Análisis crítico de Un tigre arriba de la mesa (M. M. Bellone y J. M. Varela, 2017)
El tiempo hace muchas cosas, menos volver hacia atrás. En este hecho fundamental se basa buena parte de la cultura humana a lo largo de toda su historia, y hay quien podría decir que nuestra existencia misma como especie depende del reconocimiento de la finitud de la vida. Y precisamente esta problemática es la que se aborda directamente en Un tigre arriba de la mesa (2017), largometraje documental de Mariana Manuela Bellone y Juan Manuel Varela.
Un tigre… es un retrato de Guillermo, taxidermista de Villa del Parque. No es su hobby, es su ocupación de tiempo completo e incluso más, ya que a lo largo de la película las voces de quienes lo rodean se quejan de su obsesión, como también de su adicción al cigarrillo. Aquellos testimonios, sumados a los de sus clientes, sirven de contrapunto a la presencia abrumadora del propio Guillermo, que relata su vida desde chico hasta una actualidad difusa que, sabemos, es muy anterior a la fecha de estreno del documental. Guillermo incurre en una paradoja vital al dedicarse a conservar animales a la vez que se autodestruye. Reconoce a lo largo del documental que debería dejar de fumar, que tendría que hacer más ejercicio, que su vida es bastante sedentaria y que no suele consultar a médicos, aunque sepa que está enfermo. Prefiere recurrir a chamanes para que “le saquen el demonio de adentro”, con resultados opinables.
Además de los testimonios y del insistente seguimiento al protagonista, la obra se nutre de material de archivo personal de Guillermo. En particular, viejos VHS de cumpleaños, vacaciones, años nuevos y navidades familiares. Pero si podemos decir que el documental retrata la vida de Guillermo, también es posible afirmar que roza el tema de su muerte, mencionada brevemente por su esposa y sobre la cual la película no profundiza. Es que el tema del documental justamente es la obsesión con escapar a la muerte o, mejor dicho, con negarla.
André Bazin, teórico fundamental de la historia del cine, postuló su célebre “complejo de la momia” hace casi 80 años. Según él, el deseo profundo de “escapar a la inexorabilidad del tiempo” (Bazin, 2004: 23) ha llevado al ser humano a inventar diversas formas de preservar el cuerpo y la imagen. Una de ellas, perfeccionada por los antiguos egipcios, es la momificación. Bazin establece un paralelismo entre aquella práctica milenaria y las artes plásticas, de las cuales la fotografía y luego el cine serían desarrollos. Su argumento es que todas estas artes pretenden sustraer a su objeto de la tiranía del tiempo, preservándolo y perpetuándolo. Así, la taxidermia y el cine estarían basados en el mismo principio, de manera que reflexionar sobre una y otro serían prácticamente lo mismo.
En este sentido, podríamos decir que el documental de Bellone y Varela es reflexivo sin querer serlo. Carece por completo de las estrategias y convenciones asociadas a la reflexividad, que son aquellas que ponen en evidencia y reflexionan sobre el hecho de filmar un documental (Nichols, 2001: 24). Por ejemplo, en las entrevistas se omite casi siempre la voz del entrevistador, excepto cuando recortarla perjudicaría el montaje (volveremos más adelante sobre esto). Los cuerpos de camarógrafos, sonidistas y productores no aparecen en cuadro jamás, y también se evidencia una preocupación por ocultar los índices de su presencia. Pero como veremos, si en la forma utiliza todos los procedimientos del documental observacional clásico, en su contenido aborda algunas de las problemáticas fundamentales del documental como género, en tanto tratamiento creativo de la realidad.
El registro de Un tigre… es desprolijo y subjetivo, dominado por los travellings de seguimiento con cámara en mano. El sonido, salvo en las entrevistas, parece haber sido mayormente captado por la misma cámara, y no hay un trabajo exhaustivo de posproducción para mejorarlo, haciendo incluso difícil entender algunos diálogos. Esto no se debe a una deficiente producción sino a un esfuerzo por enfatizar el realismo.
La cuestión del realismo fue trabajada minuciosamente por Bazin. Para él se relaciona íntimamente con el problema de la representación, que a su vez tiene que ver con una confusión. En sus palabras,
el conflicto del realismo en el arte procede de este malentendido, de la confusión entre lo estético y lo psicológico, entre el verdadero realismo, que entraña la necesidad de expresar a la vez la significación concreta y esencial del mundo, y el pseudorrealismo, que se satisface con la ilusión de las formas (Bazin, 2004: 26).
