“¿Puede algo ser verdaderamente sagrado en un mundo donde todo tiene un precio?“
Desde sus primeros fotogramas, La chimera, de Alice Rohrwacher, nos sumerge en una narrativa cargada de simbolismo y contradicciones. A diferencia de sus trabajos previos como Corpo celeste (2011), Le meraviglie (2014) o Happy as Lazzaro (2018), donde la penumbra y la noche abrían paso a relatos de iluminación y búsqueda, esta obra comienza bajo la luz inclemente del sol. Este cambio en la iluminación no es meramente estético, sino que funciona como un presagio de la crudeza y ambigüedad moral que atraviesan la historia y sus personajes.
Arthur (Josh O’Connor), un arqueólogo inglés recién salido de prisión, es nuestro guía en esta travesía. Desde el inicio, lo vemos atrapado entre dos mundos: el de los vivos y el de los muertos. Como miembro de un grupo de tombaroli—los saqueadores de tumbas que profanan los sepulcros etruscos para vender sus tesoros en el mercado negro—Arthur representa tanto la atracción como la contradicción de su oficio. La película juega con su carácter ambiguo, presentándolo como un ser perdido, casi fantasmal, que busca redimirse a través de un imposible: el regreso de su amada perdida, Beniamina.
Los tombaroli en La chimera son más que meros ladrones. Son personajes que operan en los márgenes, desafiando tanto las leyes como las normas sociales, y se convierten en figuras liminales que transitan entre el pasado y el presente, la oscuridad y la luz. En una escena particularmente evocadora, la luz del sol penetra en una tumba saqueada, iluminando partículas de polvo suspendidas en el aire. Este momento parece encapsular el espíritu de la película: todo lo sólido se disuelve en el aire, todo lo sagrado es profanado. Rohrwacher usa esta transgresión para explorar la desconexión entre el valor intrínseco de la cultura y su explotación mercantil. El saqueo de tumbas en Italia no es solo una actividad clandestina, sino un reflejo de un sistema más amplio de apropiación cultural. Desde 1909, las leyes italianas han declarado propiedad estatal cualquier objeto de valor cultural encontrado en su suelo, convirtiéndolos en símbolos tanto de orgullo nacional como de conflicto. La inclusión de la figura de Spartaco, una traficante sofisticada y ambigua, subraya esta dualidad. Ella representa la cúspide de un sistema que mercantiliza el pasado, vendiendo artefactos cargados de historia a un público global obsesionado con poseer lo inalcanzable. Rohrwacher, sin embargo, no se detiene en un juicio moral simplista.
A través de la fotografía de Hélène Louvart, que alterna entre 35 mm y 16 mm, y la yuxtaposición de secuencias aceleradas que recuerdan el cine mudo, la directora nos recuerda que el pasado no es solo un hecho, sino también una construcción estética. La ambientación de los años 80 refuerza esta sensación de fluidez temporal, creando un espacio donde la historia se siente tanto tangible como ilusoria. Entre la crudeza de los tombaroli y la sofisticación calculada de Spartaco, aparece Italia (Carol Duarte), un personaje que encarna una forma diferente de resistencia. En un acto de apropiación simbólica, Italia transforma una estación de tren abandonada en un refugio comunitario, un espacio donde las necesidades básicas se satisfacen sin transacciones ni jerarquías. Este gesto, aunque pequeño, ofrece un atisbo de esperanza frente al sistema de explotación que domina tanto a los vivos como a los muertos. Arthur, por su parte, es una figura trágica. Aunque posee un don aparentemente divino para localizar tumbas, su papel como extranjero le impide pertenecer realmente al mundo de los tombaroli.
Su búsqueda de sacralidad en un mundo desencantado lo lleva a traicionar a sus camaradas y a sí mismo, culminando en un destino que lo encierra en la oscuridad. En un giro final, Arthur persigue un rayo de sol que se cuela en la cripta donde yace, una metáfora de la quimera que da título a la película: un deseo inalcanzable, una ilusión que, como todo lo sólido, se disuelve en el aire. La chimera no solo es una exploración de la memoria y el saqueo, sino también una meditación sobre cómo las sociedades asignan valor a su patrimonio. Al igual que los artefactos robados por los tombaroli, la cultura se convierte en un bien cuya “estimación” depende de los caprichos de los poderosos. Rohrwacher, con su estilo distintivo que combina fábula y realismo, plantea una pregunta inquietante: ¿puede algo ser verdaderamente sagrado en un mundo donde todo tiene un precio?