directores que vienen del extranjero cuando terminan viniendo pagándoselos ellos, sin poder darles siquiera un hotel —porque hoy pagar un hotel en Argentina es el equivalente de pagar un hotel en Europa—, es decir, todo se vuelve muy, pero muy arduo. Cuando veo otros festivales que tienen presupuesto, invitan y pagan, digo: ¡qué suerte que tienen esas personas! Nosotros no tenemos esa suerte, tenemos una suerte inversa, que es que muchos directores respetan el festival y, por consiguiente, vienen, lo cual es para mí una situación de bendición y agradecimiento. Dicho esto, con todos los esfuerzos, y habiendo perdido a nuestro productor —porque murió, Marcelo Céspedes—, con él quizás hubiera sido más fácil. Con Carmen y algunas pocas personas que nos ayudan, hacemos lo que podemos, y algún que otro fondo se consiguió, pero es muy difícil hacer esto de la manera que lo hacemos. Pero hay algo que es más difícil todavía: sobrellevar, sobrepasar el espíritu de derrota de la época. O sea, yo tengo por momentos la sensación de que se ha dimitido frente al orden vigente. Y yo no estoy dispuesto a dimitir. Entonces, en tanto y en cuanto sostengo el deseo, con el compromiso y con el trabajo se hace mucho más de lo que realmente se puede, y no nos va a detener una retórica. No solamente la nuestra: vamos a añadir algo más, una retórica del enriquecimiento general. Creo que no se puede dimitir. Y en eso no estoy de acuerdo con algunas ideas que aparecen por allí como respuestas a esta situación de aquí y del mundo. La idea es desertar. No creo que haya que desertar, no creo que haya que dimitir. Si se está acá, hay que estar cara a cara diciendo lo que hay que decir, sin hacer silencio e insistiendo.