“El privilegio de la distancia”
Por Jada Sirkin
Durante los primeros minutos de película pensé: ver por primera vez una película de un director aún no visto es como entrar a un nuevo universo perceptivo. Con algunos directores es más claro que con otros, desde el primer encuadre se reconoce un tipo de mirada. En verdad, cada película es en sí un universo perceptivo—incluso hay películas que son varios universos, películas que mutan a lo largo de su propia extensión o que solapan, en simultáneo, diferentes maneras de registro y sensibilidad.
Ver una película es encontrarse con una historia, pero sobre todo con una mirada. Más que un cuento, una forma de contar. Un ángulo para tocar las cosas. Una velocidad. La velocidad con que se suceden las acciones, la velocidad con que se mueve la cámara, la velocidad con que se desplazan los cuerpos, la velocidad con que se entrega información al espectador—en este caso, al personaje.
Hace mucho que no veía una película tan identificada con la mirada de un personaje. Gran parte de la potencia estética de Cielo rojo se deriva de esa decisión de mirar sólo desde su protagonista. Nunca nos vamos con otro, nos quedamos siempre con Leon (Thomas Schubert), que está como inmovilizado por su propia obsesión laboral: ¡tiene que escribir! El trabajo, dice, no le permite meterse al agua; entonces, ve de lejos cómo los otros se bañan. El mar está lejos porque no entramos. El sexo está lejos porque nos molestan los gemidos. El fuego está lejos hasta que nos quema. Vemos de lejos porque el personaje está lejos—lejos del afecto que circula, entre los otros, de un modo simple y vital.
En un momento recordé al protagonista de El viento nos llevará, de Kiarostami, ese cineasta obsesionado con lograr filmar la muerte de la anciana de un pueblo. La obsesión como un lugar común del artista ensimismado, que se desconecta de los otros y sufre la frustración de no poder ver su arte desplegarse.
Gracias a que Leon, muy cerca del estereotipo cinematográfico del escritor conflictuado, está ensimismado con su obra, los espectadores gozamos del privilegio (el privilegio estético) de ver a los otros de lejos, con una ajenidad que les baña de misterio y gracia. La ubicuidad de la mirada más común del cine narrativo tiende a privarnos de la posibilidad de reconocer la complejidad de las cosas. Nos acercamos demasiado rápido, miramos de más. Para el cine, tan adicto a la cercanía forzada, la distancia es un privilegio. Por contraste con nuestro escritor incómodo, los otros se perciben (de lejos) como almas ligeras y despreocupadas que simplemente disfrutan de la vida. El agua, la comida, el amor, la poesía. Una filtración en el techo, vivida por Leon como una molesta interrupción del trabajo, también puede ser vivida como un trabajo en sí, digno de atención.
El contraste es dibujado de entrada entre Leon y Felix (Langston Uibel). Los nombres son elocuentes. Los amigos se presentan casi como un dúo de payasos, compuesto por un auto-centrado león gruñón y un abierto y sensible gato pícaro. El contraste puede sentirse demasiado marcado, pero define esa distancia entre el dramatismo (Leon) y la liviandad (Felix, los otros).
Atrapado por su propio egocentrismo dramático, Leon ve la vida de lejos y, gracias a eso, nosotros los espectadores asistimos a esos planos abiertos que son lo más hermoso de la película: el traslado de una escalera, la preparación de una mesa, el diálogo con el guarda vidas. La belleza de ver las cosas de lejos. El placer de no saber muy bien qué está ocurriendo.
Salgo del cine con una sensación curiosa. Agradable, inquieta. Escucho a un grupo de amigas intercambiando opiniones sobre el argumento y los personajes. De una película pueden decirse muchas cosas. Muy tentador es para el intelecto trazar relaciones simbólicas que reduzcan los elementos del tapiz a una mera expresión de la supuesta “interioridad” de los personajes. “El fuego expresa…” Ese tipo de frases. Para liberar la mirada, hay que resistirse a esos facilismos lineales que esta película deja casi demasiado servidos, sobre todo en la última parte. Los finales suelen ser sintomáticos de la filosofía estética autoral—en los tramos últimos de las películas se expresan los modos, más o menos conscientes, en que presionamos la materia para crear sentido.
En verdad, lo que decían las amigas a la salida del cine no estaba tan lejos de lo que a mí me había sucedido. Hablaban del contraste entre cómo se tomaba el trabajo artístico Leon y cómo lo hacía Felix, con su proyecto fotográfico, ¡y esa gran inocencia! Escuchándolas, pude reconocer que lo que más me impresionó de la película fue esa sensación incómoda y silenciosa (es decir, bella) que me producía el abismo entre la importancia que el protagonista daba a su empresa, y la ligereza con que los otros parecían recorrer la vida, como quien simplemente se desplaza a través de los planos de una película tranquila—como quien ni siquiera se preocupa de que el bosque esté en llamas.

Titulo: Cielo rojo (Afire)
Año: 2023
País: Alemania
Director: Christian Petzold