“Los personajes en Ariel son seres atrapados en un espacio intermedio donde el tiempo no avanza de manera lineal, un limbo entre la vigilia y el sueño, entre lo vivo y lo muerto, que me permitió pensar en la libertad, el libre albedrío y en cómo convivimos con la conciencia de estar actuando un destino que quizás no elegimos.”
Ariel parece continuar con tu exploración de lo onírico y lo espectral en el cine. ¿Cómo surgió la idea de esta película?
Bueno, el proyecto nació hace muchos años, cuando nos invitaron a Matías Piñeiro y a mí a realizar una película juntos. Matías me propuso trabajar en torno a La tempestad, porque en ese momento él todavía estaba sumergido en Shakespeare. Esta obra nos pareció un punto de encuentro natural porque es la que más presencia de la naturaleza tiene dentro de Shakespeare, pero no como un simple telón de fondo, sino como una naturaleza animista, poblada de espíritus. Ahí encontramos un territorio común donde dialogaban nuestros universos: Matías desde su exploración del teatro y yo desde mi trabajo con el paisaje y lo espectral. A partir de ahí, empezamos a extraer los elementos que nos interesaban para desarrollar la película. No queríamos una adaptación directa, sino un punto de partida desde el cual proyectar nuestras inquietudes y fantasías.
¿Esto fue previo al cortometraje Sycorax?
No, así surgió Sycorax también, que lo hicimos juntos, pensado como un primer acercamiento a un lenguaje cinematográfico en común. Sin embargo, cuando llegó el momento de desarrollar el largometraje, por cuestiones de calendario y los plazos derivados de la pandemia, Matías, que estaba trabajando en otro proyecto en paralelo, no pudo continuar. Como la película ya estaba financiada, en lugar de abandonarla decidí terminarla yo, adaptándola a mis propias inquietudes y capacidades, llevándola más hacia mi terreno. Una de las primeras decisiones que tomé fue marcar un cierto distanciamiento con respecto a la ficción teatral y hacer la película aún más metanarrativa de lo que habíamos trabajado juntos. Me interesaba explorar la idea de personajes que son conscientes de ser personajes y cómo eso les genera crisis existenciales. Aquí aparece un concepto clave de La tempestad y del personaje de Ariel, en el que nos estábamos focalizando: la libertad y el libre albedrío. En la obra de Shakespeare, Ariel está bajo las órdenes de Próspero, del mismo modo que los personajes están bajo las órdenes del dramaturgo que escribió sus destinos. Esto me llevó a reflexionar sobre la naturaleza de los fantasmas y lo espectral, algo que he explorado en varias películas.
Uno de los temas que más me interesa es el Limbo, entendido como un espacio atemporal, ambiguo, que no pertenece del todo a los muertos ni a los vivos, y que también tiene una fuerte conexión con lo onírico. Es un estado entre la vigilia y el sueño, una especie de duermevela. En este sentido, encontré un paralelismo entre los fantasmas y los personajes: ambos son seres atrapados en un espacio intermedio, donde el tiempo no avanza de manera lineal, sino que se repite o queda suspendido. En Ariel, este juego entre la realidad y la ficción se refuerza con la idea de personajes que se saben personajes pero que, al mismo tiempo, conviven con el mundo de los vivos. Todo esto me llevó a sumergir la película en una atmósfera onírica y espectral, que subraya ese extrañamiento y esa sensación de atemporalidad que quería darle a la isla donde transcurre la historia.
Creo que Ariel fusiona lo sensorial con lo narrativo muy bien. ¿Cómo describirías tu evolución hacia la ficción con esta película, especialmente después de tu trabajo en proyectos más experimentales?
Bueno, en mi evolución como cineasta, noto que cada vez tengo una mayor voluntad de sumergirme en la ficción, en el relato, en la narrativa. Vengo de un cine muy ligado a la imagen, prácticamente del videoarte, donde el peso recaía más en lo conceptual, en la exploración del lenguaje cinematográfico desde una perspectiva plástica y poética. También tenía una sensibilidad marcada hacia lo contemplativo, lo pausado… Y lo contemplativo es, en cierto sentido, lo contrario de la acción. Entonces, mis primeras películas estaban muy vaciadas de elementos narrativos tradicionales: no había relato, no había psicología en los personajes.
¿Qué te interesaba explorar en ese momento?
