Por Verónica Bergner.
El árbol (2006)
Dos árboles, una casa, un reloj, una pareja, la lluvia, vidas. Un árbol verde y firme, otro seco, ¿muerto?. Una casa, un patio que barre Mary, una lámpara que se rompe y que Julio arregla. Vidas largamente compartidas: en pareja, en familia, en una misma casa, en una misma vereda, con los mismos dos árboles. El vaivén del péndulo del reloj. La reunión en familia, hormiguero de generaciones; los niños que se disfrazan, que inventan vidas, que resuenan las risas de otras vidas. Intensidades luminosas que caminan la casa. El patio que barre Mary, ¿el árbol está muerto?. Julio que levanta hojas secas, que las quema y que no, que ese árbol vive todavía. El arrorró del reloj. Mary que abre las cortinas. Lista de nombres, de muertos, de fantasmas que habitan la casa. Julio que revisa sus lentes, distintos aumentos, distintas perspectivas. Texturas que se detallan, que invitan a la pausa, a transformar la percepción de un mundo. Una casa, Mary que hace la sopa, ¿el árbol está muerto?. Julio que se sienta a comer la sopa, y que no piensa hacer nada con ese árbol. Lo plantó cuando nació un hijo. La lluvia, las gotas babosas del vidrio que laten formas. Julio que las mira, y un brote, otra planta, otra vida. Mary que cierra las cortinas. Reencuentros fraternos con anís. Lista de nombres que recopilan otras vidas. El humo de más hojas que borronea el rostro de Julio. El agua de balde que invade el patio, y Mary que barre, que modifica el diagrama de su país. El baile regular del péndulo. La noche, Mary y Julio que duermen. Sueños que distorsionan, que juegan con la memoria para amasar vidas. Los rugidos de una lluvia. ¿El árbol vive todavía?
La rutina que asienta el presente. La repetición cotidiana que marca el pulso del tiempo que nunca se cansa. Primeros planos que sostienen una mirada extrañada. La ternura que contiene una inevitable melancolía. La vida. La muerte. El fuego. Los fantasmas. Las fantasías. Los objetos y las acciones que trazan las huellas de dos vidas: una pareja, una casa con dos árboles y un reloj.
Elegía de abril (2010)
¿Cómo recibir el ímpetu de un libro que se despacha con una nube de polvo condensada durante cincuenta años de espera?
¿Cómo encarar las primeras miradas en aquella cita pospuesta?
¿Cuántas tazas de té de hierbas podrán endulzar la voz para pronunciar las primeras palabras?
¿Cómo capturar las distintas reacciones de los hijos de un poeta, y de su joven nieto?
¿Cómo metabolizar la herencia?
Las indeterminaciones proliferan ante Elegía de Abril. El desdoblamiento de los personajes y de la ficción misma explicita la dificultad de abordar un objeto inquisidor, y sus efectos colaterales. La cita en falta inquieta, silencia y sacude a quienes se preparan para asistir a ella. El presente se sabe soberano la mayor parte del film, ensanchando a cada instante su volumen por múltiples construcciones que intentan desvíos, recuerdos, relatos, gestos, planos, golpes, decisiones, caminatas… Pero finalmente, el encuentro se revela involuntario ante el movimiento azaroso, catalizador de un espacio donde la forma informe actúa en su flujo imaginario, sensorial, fantasmático: un festín de luces y sombras diluye el lamento que sugiere el título: la reflexión sobre el paso del tiempo; repentinamente, imágenes y sonidos de un más allá no hacen otra cosa que hacer tangible ese más acá buscado, íntimo y familiar.
La casa (2012)
Una casa se descubre palimpsesto, contenedora de restos yuxtapuestos: surcos de vidas que fueron marcando sus paredes, hundiendo sus pisos, perfumando sus cuartos, musicalizando su espacio. El registro de la cámara es vaporoso y fragmentario; curioso por investigar cada grieta que abre un mundo anterior, ya cansino, pero deseoso de honrar un recuerdo dando su último gran respiro. Las aberturas marcan un límite definido, un afuera chismoso y atento al derrumbe que borrará por siempre ese entramado de pliegues infinito.
La casa cierra un ciclo de tres películas –El árbol y Elegía de abril– de manera radical, a través de una experiencia un tanto acuática, un desplazamiento entre distintas corrientes temporales que atraviesan una morada habitada, amada y soñada. En este viaje no es posible tirar el ancla, la invitación es clara: suspenderse entre distintos dispositivos sensoriales que sugieren tramos de historias tan potentes como difusos, que constantemente se repliegan y reflejan otros ramales para recorrer. Pero como en todo ciclo vital, la muerte no tarda en llegar. Una violenta demolición ira cascando cada rincón tantas veces habitado, amado y soñado. Una topadora aplana todos los tiempos y espacios, convirtiéndolos en un único desierto de polvo. El vació necesario para levantar cabeza y volver a empezar con otros árboles, otras vidas, otras casas.