El escenario rural no es un mero decorado. Como ocurre en buena parte del cine de Guiraudie, el entorno físico tiene una densidad propia. Aquí, los bosques, las casas de piedra, los caminos entre la niebla, no solo acompañan la acción, sino que la determinan. Los personajes parecen pertenecer a ese paisaje tanto como al relato; se mueven como si los empujara la propia tierra, como si la geografía dictara también las emociones. El campo no es un refugio idílico, sino un lugar donde el tiempo se ha torcido ligeramente, donde las cosas se repiten y se deforman, y donde la normalidad es solo una capa que puede desprenderse con un gesto. Y en ese mundo ligeramente desplazado, aparece también la figura del sacerdote, que lejos de encarnar la autoridad moral tradicional, se presenta como un personaje ambiguo, afectado por las mismas pasiones que todos los demás. Su rol no es guiar, sino acompañar en el desconcierto, justificando incluso lo injustificable. Su noción de la misericordia –ese principio cristiano que da título a la película– no parece nacer de la piedad sino de la conveniencia. Pero eso no la invalida: al contrario, la vuelve humana, demasiado humana. Es quizás ahí donde el film encuentra su mayor potencia: en mostrar cómo incluso las ideas más elevadas pueden ser apropiadas por nuestras necesidades más bajas, sin que eso las vuelva menos reales.
La muerte funciona como disparador, pero no como centro. No hay aquí una investigación clásica, ni un duelo genuino. La muerte es apenas un umbral, una excusa para que se revelen otros conflictos más subterráneos, más antiguos. La violencia que se insinúa no estalla de forma grandilocuente, sino que se filtra poco a poco, hasta convertirse en parte del paisaje, en una normalidad secreta. No hay catarsis, ni justicia, ni resolución final. Lo que queda es una sensación incómoda, y al mismo tiempo una rara alegría: la de haber visto algo que escapa al control, que no se deja domar por las expectativas narrativas. El humor, siempre presente, no es un alivio sino una forma de tensión. La película no busca provocar la risa fácil, sino ese tipo de sonrisa que se escapa cuando uno no sabe bien cómo reaccionar. En muchos momentos, uno tiene la impresión de que los personajes están al borde de romper en carcajadas, como si supieran que todo esto es demasiado absurdo, demasiado ridículo para ser tomado en serio. Y sin embargo, lo hacen. Lo actúan con una convicción tan frágil que termina siendo profundamente conmovedora.
Tal vez esa sea la clave para entender Misericordia: no hay aquí una verdad que se imponga, ni una interpretación que cierre el relato. Lo que hay es una serie de situaciones que se tocan, se deforman, se contradicen, pero que construyen una experiencia única. El espectador no es guiado por una línea recta, sino invitado a perderse, a aceptar el desconcierto como forma de lectura. Guiraudie, con su estilo seco y burlón, parece disfrutar de ese desvío. No busca provocar por el simple gusto de hacerlo, sino porque cree que solo en el extrañamiento aparece lo genuino. Su cine no es escandaloso; es escurridizo. Y es en esa fuga donde encuentra su política, su ternura y su ironía.
¿Qué es entonces la misericordia en este mundo? ¿Un acto de compasión o una estrategia de supervivencia? ¿Una forma de amor o una manera de encubrir el deseo? La película no lo dice, y quizás no quiera decirlo. Pero sí sugiere que, en el fondo, todos los personajes, y tal vez nosotros también, están buscando una forma de ser perdonados. No por haber hecho algo malo, sino simplemente por haber deseado.