Pensando en este fragmento, cobra importancia una distinción que hace el protagonista de Un tigre… con respecto a lo que hace. Taxidermia, aclara Guillermo, no es lo mismo que embalsamamiento. En este último, se preserva la totalidad del animal por medio de procesos químicos. En el primero, en cambio, se conserva apenas la piel y los rasgos visibles exteriores, quitando todas las vísceras y músculos y realizando una reconstrucción estructural del interior del animal. Lo que se produce es una verdadera “ilusión de las formas”: se sugiere un interior que no existe. Paradójicamente, los resultados suelen ser más realistas en el caso de la taxidermia en el sentido que se parece más al animal original que en el caso del embalsamamiento, que es un proceso por definición precario ya que apenas retrasa la descomposición del organismo. Pero en términos del verdadero realismo, nada puede haber más real que la cosa misma, que el animal real, aunque esté embalsamado. Esta paradoja está presente a lo largo de toda la película.
Volviendo a Bazin, para él la contradicción entre realismo y pseudorrealismo se expresa en las diferencias entre fotografía y pintura. Por más “realista” que sea una pintura, el espectador siempre sabe que está frente a una representación, aunque ésta tenga un prototipo en la realidad. En cambio, la fotografía, en tanto procedimiento mecánico en el cual la cámara es apenas una mediadora imparcial entre el fotógrafo y el objeto fotografiado, reproduce (en lugar de representar) lo real. Muchas décadas después, el problema de lo real es abordado por Stanley Cavell (2015). Él critica el punto de partida de Bazin y de Erwin Panofsky, ya que ambos parten de la creencia que la fotografía es de la realidad (Cavell, 2015: 108), es decir, un índice exacto de la presencia de lo fotografiado frente a la cámara. En cambio, para Cavell, el punto de partida debería ser otro. La fotografía y la pintura no son disciplinas que compitan entre sí en cuanto a su mayor o menor capacidad de reproducir la realidad. Son técnicas distintas con ontologías diversas y principios también distintos. La cámara es una herramienta, no un autómata que registra la realidad objetivamente por sí misma.
Es que, si es cierto que la pintura de una pipa no es una pipa, también es cierto que la imagen en movimiento de Guillermo practicando la taxidermia no es Guillermo practicando la taxidermia. Es la mirada del documentalista, que mira lo que le interesa, oculta lo que le interesa ocultar, y construye una realidad que no es exactamente la real, pero que se basa en ella.
Al respecto, Cavell dice que “no estamos acostumbrados a ver cosas invisibles, o no presentes para nosotros, con nosotros (…) y sin embargo esto parece ser, ontológicamente, lo que ocurre cuando vemos una fotografía: vemos cosas que no están presentes” (2015: 110-111). Cuando vemos al famoso tigre arriba de la mesa, lo que estamos viendo no es el tigre sino un ejemplar taxidermizado del tigre. Es decir que es tigre por fuera, pero por dentro carece de todo lo que lo hace tigre, las vísceras, los músculos, etc. Aquí se ve la potencia de la imagen en movimiento. Una fotografía estática podría prolongar la ilusión de que efectivamente hay un tigre sobre la mesa, ya que uno como espectador no tendría herramientas para determinar si está vivo o no. Pero la duración de un plano en el cual la inmovilidad del animal es obvia desarma enseguida esa ilusión, sincerándose. El uso consistente de la cámara en mano para explorar esos espacios poblados de animales quietos sirve para recordarnos continuamente de la existencia de (por lo menos) un individuo vivo detrás de la cámara. Los documentalistas insisten en mostrar esa quietud, en retratar los trabajos (¿obras?) de Guillermo, e incluso la búsqueda y el zoom in sobre un perro vivo entre los ejemplares taxidermizados enfatiza esa contradicción entre el animal vivo y el muerto, entre el tiempo que transcurre y el que está detenido.
Sin embargo, en la mente de los dueños de mascotas que encargan que las preserven opera la misma ilusión que caracterizaba, según Cavell (2015: 111) a los primeros años de existencia de la fotografía: la de la presencia del objeto fotografiado. Guillermo dice “la muerte tiene esto de incomprensible (…) te cuesta entender que no vas a ver más a esa persona”, lo cual no es más que una expresión contemporánea de “la necesidad incoercible de exorcizar el tiempo” (Bazin, 2004: 24). Pero los animales no están ahí. No son sus perritos y gatitos, sino apenas cosas. Hans Belting expresa esto cuando dice que “las imágenes se tienen frente a los ojos así como se tiene frente a los ojos a los muertos: a pesar de ello, no están ahí” (2007: 177). Las imágenes serían la presencia de una ausencia. La taxidermia, una presencia ausente. Por ello mismo, en la distinción de W. J. T. Mitchell, no serían imágenes en sí sino pictures, imágenes en un soporte material (Mitchell, 2019: 27).