Me interesaba explorar el lenguaje cinematográfico desde sus ingredientes más esenciales: el espacio y el tiempo. En mis primeros proyectos, trabajé la distancia como elemento narrativo; luego, en otros, exploré la inmovilidad en el tiempo. Esto es algo que se ve en Costa da Morte y en los cortometrajes previos a esa película. Después, en Samsara, empecé a experimentar con la luz y el sonido de una manera esencial. La parte central de esa película, donde se invita al espectador a cerrar los ojos, surgió como un intento de llevar la experiencia cinematográfica a un punto cero, de proponer otra forma de vivir el cine. Pero también en Samsara empecé a introducir pequeñas ficciones, relatos mínimos que se nutrían mucho del documental antropológico, construyendo personajes a partir de personas reales y sus biografías. Con Ariel, este paso hacia una narrativa más definida y un mayor desarrollo de los personajes viene impulsado, en gran parte, por mi colaboración con Matías Piñeiro. Es un salto importante. Si hubiera trabajado solo, seguramente esta evolución habría sido más pausada, pero me alegra haber tenido la oportunidad de aprender de alguien a quien admiro tanto. Matías ha trabajado mucho con estructuras narrativas, y su cine encuentra su carácter más experimental precisamente en esas construcciones narrativas. En mi caso, lo experimental viene más desde lo sensorial y lo plástico. Así que, en cierto modo, nos complementamos.
Ariel es un primer paso en esa exploración del relato de ficción.
Quería que la película fluyera bien narrativamente y que el espectador pudiera sentirse identificado con Agus, el personaje principal. Ella es el ancla emocional de la película: todo lo que la rodea genera extrañamiento, pero con ella debemos conectar desde las emociones. Así que sí, hay una voluntad por mi parte de ir sumando nuevas capas a mi cine. Mantengo la experiencia sensorial, lo onírico y lo espectral en cuanto a la atmósfera, pero ahora quiero integrar también la ficción y la experiencia emocional y psicológica de los personajes.
Los personajes en Ariel parecen estar atrapados en una especie de ciclo teatral, una suerte de destino impuesto por Shakespeare. ¿Cómo te inspiraste en la relación entre el destino y la libertad dentro de los textos de Shakespeare, y cómo lograste traducirlo a un contexto contemporáneo como las Azores?
Shakespeare tiene muchas obras donde interpela al espectador, y La tempestad es una de ellas, donde interpela directamente al espectador, rompiendo la cuarta pared y desmantelando el hechizo de la ficción. Eso siempre nos interesó a Matías y a mí al desarrollar el proyecto: encontrar una manera de trasladar ciertos personajes de Shakespeare a las Azores contemporáneas, pero desde un enfoque lúdico, divertido, sin solemnidad. De hecho, la primera idea que surgió fue la de un frutero. Matías lleva tiempo trabajando con la idea de no tomarse demasiado en serio a los personajes masculinos poderosos, como una forma de dignificar a los personajes femeninos, que en Shakespeare suelen ser secundarios. Es una constante en su cine, en sus cinco o seis películas con esa filosofía. Eso también nos llevó a Sycorax, el cortometraje, donde nos interesó rescatar a un personaje completamente marginal en La tempestad, una mujer tachada de bruja. Como sabemos, la caza de brujas fue también una estrategia de dominación sobre las mujeres, algo que Silvia Federici analiza muy bien en su libro Calibán y la bruja, relacionándolo con la colonización y el dominio del extranjero.
También queríamos centrarnos en Ariel, un personaje ambiguo en cuanto al género—interpretado a veces por hombres, otras por mujeres—y que representa el espíritu del viento, del mar, de la naturaleza misma. Para mí, Ariel sintetiza las inquietudes que compartimos Matías y yo: es el ser que se metamorfosea, que existe entre lo tangible y lo etéreo. A partir de ahí, empezamos a desarrollar paralelismos entre las Azores contemporáneas y la obra.
¿Y sobre la idea del destino y la repetición?
Viene de esta noción de la isla como un limbo, un espacio donde los fantasmas quedan atrapados sin poder salir. Esa es la idea central de la película: los personajes están condenados a repetir una obra sin descanso. Pero quería que esa reflexión fuera más allá de la ficción y tocara nuestra propia existencia. ¿Quién dicta nuestros sueños, nuestros deseos? Sabemos que la idea de libertad es compleja, que está condicionada por múltiples factores. No solo en el sentido que plantea Erich Fromm en El miedo a la libertad, que también está presente en la película, sino en términos más concretos y culturales. Yo ahora mismo estoy en Costa de Marfil y veo que las libertades de elección aquí y en Europa son muy distintas. No existe una única noción de libertad, sino muchas, y eso es algo que también quise explorar en la película.
