“Harvest es una obra que desafía a mirar más allá de la superficie, a cuestionar la lógica de la propiedad y la pertenencia. Con su mirada afilada y su dominio del lenguaje cinematográfico, Athina Rachel Tsangari entrega un relato que es tanto un lamento por lo perdido como una advertencia sobre lo que está por venir.“
Los primeros compases de Harvest están marcados por una suerte de impresionismo lírico a través del que Athina Rachel Tsangari nos sumerge en un mundo en plena transformación. Desde los tiempos de Attenberg (2010), la cineasta griega ha desarrollado un lenguaje fílmico que, con cada nueva obra, refina su mirada sobre las dinámicas del poder, la identidad y la alienación. Si en su ópera prima exploraba la dimensión animal del ser humano a través de una protagonista fascinada por los documentales de naturaleza, Harvest se adentra en una reflexión sobre la propiedad, la otredad y la violencia implícita en la construcción de las sociedades.
Basada en la novela homónima de Jim Crace, la película se sitúa en un remoto poblado inglés de tiempos indeterminados, donde la llegada de tres forasteros –dos hombres y una mujer, visiblemente de piel oscura– desata una espiral de desconfianza y persecución. Aunque los recién llegados no son los responsables del incendio que devasta un establo en el centro de la aldea, la comunidad encuentra en ellos los chivos expiatorios ideales. Así, bajo la mirada ambigua del maestro Kent (Harry Melling), los extranjeros son sometidos a humillaciones públicas que oscilan entre la justicia primitiva y el castigo ritual.
A lo largo de su filmografía, Tsangari ha demostrado una habilidad singular para transformar lo cotidiano en algo profundamente simbólico. En Harvest, su exploración de la violencia estructural y la dinámica del poder resuena con ecos de The Wicker Man (1973) y las tragedias de Arthur Miller. La película sugiere una alegoría de los despejamientos de tierras en las Highlands escocesas, cuando los terratenientes expulsaban a los campesinos en nombre del progreso. En este sentido, la trama se despliega como una reflexión sobre los ciclos históricos de expulsión y acaparamiento, en los que los más vulnerables siempre terminan pagando el precio de los cambios que otros impulsan.
La fotografía de Sean Price Williams captura con maestría un mundo en el umbral de la desintegración. La belleza agreste de los paisajes contrasta con la brutalidad de los actos cometidos en su seno, generando una tensión constante entre lo sublime y lo atroz. En este entorno, la figura del cartógrafo Earle (Arinzé Kene) adquiere un peso simbólico particular: al asignar nombres a los territorios que recorre, participa sin saberlo en el proceso de borrado y apropiación. Su presencia resalta la dimensión colonial del relato, donde el acto de nombrar es también un acto de posesión.
El reparto, encabezado por Caleb Landry Jones en el papel de Walter Thirsk, ofrece interpretaciones cargadas de matices. Walter, un hombre atrapado entre su lealtad a la comunidad y su compasión por los forasteros, encarna la fragilidad del individuo ante las fuerzas del destino. Su mano quemada se convierte en una metáfora de su impotencia, una marca indeleble de su incapacidad para proteger lo que ama. Del mismo modo, el personaje de Edmund Jordan (Frank Dillane) representa el rostro implacable del poder económico, con su discurso de modernización que encubre una voluntad despiadada de dominación.
Más allá de su estructura clásica, Harvest se inscribe en la tradición de un cine de resistencia que utiliza la ficción para confrontar realidades históricas y contemporáneas. La película nos recuerda que la violencia contra los marginados no es un fenómeno aislado, sino un mecanismo recurrente en la construcción de comunidades cerradas. Tsangari, con su característico humor mordaz y su precisión estilística, no se limita a narrar una historia de injusticia: nos invita a reconocer los ecos de esta en nuestro presente.
En su paso por festivales, Harvest ha suscitado debates sobre la aparente obviedad de su denuncia. Sin embargo, la película se sostiene en su capacidad para generar incomodidad, en su retrato sin concesiones de una sociedad que se aferra a la tradición como excusa para la exclusión. Tsangari demuestra una vez más que el cine puede ser a la vez un ejercicio de memoria y una llamada a la acción, un espacio donde las historias del pasado resuenan con las urgencias del presente.
Harvest es una obra que desafía a mirar más allá de la superficie, a cuestionar la lógica de la propiedad y la pertenencia. Con su mirada afilada y su dominio del lenguaje cinematográfico, Athina Rachel Tsangari entrega un relato que es tanto un lamento por lo perdido como una advertencia sobre lo que está por venir.