En Cuando las nubes esconden la sombra (2024), José Luis Torres Leiva prolonga su exploración fílmica de la fragilidad humana y el duelo. Sin necesidad de grandes recursos dramáticos ni exhibiciones técnicas, el director chileno esculpe una obra de contemplación y recogimiento. Aquí, el paso del tiempo no es una línea recta, sino una bruma espesa, lenta y emocional que se deposita sobre los cuerpos y los paisajes. La película, anclada en el aislamiento y el silencio de Puerto Williams, la ciudad más austral del planeta, propone un viaje hacia lo interior: la pausa forzada se convierte en la única vía para un reencuentro con lo que duele, con lo que persiste. Torres Leiva presenta a una actriz, también llamada María, que llega desde Buenos Aires a este rincón remoto para participar en un rodaje. Pero el clima patagónico, caprichoso y ajeno, detiene todo: el equipo de filmación se retrasa y la actriz se ve obligada a esperar, a detenerse, a convivir con lo inesperado. En ese espacio intermedio entre la expectativa y la inmovilidad, la protagonista se conecta, por primera vez, con la comunidad y con sus propias heridas. Este accidente climático, una tormenta que aplaza el inicio del rodaje, deviene entonces la estructura narrativa que permite a Torres Leiva desarrollar lo más íntimo de su cine: la coexistencia inevitable entre vida y muerte, entre pasado y presente, entre pérdida y redención.
La Patagonia funciona aquí como un cuerpo emocional. Su vastedad no se impone como postal turística, sino como espacio simbólico: la inmensidad, el frío, la lluvia y el viento se transforman en metáforas del estado interior de María. La naturaleza no ilustra; dialoga con los afectos. El aislamiento de Puerto Williams, ese enclave entre la civilización y lo indómito, permite a la protagonista y, por extensión, al espectador, vivir una experiencia de desapego y reencuentro. La película se abre entonces a lo inmaterial: el duelo, la nostalgia, la memoria, lo que no puede explicarse pero pesa. En esta espera, en esta suspensión del tiempo, María se encuentra con lo cotidiano de la isla: madres jóvenes, adolescentes inquietos, dependientes de tiendas que hablan de pérdidas recientes, biólogos que estudian insectos de vida efímera, sanadoras que masajean con hierbas. Todo eso ocurre sin énfasis ni subrayados. No hay grandes revelaciones, pero sí pequeñas iluminaciones. La muerte no es una presencia oscura, sino una vibración que recorre la superficie de cada conversación, de cada gesto, de cada silencio compartido. No se trata de la muerte física solamente, sino de la muerte de los vínculos, del pasado, de las certezas.
En esta línea, la película se permite una aproximación espiritual al dolor. El tratamiento indígena que recibe María, un rito de purificación corporal, no se exotiza ni se estetiza: se vive como una forma posible de nombrar lo innombrable. En la figura de la curandera yagan, Torres Leiva ensambla con delicadeza la memoria ancestral y la sanación emocional. El film no busca denunciar ni corregir las heridas coloniales (como lo hacen otras películas recientes del cine chileno), sino señalar que esas huellas persisten también en los cuerpos contemporáneos, incluso en aquellos que llegan de lejos. Cuando las nubes esconden la sombra encuentra su potencia en esa lógica de lo leve. El director se sitúa lejos del discurso grandilocuente. Su cine habla desde lo mínimo: una conversación mientras cae la lluvia, una caminata solitaria, un audio grabado a sí misma para entender lo que aún no se puede decir en voz alta. María registra sus pensamientos en una grabadora que le ha dejado el equipo de filmación. No sabemos si esas palabras son parte de la película que hará o parte de una catarsis personal. Pero en ese espacio incierto, entre ficción y realidad, se construye el corazón de esta obra.
En ese sentido, la propia María Alché, actriz y cineasta, interpreta una versión de sí misma. Y no porque se limite a representar su nombre o su biografía, sino porque encarna una sensibilidad que la une al universo de Torres Leiva. Su presencia serena, su mirada extraviada, su cuerpo encorvado por los dolores físicos, son también una vía para que el duelo se vuelva materia cinematográfica. María no actúa, atraviesa. Y en ese gesto, el filme se vuelve una experiencia casi terapéutica, no solo para su protagonista, sino también para quien lo ve. El tránsito de María por Puerto Williams no es solo geográfico, es también existencial. Llega como alguien en tránsito, que espera un rodaje, y termina siendo parte de la comunidad. Su dolor, primero opaco y solitario, se diluye en los gestos compartidos, en las palabras de los otros, en el contacto físico y espiritual con el entorno. El filme no plantea una resolución clara: no hay un clímax ni un cierre redentor. Pero hay una transformación lenta, casi imperceptible, que se inscribe en los ritmos del lugar. El duelo no se supera, se habita.