A nivel visual, Ariel juega con colores vibrantes y un estilo onírico muy particular. ¿Cómo fue el trabajo con el director de fotografía, Ion de Sosa, para construir esta atmósfera tan hipnótica?
Bueno, en Sycorax habíamos trabajado con Mauro Herce, así que lo natural habría sido volver a colaborar con él. Pero Mauro tenía otros proyectos y, además, creo que la naturaleza de esta película pedía a alguien como Ion de Sosa. No solo por su estilo visual, sino también por su sentido del humor extraño, con cierto extrañamiento, algo que se percibe muy bien en sus propias películas como director. Esa sensibilidad nos venía perfecto para esta historia. Para mí, este proyecto no buscaba solo dialogar con Shakespeare, sino también con el teatro. Siempre me he inspirado más en la pintura y he tratado de incorporar referencias pictóricas en mi cine. Pero al trabajar con Matías y adentrarme en Shakespeare, quise abrirme al universo teatral. Una de las primeras referencias que surgió fue Seis personajes en busca de autor, de Pirandello. Y cuando empezamos a construir los diálogos, nos interesó el teatro del absurdo, ese extrañamiento donde Agustina pregunta algo y los personajes solo responden con frases de Shakespeare que, aunque parezcan inconexas, te hacen buscarles un sentido. Esa descontextualización de los textos es lo que termina conectando la propuesta visual con los diálogos. La atmósfera onírica y la sensación de desconcierto de Agustina—su no saber bien dónde está—se refuerzan mutuamente. Y trabajar con Ion fue un placer absoluto, un lujo que pudiera aportar su sutileza visual y también ayudar a construir ese humor extraño que atraviesa la película. Yo venía más de un cine contemplativo y espiritual, y de repente enfrentarme a una especie de comedia existencialista y sensorial fue un reto divertido. Ion fue el compañero perfecto para esa exploración.
Muchas de tus películas exploran la idea de la trascendencia y lo inmaterial. ¿Cómo se manifiesta esta búsqueda en Ariel?
Para mí, todo parte del espacio en el que transcurre la película. La primera parte sucede en Galicia, y al principio no queda del todo claro de qué trata. Hay muchas referencias a la idea del actor, del personaje, de lo teatral, de la ruptura entre personaje y persona. Pero no es hasta que llegamos al ferry y ocurre esta escena extraña—un sueño colectivo donde todos se quedan dormidos, incluso el capitán, y sueñan con una tempestad—cuando la película entra en un territorio que me interesa especialmente: ese espacio de ambigüedad, de extrañamiento onírico y espectral. Son siempre lugares limítrofes, entre una realidad tangible y otra más etérea, los que me resultan más estimulantes. Creo que el propio cine, en su esencia—imágenes de seres de luz proyectadas sobre una pantalla blanca—tiene algo de espectral, de inmaterial. Y Ariel se apoya en esa cualidad para buscar cierta trascendencia. Hacia el final de la película, hay varios momentos de voces en off mientras recorremos el paisaje, inspirados en Marguerite Duras y sus personajes incorpóreos que existen solo a través del diálogo. En uno de esos pasajes, un personaje pregunta: ¿Es esto la realidad? Y otro responde: Ya no sé qué significa esa palabra. Pero si somos personajes, significa que estamos muertos. Siempre me ha interesado ese juego: la existencia del fantasma y la existencia del personaje como dos formas de habitar un mundo inmaterial, atrapados en un limbo del que no pueden salir.
¿Y la idea de equilibrar la naturaleza lúdica y cómica de algunos momentos con el tratamiento más profundo y existencial de temas como la libertad y el destino?
La verdad es que era una apuesta consciente desde el inicio, y una que hice con bastante confianza. Sabía que íbamos a jugar con esa mezcla de registros. Creo que, como en cualquier otro ámbito —el arte, el deporte, lo que sea—, para animarte a arriesgar tenés que tener cierta seguridad, si no, terminás yendo a lo seguro. Si lo pensás como un partido de tenis: cuando no tenés confianza, tirás la pelota al centro de la pista; pero si te sentís bien, apuntás a las líneas, y ahí es donde salen los puntos bonitos, los que disfrutan tanto el jugador como el espectador. En este caso, puede que sea una confianza absurda, pero siempre sentí que el cineasta tiene que arriesgar. Y aunque quizás esta sea mi película menos experimental desde lo formal, sí lo es en términos de tono. Me interesaba explorar contrastes muy marcados, como ese humor que no es superficial, sino que siempre guarda una doble lectura, en esa tensión constante entre realidad y ficción. Y de ahí puede pasar, casi sin transición, a lo sensorial, a lo existencial, incluso dentro de una misma escena.
