El duelo como arquitectura: La tragedia en The Brutalist

“Un estudio sobre cómo el dolor puede consumirnos y, a la vez, motivarnos a crear, dejando un legado que, aunque imperfecto, es profundamente humano.

Por Joaquín de Loredo

En The Brutalist, Brady Corbet aborda una narrativa ambiciosa que combina la tragedia personal con la crítica social, creando una obra que, aunque dispersa en su enfoque, logra transmitir la omnipresencia del duelo. La película explora las múltiples formas de pérdida—de la patria, la familia y la identidad—y cómo estas afectan a los individuos que intentan reconstruir sus vidas en un mundo indiferente. En el centro de esta narrativa se encuentran las interpretaciones matizadas de Adrien Brody y Guy Pearce, que ofrecen un retrato de dos hombres cuyas vidas están marcadas por un dolor ineludible y profundamente arraigado. La película abre con una “Obertura”, un gesto hacia una estructura sinfónica que nunca llega a materializarse del todo. En una escena inicial de atmósfera opresiva, vemos al protagonista, László Toth (Brody), un arquitecto húngaro-judío y sobreviviente del Holocausto, enfrentarse al desafío de una nueva vida en Estados Unidos. Desde los oscuros confines de un barco abarrotado hasta su llegada al puerto de Nueva York, la cámara de Corbet oscila frenéticamente, subrayando tanto la desorientación como la esperanza. La referencia visual a El Padrino: Parte II es evidente, pero aquí se tiñe de una ironía amarga: América, presentada como tierra de libertad, pronto se revela como un espacio donde impera la corrupción y el capitalismo voraz.

László se instala en Filadelfia con su primo Attila (Alessandro Nivola), quien ha adoptado una identidad asimilada, cambiando su apellido por “Miller” y casándose con una mujer no judía. En un pequeño taller de muebles, László demuestra su formación en la Bauhaus al diseñar piezas modernas que pronto atraen a una clientela más sofisticada. Entre ellos, Harrison Lee Van Buren (Guy Pearce), un industrialista cuya relación con László será central en el desarrollo de la trama. Harrison encarga a László la creación de un centro cultural en honor a su madre fallecida, una tarea que representa tanto una oportunidad como una carga emocional para el protagonista. La película, con una duración cercana a las cuatro horas, está repleta de detalles históricos y culturales, desde transmisiones radiales sobre la posguerra hasta imágenes de archivo que evocan la industria del acero en Pensilvania. Sin embargo, esta densidad a menudo parece servir más como adorno que como elemento narrativo cohesivo, dejando la sensación de un collage de referencias que no siempre encuentra un hilo conductor.

En el corazón de The Brutalist reside el duelo, una fuerza omnipresente que define a sus personajes y motiva sus acciones. Corbet se esfuerza por capturar la magnitud de este sentimiento, que, como señaló Heidegger, es algo “impending”—una presencia constante que, aunque intangible, domina la existencia de quienes la padecen. László canaliza su dolor en la arquitectura, utilizando su obra como un medio para confrontar y sublimar su experiencia del Holocausto. Sin embargo, este proceso tiene un alto costo, alejándolo de su esposa Erzsébet (Felicity Jones) y llevándolo a un estado de aislamiento emocional.

Erzsébet, por su parte, lucha por mantener una conexión con su marido mientras enfrenta las propias dificultades de su exilio. Jones interpreta al personaje con un acento deliberadamente marcado, que acentúa su sensación de desarraigo y su lucha por encontrar un lugar en un entorno hostil. Aunque la película insinúa la posibilidad de un romance entre Erzsébet y Harrison, esta subtrama queda sin desarrollar, como muchas de las ideas que Corbet introduce pero abandona rápidamente.

A medida que avanza, The Brutalist profundiza en los temas de la diáspora judía y el antisemitismo, aunque de manera fragmentaria. Un momento destacado es una escena de sobremesa en la que László defiende apasionadamente el valor de la diáspora frente a un familiar que planea emigrar a Israel. Esta declaración, sin embargo, no se explora más allá de ese instante, dejando al espectador con más preguntas que respuestas sobre las perspectivas y emociones de los personajes en relación con su estado de exilio.

La relación entre László y Harrison constituye uno de los ejes más interesantes de la película, representando una dinámica compleja entre el artista y su mecenas. Harrison, con su fachada de sofisticación y poder, oculta un núcleo de inseguridad y duelo que Pearce comunica magistralmente a través de matices sutiles en su actuación. Mientras tanto, László, inicialmente sumiso, desarrolla una amargura y un resentimiento palpables, reflejados en la creciente intensidad de la actuación de Brody.

El clímax de la película, marcado por un acto de violencia simbólica, subraya la tensión entre estos dos personajes y su lucha por reconciliar sus respectivas pérdidas. Sin embargo, como ocurre con otras partes de la narrativa, esta confrontación carece de la profundidad necesaria para tener un impacto duradero.

La conclusión de The Brutalist en la Bienal de Arquitectura de Venecia de 1980, donde se celebra retrospectivamente la obra de László, intenta cerrar el círculo temático de la película al conectar su arte con su experiencia del Holocausto. Sin embargo, esta revelación final, aunque emotiva, se siente un tanto predecible, reforzando una idea ya evidente a lo largo de la película: el pasado, para László, siempre está presente. Pese a sus fallas en la cohesión narrativa, The Brutalist destaca por sus interpretaciones y su capacidad para transmitir la enormidad del duelo. Brody y Pearce ofrecen un contrapunto emocional que mantiene al espectador comprometido, incluso cuando la trama divaga, un estudio sobre cómo el dolor puede consumirnos y, a la vez, motivarnos a crear, dejando un legado que, aunque imperfecto, es profundamente humano.