Declararse un inocente. Sobre Simón de la montaña, de Federico Luis

“¿Cómo crecer privado de un horizonte o con uno tan exiguo que es preferible no ver? ¿Qué pesadillas acompañan la pérdida indefectible que significa el paso a la adultez? Y, ¿en qué punto el deseo desesperado de salvación se asemeja a la locura?”

Por Felipe Mendez Casariego

Simón de la montaña, la ópera prima en solitario de Federico Luis, es una película singular. Sin un aparente árbol genealógico dentro del cine argentino, se erige robusta en la aridez de los Andes tocando las fibras sensibles de un presente donde el futuro es abismal. ¿Cómo crecer privado de un horizonte o con uno tan exiguo que es preferible no ver? ¿Qué pesadillas acompañan la pérdida indefectible que significa el paso a la adultez? Y, ¿en qué punto el deseo desesperado de salvación se asemeja a la locura? Uno sobre otro se acumulan los interrogantes en una obra que se vuelve más sofocante a medida que se desarrolla su trama.

Interpretado por Lorenzo Ferro, Simón es un joven-niño de veintiún años que vive al pie de la Cordillera de los Andes, entre cabañas humildes que se sacuden con cada paso del viento Zonda y bajo un techo que ya no guarda espacio para él. Su presente, en el que se desliza a la deriva, tiene poco para ofrecer y el único color de sus días lo aporta un grupo de discapacitados con los que comienza a pasar sus tiempos libres. Con ellos Simón es uno más, juega y se divierte entre actividades, excursiones y talleres organizados por el Estado provincial. Pero para concretar su inserción necesita un certificado de discapacidad que lo exima de un irremediable futuro consagrado al trabajo.

Su guía en este viaje que lo transforma por entero es Pehuén (Pehuén Pedre), uno de los jóvenes certificados que actúa para él como profesor de teatro pero también como revelador de las oscuridades del mundo. Así, Los idiotas de Von Trier o Hamlet de Shakespeare se presentan en Simón de la montaña como citas internas que insertan a la película en una genealogía particular donde la simulación de la discapacidad se ofrece como salvación. Sin embargo, a diferencia de los protagonistas de estas referencias culturales, Simón no es más que un niño y ésto sumerge al relato en las tinieblas. Aquello que lo lleva a abandonarlo todo, a perder el interés en lo que el mundo tiene para brindarle, es inefable y opaca la claridad reconfortante de la simulación para hacer de su pasaje un descenso cada vez más opresivo.

Lo performativo como engaño es desmontado en la película de Federico Luis desde su cautivadora secuencia inicial. En medio de la montaña, Pehuén le indica a Simón cómo pasar el examen psicológico mientras juegan y corren. La cámara los persigue, busca formar parte del grupo de discapacitados al igual que lo intenta su protagonista, hasta que el viento Zonda los sorprende y sumerge en el terror. En el miedo, Simón se integra. No hay simulación en su pérdida de claridad ni en su incapacidad de subir al pedestal como un Simón buñueliano para acceder a un poco de señal telefónica y así salvarlos a todos. Ferro contiene en su interpretación esta apertura que hace a su personaje artífice y víctima de una transformación, actor y espectador de un cambio identitario que lo desborda.

Simón de la montaña es una película singular porque hace de la particular transformación de su protagonista una fábula moderna sobre las posibilidades de determinar el propio destino. La enigmática psiquis de su protagonista resulta atrapante en la medida que echa raíces en las ansiedades contemporáneas o en tanto que supera las extravagancias del argumento para reverberar en el presente. Únicamente a partir de esta caja negra con sus propias reglas, y una propuesta estética que le da aire, la película crece aceleradamente dejando a su paso una diversidad de imágenes incómodas y provocadoras de un desbordante impulso indagatorio que encuentra en ellas sólo interrogantes.