“Se le apescadizó un poco la cara, ¿no?” observa un cliente cuando Guillermo lo presenta con el trabajo terminado. Era un gatito que, según reconoce ese mismo cliente, lo acompañó por varios años de su vida. Es cierto, parece irreal incluso para un espectador que no conoció al animal original, las proporciones y las formas no son las de un gato normal. El cliente sin embargo no parece desanimado sino contento y se limita a pedirle a Guillermo que le haga una pequeña corrección. El cliente le pide precisiones, “¿podré pasar la próxima semana? ¿para cuándo va a estar?”. “Yo te llamo cuando esté listo, quédate tranquilo”, le asegura Guillermo y lo acompaña hasta la puerta de calle. Ese pedido de calma, acompañado de un voto de confianza en que el trabajo va a ser mimético de la realidad, nos recuerda a la labor de los realizadores de cine documental. Jean-Louis Comolli lo expresa admirablemente en estas palabras:
Al espectador de reconstrucciones se le ruega creer en los simulacros que se agencian como si fueran ‘verdaderos’ y pese a conocer su artificialidad. Aquí se nos ruega creer en un relato, en un conjunto de gestos, en un cuerpo de los que sabemos que son ‘verdaderos’, de creer en todo eso pese a toda certeza; de creer en ello aunque la realidad no deje dudas. (Comolli, 2016: 6) .
Volviendo al “malentendido” que señalaba Bazin, y pensando en Un tigre…, proponemos que en sentido estricto el cine no embalsama, no momifica, sino más bien taxidermiza, conservando apenas la imagen y el sonido, dejando abandonado al tiempo y a la muerte todo lo demás.
Cavell, como vimos, cuestiona la suposición de mímesis entre imagen fotográfica y prototipo. Ésta es, a medida que avanza la tecnología fotográfica y las técnicas de retoque digital, cada vez más insostenible. Por ello no sería justo plantear que ha sido un error de Bazin el otorgar a la fotografía la capacidad de reproducir las cosas así como son en la realidad. En su análisis, tan lúcido que vale la pena estudiarlo aún hoy, los planos cinematográficos revelan transparentemente la realidad, y es el montaje el que tiene la tarea de ocultar una parte de ella, construyendo un lenguaje cinematográfico que podríamos llamar narrativo. En una palabra, “el sentido no está en la imagen, es la sombra proyectada por el montaje sobre el plano de la consciencia del espectador” (Bazin, 2004: 84, cursiva en el original). Trasladado a la teoría del cine documental, el montaje sería para Bazin lo que transforma un documento en un documental.
En cuanto al montaje de Un tigre…, este efectivamente es aprovechado para construir sentido más allá de la mera reproducción de algo en el mundo. Lo hace engañando al espectador, logrando el achatamiento de algunos tiempos y una distinción con respecto de otros, que no sólo está en el montaje sino en el tratamiento de la imagen de archivo. Digamos en este momento que la película trabaja con cuatro tipos de registros de imagen y sonido: videos caseros de la familia, registro directo en la casa de Guillermo, registros de los dueños de mascotas, y entrevistas con Guillermo, los dueños de mascotas y la familia de Guillermo.
Así, los registros caseros son bastante transparentes, ya que tienen una textura distintiva otorgada por el deterioro natural de la cinta de VHS, y además casi todas tienen impresa en la pantalla la fecha. Ese es el pasado. En cambio, los registros que hacen los documentalistas a lo largo de los años utilizan el montaje paralelo para implicar, si no la simultaneidad (Bazin, 2004: 83), sí la contemporaneidad de las acciones que vemos. Los cambios visibles en la actitud y en la corporalidad de Guillermo, que a veces aparece más deteriorado que otras, caminando con bastón, trasladándose con dificultad, o con diversos cortes y colores de pelo. Esto dificulta que el espectador pueda recomponer la secuencia cronológica de los acontecimientos, aunque sabe (porque lo reconoce la esposa al principio de la película) que termina mal, que ese tiempo no se puede estirar indefinidamente, sino que tiene un final trágico, puntual, y definitivo. Una decisión de los directores fue la de conservar la imagen de la esposa de Guillermo apenas un plano muy breve; en cambio, su voz aparece en reiteradas oportunidades a lo largo de la película y es la única que hace referencia al hecho maldito de esta película que es que Guillermo se quitó su propia vida.