¿Todo esto ya estaba presente desde las primeras lecturas del guión?
Si, por ejemplo, uno de mis momentos favoritos es un chiste donde se rompe la cuarta pared: los personajes, que intentan rebelarse contra Shakespeare, se preguntan si en realidad hay otro que les escribe lo que tienen que hacer, y entonces sucede ese quiebre. Me gusta ese tipo de humor que parece lúdico pero que, en el fondo, abre una reflexión metanarrativa, casi metafísica, sobre si alguien más está escribiendo nuestros deseos, nuestros sueños, nuestro destino. Y desde ahí surgió ese intento por hacer convivir estos dos tonos: el absurdo y lo profundo, lo gracioso y lo sensorial.
Tras el estreno de Ariel en Rotterdam, ¿cuál esperas que sea la reacción del público ante una obra tan peculiar y experimental, especialmente considerando que tu película no sigue las convenciones de una adaptación tradicional de Shakespeare?
Bueno, por un lado están las expectativas de quienes conocen mi trabajo previo. Creo que esta es una obra que los va a sorprender, aunque quizá sorprenda menos a quienes sabían que era un proyecto que inicialmente iba a ser codirigido con Matías Piñeiro. Aun así, hay elementos en los que quien conoce mi obra podrá reconocerme, y espero que también valoren —o al menos yo lo veo así— que es una obra hecha con valentía. Es una película en la que pruebo cosas nuevas, distintas para mí. Personalmente, ha sido un proyecto que me ha hecho crecer mucho como cineasta. Cuando uno se aventura en terrenos que no había explorado previamente —como ha sido mi caso en esta película— se encuentra con muchos desafíos: desde la construcción de personajes, la psicología de esos personajes, la puesta en escena de ficción, hasta el propio relato narrativo. Son muchos aspectos que para mí eran nuevos y que, quizás, podría haber abordado de manera más gradual. Pero aquí se produjo este salto, también por el trabajo previo con Matías. Entonces, por un lado están esas expectativas sobre cómo va a reaccionar alguien que conoce mi obra anterior. Y creo que hay algunos ingredientes que permiten reconocerme, sobre todo en la construcción de una atmósfera onírica, espectral por momentos, sensorial, y también en algunas temáticas que se repiten, como el paralelismo entre personaje y fantasma. Y luego, para alguien que se acerque a la película como una adaptación de Shakespeare, creo que hay puntos en los que se percibe su presencia, sobre todo por la descontextualización, llevada aquí con un carácter sumamente lúdico, pero también muy poético y profundo.
¿Cómo trabajaste la selección de los textos que los personajes pronuncian?
Utilicé una técnica de fragmentación de los mismos, algo similar a lo que hice en mi cortometraje anterior El sembrador de estrellas, donde reunía citas de distintos autores sobre ciertas temáticas, tomaba frases sueltas y las mezclaba entre sí para generar diálogos abiertos o pequeños haikus. Además, trabajé con una idea proveniente del budismo zen llamada kōan: diálogos entre maestro y discípulo, donde hay un aparente abismo de sentido entre la pregunta y la respuesta. No hay una lógica evidente, pero debe haberla, porque es la respuesta que el maestro le da al discípulo. Esta lógica oculta me interesaba mucho. En la película, por ejemplo, Agustina pregunta algo y el otro le responde con un verso de Shakespeare muy poético, muy profundo. Elegí mis favoritos de diversas obras suyas. Y como espectadores, buscamos encontrarle una lógica a esas respuestas. Aunque la pregunta sea tan sencilla como: “¿Quiero un billete para irme de la isla?”, la respuesta puede ser: “En tu rostro hay el rastro de una lágrima por apagar.” Creo que en Shakespeare hay una vigencia, un carácter irreductible, que se mantiene incluso al descontextualizarlo. Por más lúdica que sea la lectura, siempre hay algo que permanece: la poesía, la profundidad emocional y la densidad del pensamiento que contiene cada una de sus frases. Ese sería, para mí, el átomo irreductible de su obra. Y lo que intenté fue tomar esos diamantes que uno encuentra en su escritura y hacerlos brillar en el contexto de las islas Azores, dentro de una propuesta que apuesta por el desconcierto, el extrañamiento y una cierta distancia con respecto al relato narrativo tradicional. Creo que, resumiendo, lo que hice fue hacer estallar el relato de Shakespeare hasta que solo quedaran fragmentos aquí y allá. Pero en esos fragmentos, estos diamantes —estas frases de una elocuencia y una profundidad extraordinarias— brillan aquí y allá.