“Pinceladas finas”
Por Javier Grinstein
Dominga Sotomayor ya tenía el guión de su ópera prima listo. Le venía costando trabajo conseguir el financiamiento necesario para poder ejecutarlo, pero estaba impulsada por la excelente repercusión que habían tenido sus cortometrajes en festivales. La historia es la de una familia tipo de Chile que parte hacia el norte del país, en unas breves vacaciones de cinco días: una road movie. ¿Qué tiene de nuevo Dominga para aportar al género?
La directora volvió a apostar por trabajar con niños. Por niños sin experiencia en actuación. Decidió no adelantarles nada del guión. También se propuso filmar de forma cronológica, y situar la voz del relato mediante la percepción de Lucía, la hija mayor de la familia.
De jueves a domingo se va destejiendo lentamente a través de la sensibilidad de esta niña de diez años que va traduciendo la sutil tensión que hay entre sus padres en una inminente separación y consecuente despedida. Y aquí, más que nunca, nuestra reacción ante lo que se va desmembrando es tan genuina y cercana como la de ella.
Para construir esta mirada nostálgica, fragmentada, confundida, pero atenta, la directora chilena optó por llamar a una directora de fotografía uruguaya. Una que ya contaba con una experiencia interesante: Bárbara Álvarez había ya hecho la fotografía de Whisky (2004) para Stoll y Rebella, y la de La mujer sin cabeza (2008) para Lucrecia Martel. En su trabajo, Bárbara ya había experimentado con planos fragmentados, en los cuales nuestra atención está mucho menos dirigida, y la tensión entre distintos puntos nos produce la sensación de distancia y confusión entre realidades cercanas; sobre todo al filmar escenas sobre vehículos, donde transcurre la mayor parte de esta cinta.
Desde el primer plano, ya está la clave con la que nos van a contar la gran parte de esta historia. Hay un “cerca” donde vemos frazadas cubriendo el cuerpo de un niño dormido y, a través de una ventana y un “lejos” donde los padres entran y salen de la casa cargando un auto. Luego, será un “cerca” dentro del auto, mientras hay un “lejos” fuera del mismo. A lo largo de la cinta, esta construcción dual se dará de un lado y el otro de un río, o dentro de una estación de servicios y el reflejo de sus vidrios, o donde están los adultos y donde están los niños.
La percepción curiosa de Lucía también puede abordar el mundo de los adultos, pero lo entiende solo parcialmente. Al igual que nosotros. Esa fragmentación que separa dos cosas toma también la forma de separación, o de herida: es eso lo que deviene de este viaje.
Desde temprano en el relato —y se sostendrá en varias otras ocasiones— Lucía queda sola. Ella anda descalza y va endureciendo la planta de sus pies. Cuando queda sola, y el punto de fuga donde existía el mundo de los adultos se vacía, podemos percibir con mucha cercanía ese desamparo. Paola Giannini, la niña que interpreta a Lucía, que no sabe qué tiene que hacer cuando esto sucede; no está desahuciada, no llora, no se desespera. No hace falta: su reacción es de endurecimiento. Cada vez espera con menos ansiedad esa atención necesaria para cualquier niño.
De jueves a domingo también tiene ingredientes de coming of age. A esta soledad inminente para la que el viaje prepara a Lucía, se le suma como símbolo el aprender a manejar. En el extremo opuesto de este concepto está su hermanito, que opera como una constante molestia, como un constante golpeteo. Y está el detalle del momento en el que insiste en jugar a ser su esclavo: mientras Lucía está dando los primeros pasos en su autonomía, el otro aún necesita más límites y demandas.
El relato puede funcionar como recuerdo, como repaso de esa separación y de sus razones. A eso se deben esas pinceladas finas con las que Dominga Sotomayor construye a estos miembros de una clase media aspiracional, inconforme, que está constantemente midiendo su potencia. Un hombre que no quiere comparar su auto con otro de mayor valor, que está obsesionado con un pedazo de tierra en medio del desierto; una mujer que se enfoca en su supuesta carencia de juventud; la discusión por si la empleada doméstica había robado las perlas de su madre o no, y si deben despedirla por eso. La película parece darnos más pistas en torno a la separación como una práctica de clase, causada por las insatisfacciones propias de la burguesía. Pero esto quizás sea por lo poco que se devela de ese vínculo ya roto.
El paisaje es una obvio reflejo de esta situación. A medida que la imagen es más desértica, vacía y estéril, más queda evidenciada la inevitable separación. No es nada azaroso el destino final de ese viaje, esa parcela, propiedad del padre, donde él puede proyectar algo, pero que nosotros, desde los ojos de Lucía, no podemos ver nada.
Dos secuencias en particular llaman poderosamente la atención, porque rompen con la liviandad con la que viajamos junto a esta familia. La directora prioriza la tensión compositiva sobre la narrativa: nuestros personajes no corren riesgos, ni mayores displaceres, incluso cuando quedan solos o cuando los niños viajan por la ruta en la parrilla encima del techo. El riesgo existe, pero no está retratado.
En una secuencia, el padre roba unas paltas de una árbol que sobresale de una propiedad. Cuando escuchamos unos tiros, el padre está ya de vuelta sobre el vehículo sano y salvo. En otra secuencia, en la que más vale la pena detenerse, la familia está acampando. Ya se nos presentó a Jorge, un viejo amigo de Ana, y a su hijo. Ya se nos insinuó el palpable interés sexual de Ana por Jorge, y la poca atención que el padre les presta. Nada de esto devino en tensión manifiesta. La escena empieza con Lucía que sale de la carpa para orinar afuera, sola, en la oscuridad del camping. Luego, a esto que ya constituye una imagen con tensión intrínseca, se le suma rápidamente que Lucía escucha los gemidos de su madre. Pero ¿con quién está teniendo sexo? Para colmo de la confusión a esto, se le suma el sonido amenazante de un cerdo entre los arbustos. La madre aparece, vuelven a la carpa, se acuestan a salvo. El riesgo nuevamente pasa, queda la sensación.
Para terminar, quiero hacer una salvedad sobre el final. Si un relato sobre un viaje, sobre una niña madurando, sobre una separación, puede cobrar forma es en forma de duelo. Y si el relato nos propone avanzar en forma de espiral, para entender mejor la porción de un pasado en el que está condensado el sentido de algo que dejó una marca, una opción, quizás la más provechosa, es ir develando lo insoportable hasta poder hacerlo carne y seguir adelante. Entender —sobre todo el entender de la emoción y el sentido— muy pocas veces tiene que ver con informaciones, con giros y cambios de trama.
Si De jueves a domingo es una película sobre un despedida, y entendemos junto a Lucía —algunos más temprano, otros más tarde— que sus padres se están separando, necesitamos un momento en el que esa información sea develada. No para descubrirla y confirmarla: para hacerla carne. De otra forma, como efectivamente sucede en el relato, lo que nos termina contando la película es que Lucía sigue ahí, en ese desierto. Aunque su padre se haya mudado y ella tenga, aparentemente, las plantas de sus pies engrosadas, lo único que nos queda a nosotros es la confusión. La despedida que se suponía oculta desde un principio en esas vacaciones familiares, para nosotros, en términos estéticos, nunca sucedió ⚫
Titulo: De jueves a domingo
Año: 2012
País: Chile
Director: Dominga Sotomayor