“¿Dónde viven las sombras?”
Por Miguel Peirotti.
La connivencia del mundo psíquico y sus subterfugios hacia el plano de lo físico es algo que los psicólogos y los psiquiatras suponen que dominan como druidas cientificistas pero, realmente, ¿quién demonios tiene la posta de todo esto? Ni el maestro David Lynch, que ya es decir mucho o más que mucho. Prefiero escuchar a los cineastas, que se arriesgan a especular con hipótesis retorcidas y difusas pero honestas a su modo y divertidas, a coquetear con el mundo de la magia, con la factibilidad de lo imposible y otras paradojas. Y hay una diferencia sustancial a su favor: no necesitamos creerles. Que nadie crea que lo que cuenta Anthony Scott Burns en Come True es real. Ya saben: no importa. Lo que importa es que en su segunda película (superior a su opera prima paranormal para normales adeptos al terror, Our House, del 2018) Scott Burns sube el precio de la apuesta y nos arrastra por el ejido multidimensional de los sueños, las ensoñaciones, las vigilias y los falsos desvelos con una protagonista que sobresale y al hacerlo dignifica lo que Burns cumple: una hora y media en la que nuestra atención es mantenida vilo.
Como estrategia dramática, Scott Burns empieza la película limitando el punto de vista a uno de los personajes, Sarah, la protagonista, una chica joven que se ha fugado de su casa y está podrida de dormir en la calle. Esta limitación de nuestra perspectiva solamente nos permite acceder a fragmentos de la información que necesitamos para resolver el acertijo argumental, pero aceptamos esa falencia como aceptaríamos las reglas de un juego que nos va a llevar a otra parte, en este caso, al lugar que responde a los intereses del relato de Scott Burns, que a su vez encierran un desenlace verdaderamente inhóspito. Esto –la subjetividad acotada– dura poco. La omnisciencia de la cámara asoma su cabeza a los pocos minutos, cuando Sarah acepta participar de un estudio secreto sobre el sueño por el que un laboratorio le pagará un buen billete.
Esta changa misteriosa que acepta pondrá a Sarah en una situación quizás superadora en lo económico pero fracasada en el intento de recuperar su estabilidad mental. Cuando empiece a percibir y luego concretamente a ver un grupo de sombras antropomorfas que se cuelan en la diégesis de los monitores que controlan las reverberaciones de su cerebro, el ambiente antiséptico del laboratorio donde duerme y sueña y sus sueños son estudiados se tornará en una prisión menos amable y bastante inquietante. Sólo decir que el cameo en una sala de cine de La noche de los muertos vivientes (1968) de George A. Romero aporta una pista que es apenas discernible al final, un final atado a la tendencia de tener que sorprender para poder escapar de la fuerza centrífuga de un argumento soso.
Come True transcurre en espacios cerrados y en espacios abiertos pero aun así, otro de los méritos de Scott Burns es su sujeción del encuadre a un tiempo mayoritariamente dedicado al rostro de Sarah en primer plano: ojos cristalinos, cejas tristes, piel nívea, facciones redondeadas de elfo urbano; un candor impecable, explotable hasta el final, dueño de una mirada de ángel que complicará la intención de quiénes no sientan la necesidad de identificarse con el personaje. Sería una exageración decir que Scott Burns no necesita nada más que ese rostro inocente para desarrollar su personaje porque hay un factor onírico y en los sueños del cine las sensaciones se congregan en las expresiones faciales, algo que Hitchcock nos explicó lógicamente mejor. Come True se aleja bastante de mi idea de buena película de terror, pero quizás mi idea necesite una renovación. O a lo mejor esta película no es de terror, y no necesita disculparse por ser otra cosa, algo de suspenso simplemente, por ejemplo. En la actualidad todos se suben al carro del terror. Los cinéfilos más devocionales y los teóricos más epistemológicos solían quejarse de películas como estas, pero recientemente el panorama crítico se ha mixturado con gacetillas y difusores y la vida continúa mientras el cine de género se aquieta y endurece sus articulaciones, a pesar de las olas que intentan levantar autores en formación como Scott Burns, cuyo estilo lo sabremos apreciar mejor en sus próximas películas (por ahora es limitado pero específico, primigenio pero con la justa arrogancia).
El sedentarismo intelectual no obstante no ha logrado impedir que, como ocurre a veces, los cineastas impersonales o incluso desechables puedan entregar productos que provoquen un cismo teórico, de escala inofensiva pero cismo al cabo. Come True no creará un cismo ni un sisma porque no es original, es: una película construida con respeto, automatizada en sus influencias (otra vez los ochentas, la música synthwave, que me encanta, pero…) e imprevistamente melancólica en su respiración. Hablamos de una experiencia estética que permite el juego vívido del espectador, lo deja internalizar la angustia y abrir los ojos a la región del olvido donde la consciencia colectiva recopila los miedos más insondables, los que capturan nuestra atención jadeante y aterrada.
Titulo: Come True
Año: 2020
País: Canada
Director: Anthony Scott Burns