El viaje invisible: sobre El mensaje, de Iván Fund

“Lo que la película sugiere es que en ese terreno incierto también hay belleza, también hay consuelo, también puede haber redención: una forma de creer sin certezas, pero con fe.”

Por Natalia Llorens

La más reciente película del director argentino Iván Fund, es una de esas obras extrañas que se cuelan de manera silenciosa en el alma del espectador. A primera vista, podría parecer un relato sencillo, incluso marginal: una niña con supuestos poderes para comunicarse con animales, vivos o muertos, recorre con dos adultos los caminos polvorientos del interior argentino, ofreciendo sus servicios a cambio de dinero. Pero sería un error tomar esta sinopsis como el reflejo fiel de lo que la película realmente propone. Porque lo que Fund construye es, en verdad, una película misteriosa y conmovedora, un viaje por lo espiritual, por los afectos rotos y las zonas grises de lo que entendemos como lo real. Anika, interpretada por Anika Bootz, es el corazón indiscutido del relato. No sabemos del todo quiénes son las personas que la acompañan, Myriam y Roger, ni cuáles son exactamente los lazos que los unen. Tampoco queda claro si sus habilidades son auténticas o simplemente una ficción bien vendida a gente desesperada por aferrarse a algo que les devuelva un poco de consuelo. Pero esta ambigüedad no es una trampa ni una falta: es el motor vital de la película, su forma de proponer un cine que no explica, que no subraya, y que confía en la sensibilidad del espectador para establecer sus propias coordenadas.

Lo que sí se nos muestra con claridad es el itinerario de ese trío nómade: una vida errante, en un motorhome gastado, cruzando pueblos, campos, estaciones de servicio y cementerios de mascotas. En cada parada, Anika se acerca a un animal, un perro llamado Snoopy, una tortuga, un gato malhumorado, un erizo solitario, y, con los ojos cerrados, “escucha” lo que tienen para decir. Las personas que la consultan reaccionan con una mezcla de asombro, emoción y resignación. En medio de una Argentina empobrecida, golpeada por crisis económicas que se anuncian por la radio, esta niña que supuestamente puede canalizar lo que las criaturas sienten aparece como una especie de médium improbable: un canal hacia otro mundo que tal vez no existe, pero que aún así puede sanar. A lo largo del recorrido, la película va desplegando una sensibilidad casi mágica, no por la presencia de elementos fantásticos, sino por la forma en que observa el mundo. El relato fluye con un ritmo calmo, contemplativo, donde los silencios y las miradas pesan tanto como cualquier palabra. El vínculo entre Anika, Myriam y Roger nunca se revela del todo, pero se sugiere una historia familiar más compleja que se insinúa en una visita a una institución psiquiátrica, donde Anika se encuentra con su madre. Este encuentro, tratado con una delicadeza extrema, condensa la clave emocional de la película: hay heridas profundas que no se ven, dolores que no tienen explicación, y afectos que sobreviven en medio de lo incierto.

Fund elige no responder muchas de las preguntas que el relato plantea. ¿Es Anika realmente una niña dotada? ¿Se trata de un montaje emocional aprovechado por adultos para lucrar? ¿Importa, en última instancia, si lo que transmite es verdadero o no? Lo importante es que, en cada encuentro, se produce un momento de comunión, por frágil o dudoso que sea, entre humanos y animales, entre vivos y muertos, entre la necesidad y la esperanza. La película, entonces, no es tanto una fábula sobrenatural como una meditación sobre el deseo de creer, la necesidad de encontrar sentido en medio del caos y el dolor. En ese sentido, El mensaje se emparenta con ciertas películas que han hecho del viaje un modo de conocimiento, un camino hacia una verdad imprecisa pero profundamente humana. Como en Alice in the Cities, de Wim Wenders, o Paisaje en la niebla, de Theo Angelopoulos, el desplazamiento físico es también un desplazamiento interior. Anika, en su andar sereno y atento, parece absorber todo lo que la rodea, aún sin entenderlo del todo. Y nosotros, como espectadores, acompañamos ese proceso de descubrimiento con una mezcla de asombro, ternura y melancolía.

Lo que más sorprende de El mensaje es su capacidad para conmover sin grandes gestos. No hay escenas explosivas ni giros dramáticos. Todo sucede en un tono bajo, entre murmullos, en la textura de lo cotidiano. Las imágenes del campo, de los pueblos detenidos en el tiempo, de los animales que miran de frente a la cámara, se combinan con una banda sonora delicada, que va desde los sonidos naturales hasta la irrupción emotiva del clásico “Always on My Mind”. Es en ese momento donde la película parece abrir una ventana al alma de sus personajes, y al mismo tiempo a la nuestra. La elección del blanco y negro no funciona aquí como simple estética retro ni como guiño cinéfilo, sino como una herramienta que acentúa la atemporalidad de lo que vemos. Esta podría ser una historia ambientada hace décadas, o en un futuro en ruinas. Lo que importa no es la cronología, sino el estado emocional en que nos sumerge. Fund no busca ofrecer respuestas ni construir una trama cerrada. Su apuesta es otra: crear una experiencia sensorial y espiritual que, sin necesidad de explicar demasiado, deje una huella duradera.