El montaje en Un tigre… desafía la máxima de Bazin por la cual éste “atribuye un único sentido al acontecimiento dramático” (2004: 95). Aquí lejos de darle un sentido a imágenes inconexas, como en el célebre experimento de Kuleshov, se desarticula la secuencia cronológica para trasladarle al espectador la tarea de crear su propio sentido. Esto se explica por la misma naturaleza del cine documental. Mientras que en el cine de ficción (o “dramático” en el sentido de puesta en escena) el autor intenta no traicionar la confianza del espectador que se esfuerza por “creer” en la realidad de lo que está viendo, en el documental la presunción de realidad es lo dado y el documentalista tiene la responsabilidad moral de demostrar por medio de diversas herramientas que esto no es así.
En ese sentido, el documentalista busca hacer cuestionar el realismo de lo dado. Si es verdad que “el cine se nos muestra como la realización en el tiempo de la objetividad fotográfica” (Bazin, 2004: 29), éste estilo de documental pretende criticar tal objetividad. Para ello introduce la ambigüedad, tanto a través del montaje como a partir de las propias palabras de Guillermo, que tiene una gran variedad de posturas diferentes acerca de la muerte y en particular de su propia existencia. No es descabellado pensar que la convivencia permanente con estos animales muertos y preservados lo haya forzado a preguntarse continuamente por esa problemática universal con que comenzamos esta reseña. Así, en cierto momento manifiesta su miedo de “morirme y que nadie se dé cuenta”, aunque antes (en el documental, no en la secuencia real de los planos) había confesado lo que su familia ya sabía: “no estoy contribuyendo a no morirme”. Estas declaraciones tan fuertes son distribuidas a lo largo del documental apenas sugiriendo que detrás de la pintoresca vida de Guillermo hay algo más oscuro. Al final de la película, el espectador queda con la sensación de que realmente no conoce a Guillermo, al Guillermo real, sino apenas a la piel que lo cubre. Él es el verdadero tigre arriba de la mesa.
Antes de terminar, nos gustaría intentar penetrar en las ideas más profundas, si no del protagonista, de los realizadores. Es que al nivel no del dispositivo sino de lo que Bazin llamaría la “psicología de la imagen”, hay en este documental una afirmación y una denuncia. Afirma lo que ya decía Cavell, que no hay una correspondencia exacta entre imagen y realidad. Lo hace tensionando el dispositivo documental, buscando dejar espacios para que el espectador construya sentido, haciendo transparentes algunas secuencias y deliberadamente oscureciendo otras. En una palabra, forzando a que el espectador reconozca el dispositivo y lo tenga presente, recordando a cada paso que lo que está viendo no es la realidad sino una narrativa creativa basada en la realidad.
La denuncia es de tipo filosófica y es que luchar contra el tiempo es inútil, que todos los intentos de hacerlo están destinados a fracasar, a apescadizarse como el gato que entregó Guillermo. De la misma forma, el cine puede ocultar la muerte, pero siempre permanece en el fuera de campo, acechando. En pocas palabras, podríamos decir que Un tigre arriba de la mesa es un valioso ensayo sobre la muerte y la permanencia, y que señala todo el tiempo que ambas no son incompatibles.
Bibliografía
Bazin, André, “Ontología de la imagen fotográfica”, “La evolución del lenguaje cinematográfico”, en ¿Qué es el cine?, Madrid, Ediciones RIALP, 2004.
Belting, Hans, Antropología de la imagen, Buenos Aires, Katz, 2007.
Cavell, Stanley, “El mundo visto. Reflexiones sobre la ontología del film”, trad. Soledad Pardo, Revista Cine Documental 11, 2015. Disponible en: http://revista.cinedocumental.com.ar/el-mundo-visto-reflexiones-sobre-la-ontologia-del-film/
Comolli, Jean-Louis, “El anti-espectador”, laFuga 8, 2016. Disponible en: http://2016.lafuga.cl/el-anti-espectador/331
Mitchell, W. J. T., “Cuatro conceptos fundamentales de la ciencia de la imagen”, en La ciencia de la imagen. Iconología, cultura visual y estética de los medios, Madrid, Akal, 2019.
Nichols, Bill, Introduction to documentary, Bloomington, Indiana University Press, 2001.