Si bien sus registros difieren, ella apuesta por la contemplación y la poética del espacio, él por la ironía mordaz y la sobrecarga de signos, ambos comparten una conciencia política punzante. La toxicidad, para Bliuvaitė, es inseparable de la herencia industrial postsoviética, de la degradación ambiental como cicatriz de un proyecto económico agotado. En Jude, el veneno se esparce a través del lenguaje: la corrección política convertida en cinismo, la publicidad que maquilla la explotación, la moral de empresa que se presenta como progreso mientras perpetúa la desigualdad. Sus futuros contaminados no son distantes: brotan del suelo que pisan sus personajes, de las conversaciones que entablan, de los silencios que soportan. Hay también en ambos un gesto generacional: una mirada desencantada, pero no nihilista. En Toxic, los jóvenes vagan sin horizonte claro, pero sus cuerpos se sostienen en la cercanía, en el roce, en la posibilidad de inventar comunidades efímeras entre ruinas. No se trata de la épica de la resistencia, sino de la fragilidad compartida. En Jude, la risa (ácida, amarga, pero risa al fin) se vuelve el antídoto mínimo contra la asfixia. En su cine, la risa rompe el flujo homogéneo de discursos oficiales, rasga la pantalla y expone la podredumbre del lenguaje corporativo. Esta ciencia ficción mínima se aleja del género entendido como evasión espectacular. Bliuvaitė y Jude desmontan la ilusión de la frontera entre realidad y ficción: el futuro distópico no es un decorado, es el residuo inevitable de una modernidad que ya está agotada. Su imaginación política no proyecta soluciones grandilocuentes ni héroes salvadores. En cambio, sugiere que la única grieta posible se juega en la forma: en la textura granulada de una imagen que se niega a embellecer el desastre, en el montaje disonante que hiere la linealidad de la narrativa, en la negativa a ofrecer un final reconfortante.
Toxic respira a través de la juventud: sus personajes se contaminan, sí, pero también irradian una vitalidad frágil, casi mineral. Es como si Bliuvaitė quisiera decirnos que la toxicidad no se limita a matar: también engendra nuevas mutaciones. Los cuerpos, atravesados por residuos y polvo, se vuelven cuerpos mutantes, formas de vida que ensayan maneras de habitar el desastre. El paisaje baldío, más que ruina definitiva, deviene laboratorio precario para imaginar otras conexiones: entre humanos, con el territorio, con lo que queda. En Do Not Expect Too Much from the End of the World, Jude convierte la toxicidad en ruido. Su protagonista, una mujer que filma sin descanso, es testigo y víctima de una estructura laboral que se devora a sí misma. El futuro tóxico aquí es la imposibilidad de detener la máquina, la imposición de seguir produciendo sentido (videos, eslóganes, risas vacías) aun cuando todo está podrido. Jude encuentra en el humor un arma: ridiculiza a las figuras de autoridad, exhibe la brutalidad de lo que se dice “moderno”, celebra la contradicción como forma de verdad. Su distopía es profundamente presente: un loop sin salida que devora imágenes y cuerpos.
Podría parecer que el diálogo entre ambos cineastas es improbable: Lituania y Rumania, contemplación poética y sátira discursiva, minimalismo atmosférico y acumulación frenética. Sin embargo, su punto de encuentro está en la decisión de usar la ciencia ficción no como género cerrado, sino como gesto expandido: la contaminación es estética, narrativa y política. En sus manos, la distopía no necesita futuros lejanos: se manifiesta como lo que ya se respira, se bebe y se filma. El resultado es incómodo: no hay redención ni catarsis. Lo que queda es la insistencia en mirar la podredumbre de frente. En Bliuvaitė, la cámara acaricia la superficie de las ruinas; en Jude, las imágenes se chocan, se interrumpen, se contradicen. Ambos proponen un cine que resiste la claridad: la toxicidad se vuelve una bruma que nubla la esperanza, pero también una invitación a inventar otras formas de ver.
Tal vez la mayor potencia de este cruce esté en que ambos directores entienden que la distopía más efectiva no es la que explota en un gran final, sino la que erosiona lentamente. Ante supuestos colapsos anunciados, crisis climáticas, agotamiento de recursos y precarización laboral global, sus películas insisten en un gesto mínimo: sostener la cámara, abrir un espacio para el detalle, amplificar la ironía, rozar el silencio. En la obra de Bliuvaitė y Jude, la toxicidad es la herencia que el capitalismo tardío no sabe gestionar. Son residuos industriales y discursos podridos, paisajes baldíos y slogans de recursos humanos, cuerpos extenuados y oficinas abiertas 24/7. La pregunta ya no es cómo salvarse de este futuro, sino cómo seguir habitándolo sin negar su corrosión. Su respuesta es formal: imágenes rugosas, narrativas inconclusas, risas incómodas. Un cine que no ofrece consuelo, pero sí una forma de vigilia: mirar la podredumbre como condición de posibilidad para imaginar lo otro. En la superficie agrietada de Toxic y en el zumbido saturado de Do Not Expect Too Much from the End of the World se adivina la misma intuición: si no hay un afuera limpio, entonces hay que aprender a respirar dentro del veneno. Quizás allí resida la ciencia ficción más necesaria hoy: una que no prometa salvación ni fantasías de pureza, sino que invite a entender que la toxicidad no es un accidente, sino el precio de un progreso que se resiste a morir. Bliuvaitė y Jude, cada uno a su modo, recuerdan que el futuro tóxico no es un destino, sino un estado de la materia. Habitarlo exige, como su cine, mirar sin filtros, reírse de lo irremediable y sostener la pregunta: ¿qué hacemos con este residuo que somos?