Por Sofía Cazeres.
Rebecca Solnit es historiadora. Es una escritora publicada, también. Uno de sus últimos trabajos fue sobre Eadweard Muybridge (el de las fotos de los caballos). Ganó un par de premios y recibió varias críticas muy positivas. Rebecca cuenta que, almorzando con una amiga y un amigo de ella, el amigo le pregunta sobre qué cosas escribió; ella le empieza a contar de su investigación sobre Muybridge y él la interrumpe: le quiere contar que leyó que había un libro muy importante sobre el tema y darle su opinión, aunque no lo había leído. Ni ella ni su amiga logran hacerle entender que quien había escrito ese libro muy importante era ella. Después de eso Rebecca escribió Los hombres me explican cosas.
A ninguna mujer le va a parecer inverosímil esa anécdota ni ninguna de las otras que cuenta Rebecca Solnit en el libro. Los hombres nos explican cosas. Permanentemente. Incluso nos explican que no nos explican cosas. Nos explican que no existe el mansplaining porque ellos, hombres, saben cómo nos tratan. Nos ridiculizan, también. Cada vez que estamos explicando por qué existe un comportamiento generalizado del género masculino imponiéndose sobre cualquier otra identidad juegan con ejemplos extremos. Por supuesto no es mansplaining si un docente varón me explica algo en una clase a la que estoy asistiendo. Pero sí lo es cuando mis amigos varones que estudian ingeniería se sientan a decirme por qué no entendí tal o cual película. O cuando una vez, en una discusión sobre el tema, mi padre me dijo “no voy a discutir con vos qué implica un aborto”. O cuando mis compañeros de trabajo se sienten más capacitados que nosotras para resolver cualquier cosa. Incluso más capacitados que nuestra jefa.
Entre escritoras y pensadoras aparece un eje común para resolver esto: es necesario que haya más mujeres ocupando espacios en general y espacios de poder en particular. Que haya más directoras y productoras, más presidentas del INCAA y más gerentes en majors. Más mujeres dando su opinión con fuerza y procediendo en consecuencia. Por eso es que cuando una persona como Lucrecia Martel es convocada para presidir el jurado de un festival como el Festival Internacional de Cine de Venecia se generan algunos movimientos. Al menos se abren discusiones que parecían inasibles de otra manera, como la discusión sobre cupos de género o la presencia de ciertos realizadores. Lucrecia Martel ocupó el rol con una sensatez hermosa. Es consciente de que es una privilegiada y de que está ahí representándonos. De ahí que diga no desear como ideal el cupo pero entender su importancia como herramienta y ofrece una estrategia: dos años 50/50. Y vemos. Lo desliza porque puede y porque tiene un micrófono cerca.
También habilitó que se hablara sobre nuestra presencia en otras esferas del festival, porque no lo presidimos pero tampoco participamos: hubo solo dos películas dirigidas por mujeres en competencia. En 2016, 2017 y 2018 en Argentina entre las 10 películas más taquilleras de cada año no hubo ninguna dirigida por una mujer. Ninguna. Ni soñemos con encontrar travestis, trans, no binaries ni ninguna otra cosa que no sean varones dirigiendo a protagonistas varones. Incluso en las películas animadas ¿Qué hacer frente a esto? Más allá de plantear la posibilidad de generar un cupo, ¿cómo hacemos para que esas películas reciban el apoyo necesario para que el público acceda? Algo que incluso excede al INCAA: necesitamos que esas películas sean promocionadas en programas de radio y televisión y nos inviten a hablar de cine en el territorio de enfrente. Ocupar un espacio. Pensar una estrategia posible que incluya necesariamente a los mercados y las majors que nos dominan.
Disney alega estar interesado en aumentar la representación de personajes femeninos en sus producciones y sin embargo no acompaña ese gesto con mujeres en roles de decisión. Probemos. Quizás algo pase si a Wonder Woman la dirige una mujer. O no. O quizás Capitán América logre conseguir alguna profundidad si hay una mina aportando su punto de vista. Porque creo que una pequeña parte de la solución de este problema es ese: los puntos de vista. Hay miles de niños que se convertirán en hombres incapaces de reconocer en una mujer una voz autónoma porque sencillamente los saturamos con varones blancos y heterosexuales contando cosas toda su vida. Porque si en escuelas de cine cuesta encontrar ejemplos de productoras, directoras, guionistas, imaginarse el afuera con menos acceso a la información es atroz. Si para decir Cine con mayúscula decimos Hitchcock, Godard, Tarantino; si para decir Literatura decimos Borges, Kafka, Proust; si cuando decimos Pintura decimos Miguel Ángel, Da Vinci, Picasso; entonces, nosotras… ¿dónde estamos?⚫