Por Mauro Lukasievicz
(Publicado originalmente en Revista Caligari Año 1 – Número 1)
La carta de presentación de Lucía Ravanelli fue David, cortometraje que se estrenó en el 2015. David es un breve documental sobre un músico de rock callejero a quien descubrió en sus viajes diarios en el tren Sarmiento. Años atrás, David se había quedado sin trabajo y, ante la impotencia para conseguir uno nuevo, decidió subirse a los vagones del tren para ganarse la vida de alguna manera. Si bien la historia es conmovedora y los momentos musicales en el cortometraje son destacables, lo que nos queda a simple vista son solo algunos elementos técnicos, las ideas sociales de la directora y el tipo de historias que le interesan.
Él (2015), el segundo corto de Ravanelli, es una adaptación del cuento “Bestiario” de Julio Cortázar. En este segundo trabajo, la directora exhibe su talento a través del manejo de diferentes técnicas, como el acertado uso del blanco y negro para la fotografía, o, más aun, la tensión que logra generar mediante los sonidos. La misma elección de aquel cuento también nos revela algo de los intereses de la joven directora feminista: en la historia original, un padre abusivo es asesinado por el tigre que tiene como mascota la familia; en el cortometraje, si bien el tigre sigue siendo el asesino, se nos muestra la visión de Isabel, una adolescente que pasaba el verano en esa casa, que es quien realiza la maniobra necesaria para dicho asesinato.
No se nace mujer, se llega a serlo
Be Girl (2016) comienza con la voz de Simone de Beauvoir, que explica el concepto detrás de una de sus frases mas célebres, y que nos marca el punto de partida del este tercer cortometraje de Lucía. Be Girl es un documental experimental de 18 minutos de duración en el que la directora vuelca su dura crítica al mundo del entretenimiento, en el que la mujer es, por regla general, un objeto de decoración al servicio del hombre; y también al mundo comercial, con sus estrategias de ventas sexistas que moldean a las mujeres a imagen y semejanza de cómo ellos creen que deben ser. El cortometraje más importante en su lucha por la emancipación femenina y contra el patriarcado reinante.
2017 fue el año en que finalmente todo el potencial de Lucía Ravanelli comenzó a ser reconocido tanto en festivales nacionales como internacionales. Al leer la sinopsis de su cuarto y más reciente cortometraje, parece que lo que veremos será una historia de amor adolescente, con todos sus típicos miedos e incertidumbres, pero los conflictos que se articulan en Chike van mucho más allá de esto. Como era de esperarse, la historia trae consigo referencias a muchos debates actuales, pero a la vez históricos, del feminismo, como la cuestión de por dónde pasa la orientación sexual al fin y al cabo, si lo que nos atrae en otra persona es su expresión de género, o su corporalidad, o un poco de ambas.
Empieza por pasar al pelo corto, luego contruye un bulto, simulando de pene, y se aplana los pechos: las claves para construirse y sentirse varón. Si planea o no operarse los genitales, o qué cambios más quiera hacer en su físico y su performatividad, poco importa, porque Chike es una historia sobre unos instantes de una transición, y los sentimientos de amor y atracción que la atraviesan. Ni principio, ni final.
Las escenas siempre giran en torno al ámbito escolar, dentro del cual se nos muestra la progresiva transformación de Matías hacia la identidad de género con la que quiere mostrarse al mundo. Es en medio de este proceso de autoaceptación que la directora decide ir aún más a fondo en el conflicto identitario, e introduce una co-protagonista, compañera de clase, de la cual Matías, todavía llamándose Ana, está enamorado. La chica, que esconde su orientación sexual frente a sus amigxs, gusta de Ana. Y aquí se produce el choque. Ella gusta de Ana, no gusta de Matías. Le gusta la mujer, no el varón. En este corto imprescindible para la lucha por la igualdad de género, y para la visibilización de sexualidades disidentes, la directora construye un final lleno de amor — aunque, tal vez, no en el sentido tradicional — y de esperanza, poniendo las cartas sobre la mesa, personajes que asumen y reafirman sus identidades.